Hay veces en que lo incierto no es el qué, sino el cuándo. Este era el caso de Paul Romer y el Premio Nobel de Economía. Estaba claro que lo iba a recibir. Así se lo hice saber a mi hijo tras toparnos con Paul mientras paseábamos por Nueva York hace exactamente un año. “A este señor le van a dar el Nobel de economía.” Aún recuerdo su cara de extrañeza ante la rotundidad con la que hice tal afirmación.
Lo tenía claro desde hace mucho tiempo. Posiblemente desde que leí por primera vez esas 33 páginas que publicó en 1990 en un suplemento especial sobre crecimiento económico en el Journal of Political Economy. Era el invierno de 1995. Antonio Ciccone enseñaba “Economic Growth II” en la Pompeu Fabra. En su lista de lecturas estaba “Endogenous Technological Change” de Paul Romer. Un día antes de discutirlo en clase le pregunté a Enric Fernández que qué tal era el artículo que tocaba al día siguiente. “Caviar”, fue su escueta respuesta. Así era. Ese artículo me impactó. Un año después, Antonio Rangel, nuestro TA de micro, preguntó a cada estudiante cuál era para nosotros un buen modelo. Recuerdo que una compañera, Elena Rangelova, propuso el modelo de Hekscher-Ohlin; cuando llegó mi turno anuncié “Romer (1990)”. Así pues, para mí hoy se cierra un círculo. El artículo que más me ha influido como economista ha sido premiado.
La contribución de Romer (1990) a la macroeconomía es gigante. ¿Por dónde empezar a describirla? Al igual que Berlin a finales de los años 1980s, la literatura sobre crecimiento económico también tenía su muro. Al menos desde Solow (1958),[1] los economistas entendíamos que el crecimiento en el largo plazo sólo es sostenible si mejora la tecnología. Pero en Solow (1958) y el resto de modelos neoclásicos, la tecnología es exógena. De forma que el crecimiento en el largo plazo es ajeno al modelo. ¡No parece un problema menor en un modelo de crecimiento! Es como si los hermanos Wright inventaran un avión que solo fuera capaz de volar suponiendo que volara.
Sin embargo, al tratar de resolver el problema nos chocábamos con un muro. La frontera tecnológica avanza cuando se inventan nuevas tecnologías. Inventar nuevas tecnologías requiere recursos. ¿De dónde salen estos recursos? Si los mercados de productos y factores son competitivos, la retribución de los factores de producción agota por completo el output que se produce. De forma que no hay recursos disponibles para compensar a los innovadores por el coste fijo de desarrollar nuevas tecnologías. Durante 30 años no hubo forma de franquear este muro. Aquí se acababa el camino hacia construir un modelo donde el crecimiento ocurriera como consecuencia de acciones conscientes de los agentes económicos.
Romer (1990) derribó este muro con dos contribuciones. Primero, siguió la estela de otras áreas e incorporó los avances microeconómicos sobre competencia imperfecta para argumentar que el problema de la remuneración de los innovadores desaparece si éstos tienen poder monopolístico. En ese caso, podrán vender a los productores los bienes que contienen las nuevas tecnologías a un precio superior al coste marginal de producción. Con ese margen pueden recuperar el coste fijo que incurrieron para desarrollar la nueva tecnología. La segunda contribución es incluso más bella. La sección II de Romer (1990) contiene una discusión (casi platónica) sobre la naturaleza de la tecnología. Argumenta que lo que realmente inventan los innovadores no es un bien o un servicio sino una receta para combinar factores de producción y producir los bienes intermedios que contienen la tecnología. A estas recetas las llama ideas. Las ideas son “non-rival” en el sentido de que una vez inventadas, en principio, las puede utilizar cualquier agente. Además, son “excludable” porque hay instituciones como el sistema de patentes que pueden asignar derechos sobre que agentes pueden usar una idea. La combinación de “non-rivalry” y “excludability” de las ideas es clave dado que crean monopolios naturales y la posibilidad que los inventores los exploten para así cubrir los costes de desarrollar la innovación.
Con estas dos piezas, el avión vuela. La tasa de crecimiento de la economía es una variable endógena, y el modelo puede predecir qué factores afectan la cantidad de recursos que dedicamos a innovar y como estos generan crecimiento en el largo plazo.
Parte del valor de las obras galardonadas con un Nobel reside en el efecto que tienen en otras áreas. En este sentido, Romer (1990), y más generalmente los modelos de crecimiento endógeno, han tenido un impacto importante. Para empezar, la manera imperfecta con que las patentes permiten a los innovadores capturar las consecuencias de sus innovaciones en la sociedad introduce una motivación para la política de innovación de los gobiernos. Los modelos de crecimiento endógeno se han usado para entender mejor las consecuencias del comercio internacional, la relación entre la innovación y el desempleo, o las dinámicas de creación y destrucción de empresas. Asimismo, los modelos de crecimiento endógeno ofrecen un nuevo caballo de batalla para analizar las consecuencias de los shocks que generan ciclos en la economía. En éste contexto, es fácil entender por qué las recesiones pueden tener consecuencias muy prolongadas en la economía incluso cuando los shocks que las generan son relativamente transitorios.
Finalmente, me gustaría concluir esta nota con una mención a otros investigadores que fueron clave en levantar los pilares del crecimiento endógeno en los bulliciosos años 1990s. Siempre es difícil determinar el padre de la criatura. Así que yo no me voy a meter en ese berenjenal. Cualquier reseña sobre crecimiento endógeno tiene que incluir a Philippe Aghion, Peter Howitt, Elhanan Helpman y Gene Grossman. El caso de Helpman es aun más notable dado que también merecía haber recibido el Premio Nobel de Economía en 2008, con Krugman, por sus contribuciones al comercio internacional.
[1] Es cuanto menos curiosa la coincidencia en fechas entre el muro de Berlin (1961-1990) y el periodo que marcan Solow (1958) y Romer (1990)
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