En Cuba hay personas que sienten una extraña, impresionante fascinación por la escasez. La presienten, la huelen a distancia, la llaman con el pensamiento. No exagero. Algunos se dejan halar por ella sin ofrecer resistencia, sin buscar salida. Más bien parecen contagiados por esa suerte de “vértigo lúcido del suicida frente al abismo”, del que hablara el poeta mexicano Octavio Paz.
En momentos en que dibujan el presente de la Isla el desabastecimiento de productos de primera necesidad, el consiguiente racionamiento en las ventas y el temor latente en no pocos de una nueva temporada de “período especial”, afloran con profusión tales conductas. Como consecuencia, vemos a personas presas de ansiedad desandar las arterias comerciales de la ciudad y ante cualquier aglomeración en las inmediaciones de una tienda esgrimir el consabido “¿qué sacaron?” (palabras que muy bien podrían alcanzar la categoría de “Frase Nacional”) y sumarse a la cola.
¿Qué sacaron? ¿Dónde compraste eso? ¿Dónde están vendiendo aquello? son preguntas recurrentes, pero no brotan tan solo de la innegable escasez; nacen también del temor atávico del cubano a un anuncio mayor, a veces bien fundado y otras, construido: “esto se va a perder”. Y frente a esa noción no queda más que aprovisionarse, llenar la despensa hasta de aquello que nunca imaginaron consumir y prepararse para toda contingencia.
Sobre esa cuerda hacen piruetas los adictos a comprar sin discriminar, los aferrados al sentido de la oportunidad. Por esa costumbre, cierta mujer llegó a su casa un día con la mostaza que nunca saboreará porque “yo no como esto, pero la sacaron en rebaja y aproveché”, mientras otra cienfueguera hace poco comentaba al esposo que había llegado al punto de soñar con el pollo, el detergente y muy pronto lo haría con el papel sanitario, “pues ya se me está acabando el que compre para el tsunami”.
Aunque no es el caso ahora, cualquier presagio de una crisis como la de los años 90 desata desazón e incertidumbre y hasta un comportamiento irracional. Desencadena, asimismo, la actividad de los conocidos coleros y revendedores, pescadores que abultan sus morrales en el río revuelto de la precariedad. Los mismos que se encargan de agudizar el desabastecimiento al acaparar la mercancía, y de plantar en sus conciudadanos la necesidad de recurrir a sus reventas. Fueron personas dedicadas a esta práctica quienes en los 90 acuñaron aquella frase triste: “lo bueno que tiene esto es lo malo que se está poniendo”.
Al parecer, los especuladores han reactivado esa máxima. Y sin quererlo, la aplauden también quienes exageran ante las circunstancias del momento. Porque, sin dudas, desabastecimiento hay, pero ello no justifica que lleguemos al extremo de volvernos rastreadores de colas a toda costa, o de contagiarnos con el vértigo que produce sentirnos atraídos por aquello mismo que nos aterra.
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