¿De qué equidad empezamos a caer, hace 35 años?
Por Rafael Hernández
En mi clase de Cuba contemporánea les explico a los estudiantes cómo la estructura de equidad surgida en las primeras tres décadas del socialismo cubano cayó en crisis desde los 90; hace 35 años.
Esa equidad de los 80 no era, por cierto, la de la escasez y el radicalismo espartano de los 60 (con casi 60 mil pequeñas empresas privadas hasta 1968). Tampoco la misma del crecimiento económico incesante, el aumento del consumo (y su legitimación) en los 70. Fueron etapas muy diferentes, pero ambas se caracterizaron por una movilidad social ascendente.
Como lo comprobó la sociología cubana de entonces, en los 80 había ido emergiendo una estructura diferenciada de grupos sociales, con menor movilidad social. La revolución educacional había multiplicado la presencia de técnicos y profesionales y los planes de desarrollo habían acrecentado la urbanización; en sectores como la educación, la salud, la ciencia y la tecnología, había más trabajadores que nunca; la proporción de obreros de la producción en campos y ciudades declinaba en términos relativos, al punto que mantener su representación en las filas del PCC requería de una política de cuotas.
Aunque aquel socialismo se fundamentaba originalmente en la alianza obrero-campesina, el ingreso promedio de un obrero y de un pequeño agricultor eran muy diferentes. No obstante, como esos campesinos no pasaban de un pequeño fragmento de la fuerza laboral, el patrón de equidad se contenía dentro de una estructura salarial equivalente al ingreso de la mayoría (más del 90 % de los trabajadores), con un diferencial muy estrecho: quien más ganaba, recibía 400-450 pesos, y quien menos, 100. Muy pocos países podrían haber competido con este estricto rango.
Aquella estructura de equidad no consistía solo en salarios, sino en una distribución igualitaria no sujeta al mercado, cuyo eje se llamaba “la libreta de abastecimientos”. Ni las considerables reformas de la Institucionalización (los años 70), ni la política de Rectificación de errores (1985-1990) contra el llamado “modelo soviético”, cuestionaron la libreta, nacida en 1960 para combatir a los acaparadores, y perpetuada a lo largo de las tres etapas anteriores a la crisis de los 90.
La libreta era un mecanismo redistributivo uniformador que garantizaba a todos, de cualquier edad y lugar de residencia, y a precios asequibles para los siete grupos salariales, un suministro de alimentos, ropa, equipos domésticos y hasta juguetes infantiles, con un sentido muy amplio del concepto canasta básica: desde cárnicos y pescado, pasando por las altas cuotas de azúcar, arroz y frijoles que consumen nuestras familias, huevos, hortalizas y vegetales, viandas como yucas, boniatos, malangas y papas de alta calidad (que se llegaban a exportar a Europa del Este), hasta café, cigarros, tabacos y ron. Productos cubanos, naturalmente.
Mientras que la libreta de productos industriales, por la que se distribuían todo tipo de ropa (calzoncillos y blumers incluidos), así como zapatos y medias, podía ofrecer ventiladores, cocinas de gas, radios, cafeteras, batidoras, y otros enseres de cocina, según “lo que viniera a la tienda”, a partir de un sistema de cupones que nunca pude entender bien.
No todo “lo daban” por la libreta. Aquella equidad también tenía un componente meritocrático. El derecho a comprar electrodomésticos como televisores, refrigeradores, lavadoras, se asignaba a los mejores trabajadores elegidos por votación de sus compañeros en asambleas sindicales, según un código de méritos. La adquisición de equipos de “más alta gama”, se diría ahora, como motocicletas y automóviles, era asignada administrativamente, sobre la base de responsabilidad desempeñada y calificación, y diferenciada según sectores. “Le dieron un carro” reflejaba integración institucional y era un signo de estatus social.
Por último, un segmento significativo del consumo provenía de un denominado mercado paralelo (cariñosamente “mercaditos”) que ofrecía productos de exportación (e importación), como jamón, quesos azules, ancas de rana, cerveza negra, embutidos, o encurtidos búlgaros, vodka Stolichnaya, coñac armenio, carnes enlatadas. A precios más altos (que hoy resultarían cómicos), y que no todos podían sufragar.
Aquella equidad diferenciada no se medía solo en ingresos, precios, alimentos, ropa, u objetos de consumo. También se asentaba sobre el acceso a una educación pública obligatoria de nueve años, garantizada hasta en los parajes más remotos, con maestros calificados, formados en la pedagogía más moderna, libros regalados y uniformes muy baratos, desde el nivel elemental hasta el universitario, también el de posgrado. Y sobre una salud pública igualmente accesible en todas partes, con atención médica de Primer mundo, medicamentos incluidos o subsidiados, que no excluía tratamientos dentales y oftálmicos que los seguros de salud en otras partes no suelen cubrir.
No conozco país donde el consumo cultural alcanzara estándares universales tan diversos y accesibles para todos como en la Cuba socialista de precrisis. Siete de cada diez cubanos iban al cine todas las semanas, a ver películas italianas, británicas, francesas, japonesas, soviéticas, polacas, húngaras, de toda América Latina, e incluso de EE. UU. No solo a escuchar y bailar música cubana, sino a ver los mejores conjuntos de ballet, danza, teatro, jazz; a comprar obras de los más destacados artistas plásticos cubanos para colgarlas en sus casas; a los grandes eventos del beisbol, el volley, el basket, el atletismo, sin pagar un centavo. Y el día del cobro, se iban a las librerías, donde las literaturas de todas partes (también las africanas y asiáticas) estaban disponibles a precios irrisorios.
Ese consumo cultural diverso también proveía patrones de referencia comunes. Por ejemplo, que todos los sábados por la noche y domingos por la tarde, la mayoría de los cubanos estuvieran viendo las mismas películas.
Para terminar con la cuestión del dinero, en la Cuba de los 80, los bancos no cambiaban dólares u otras divisas convertibles, cuya posesión y uso estaban vedados; pero no hacían falta. Porque en la economía familiar, las remesas llegadas del Norte significaban muy poco. La tasa de cambio del dólar en el mercado informal (unos 7 pesos) era una curiosidad. Solo tenía curso en tiendas reservadas para diplomático y extranjeros residentes en el país.
Espero que esta introducción, demasiado larga y minuciosa, no se tome como evocación nostálgica, propia de “ochentistas” viejos, que idealizan un pasado irrecuperable, y cada vez más rojo a medida que se aleja, como los cuerpos celestes. Quizá los nacidos después de 1985, encontrarán aquí el mapa de un planeta lejano, del cual tendrán nociones adquiridas, en versiones de sobrevivientes o en el eco de las redes. Mi intención, más modesta y práctica, es caracterizar etapas diferenciadas, que se suelen simplificar como un bloque. Para hacer notar de qué equidad empezamos a caer, hace 35 años, así como recordar diferencias sociales que formaron parte del patrón reinante en cada una de estas décadas, cuyas vivencias la memoria tiende a borrar, o a soslayar ante las oscuridades del actual túnel.
Como en la montaña rusa, empezamos a caer de golpe en los 90. Sin embargo, las desigualdades raciales, de género, de clase social (mayor o menor “pobreza relativa”), entre regiones más y menos prósperas, ligadas o no a políticas como el ateísmo, las rigideces ideológicas y morales, a prácticas como la corrupción o el nepotismo, ya estaban ahí en los últimos 80. Casi todas estaban ya presentes, por ejemplo, en los debates de la Rectificación, iniciados para criticar el sistema de dirección y planificación, y que desbordaron rápidamente esa agenda, para abarcar el sistema y la sociedad en su conjunto. Con la caída del muro de Berlín, el desmantelamiento de la URSS y el bloque socialista, el abrupto descenso en la montaña rusa los puso todos al desnudo en todas partes y al mismo tiempo.
La crisis llamada Período Especial en tiempo de paz (no eufemismo, sino lenguaje militar) impactó a los diversos grupos sociales y los empujó hacia abajo, desde donde estaba cada uno. Como es lógico, ese bajón sacó a plena luz todas las desigualdades y ensanchó la franja de pobreza, que había sido estimada en 4-5 % de la población a fines de los 80.
No me voy a detener en discutir si la situación de aquellos 1991-1994 los apagones de 16 horas seguidas, el único pan de la bodega, la bicicletización del transporte, la caída de los suministros de aquella libreta, el cierre total o virtual de más de la mitad de los centros de producción y servicios, la pérdida del poder adquisitivo de todos los salarios, sin sector privado, ni remesas, ni libertad de viaje al extranjero, era mejor que la actual crisis o no. Sí está claro que aquella sociedad más homogénea y que había vivido el socialismo anterior, impactada de manera más pareja que hoy por la crisis, y con menos válvulas de escape, resistió mejor la caída que la actual. Obviamente, el desgaste de los años transcurridos en espera de políticas de recuperación y la expansión de las desigualdades no han sido por gusto.
Como cuando se está cayendo el techo, las políticas ante el derrumbe no fueron un paquete de reformas dirigido a remodelar la casa ni a hacer cambios estructurales, sino apenas medidas de emergencia para detenerlo. De buenas a primeras, esas políticas crearon un sector privado, alquilando tierras a cooperativistas, legalizando el trabajo por cuenta propia y los mercados de oferta y demanda, “despenalizando” los dólares, con la lógica consecuencia del aumento de la desigualdad y sin reducir la pobreza.
Timoneando esas medidas, y concertando nuevas alianzas internacionales, el gobierno logró parar la caída y una cierta recuperación, con lo que parecía estabilidad. Cuando las propuestas de continuar profundizando las políticas hacia una reestructuración del sistema se contuvieron, el argumento no fue tanto borrar aquellas desigualdades, o regresar a la entrada del túnel, sino evitar el mayor deterioro del nivel de vida de los trabajadores.
Al dejar Fidel el Gobierno, en 2006, la sociedad cubana se había re-estratificado. El coeficiente que mide desigualdad de ingreso (índice de Gini) había pasado de 0,25 (1989) a 0.407 (1999). Subestimado, según apuntaba Mayra Espina en 2010, pues solo se basaba en cálculos de ingresos en cup, no en CUC o divisas extranjeras, admitidas en las cuentas de ahorro de los bancos cubanos.
Calcular la diferencia de ingresos actual, así como la franja de pobreza; distinguir entre pobres, grupos empobrecidos, vulnerables, extrema pobreza, y calcular la intersección de esos grupos con edad, color de la piel, género, clase social, nivel educacional, ocupación, zona de residencia, tipo de familia, requiere algo que no tenemos: datos públicos. En ausencia de esa información, los investigadores trabajan sobre muestras, y ofrecen estimados. Nombres como Mayra Espina, María del Carmen Zabala, Geydis Fundora, Danay Díaz, Dayma Echeverría, Reynaldo Jiménez Guethón, están entre quienes hacen esas investigaciones de terreno. Aunque probablemente no le sean familiares al lector, ya que no frecuentan la televisión ni tienen canales en Youtube o muros en FB. Por la mucha tela donde cortar que ofrecen, dejaré mis comentarios sobre sus resultados para un próximo artículo,
Dice un amigo que él prefiere mantener sus opiniones, ya que investigaciones como esas “no le constan”. En efecto, he aprendido que las percepciones sobre un problema pueden ser tan importantes, y a veces más, que el problema mismo. Ya que muchas conductas y actitudes responden más a percepciones compartidas que a verificaciones. Así ocurre en casos tan diferentes como emigrar a un país desconocido, incluso teniendo un ingreso relativamente alto, o, digamos, reaccionar ante la amenaza de un presidente de EEUU que anuncia anexarse un país entero. Ese significado de las percepciones es mayor en el campo de la sociología y la ciencia política, al que me dedico a pesar de todo.
Como las encuestas nacionales publicadas brillan por su ausencia, se me ocurrió intentar una en las redes, sobre percepciones acerca de la causa de las desigualdades. Para evitar digresiones, la pregunta tenía la forma simple de un silogismo:
- Las reformas chinas y vietnamitas son celebradas como eficaces.
- En China y Vietnam las reformas han profundizado la desigualdad.
- Las manifestaciones de desigualdad en Cuba (segmentación del consumo, dolarización, etc.) son efecto de la aceleración de las reformas.
Pregunta: ¿es correcto este razonamiento?
Para mi sorpresa, 107 lectores respondieron a esta pregunta, de los cuales casi 80 explicaron sus respuestas, entre ellos algunos académicos. Voy a aprovecharlas como material de estudio para cerrar este artículo, citando algunos fragmentos, la mayoría de los cuales no requieren comentario. Aquí van:
No. Las desigualdades se estaban manifestando desde antes de las reformas. Indudablemente se han incrementado.
No. Muchas de las desigualdades vienen de prohibiciones y malas políticas públicas.
No. Los índices de Gini (uno de los utilizados para medir la desigualdad) así como la cantidad de pobres se han reducido en Vietnam Nam y China.
No somos China ni Viet Nam y esa es la primera “trampa” del silogismo criollo, somos una economía abierta en un ambiente mucho más adverso que el inimaginable por ambos amigos.
No. En Cuba no hay reforma, hay improvisación, contingencia. Una reforma lleva un proyecto ¿Cuál es nuestro proyecto?
No. La crisis trae las desigualdades. La reforma podría ser la solución a la crisis. Pero no ha habido tal cosa en Cuba que pueda llamarse reforma. Los errores de política económica exacerban la crisis.
No. En una economía donde el peso de la empresa estatal es tan grande, la desigualdad se debe a la incapacidad de dicha empresa de pagar retribuciones altas. La generalidad de la empresa estatal no puede competir con el sector privado al respecto.
Sí, pero. Las manifestaciones de desigualdad económica en Cuba son un paso obligado en el proceso de generar toda la riqueza posible que permita distribuir a los que están en desventaja.
Obviamente, No. El tema es complejo, pero a la reforma no hay alternativa. Y se parece más a lo que han hecho en Viet Nam y China. La desigualdad es un problema, pero el problema esencial es la pobreza!!!!, que sigue creciendo!!! Cierto nivel de desigualdad es inevitable, de lo contrario, en las actuales condiciones, no podrá haber crecimiento.
Un definitivo Sí. La reforma economica ha generado empresariado privado, lo cual ya implica la formacion de un segmento que se diferencia del resto. Si llevamos decadas de reformas, y la desigualdad ha crecido, entonces al menos hay una correlacion entre los dos. El mecanismo pasa por la concentracion de parte de los ingresos y riquezas en un segmento mientras que otros se estancan o progresan mas lentamente.
No. El gran empujón al abismo de la desigualdad que experimentamos actualmente en Cuba es más una consecuencia de las errantes decisiones de política monetaria que de los mínimos cambios operados como parte de la reforma.
No. La falta de reformas en el viejo modelo han acrecentado las desigualdades que ya existían de manera solapada. No hemos vivido reformas, sino medidas para mantener el viejo modelo. Y las desigualdades, como perdidas de conquistas, etc. no son otra cosa que consecuencias imprevistas del no cambio.
No. Las desigualdades en Cuba están vinculadas a una crisis de más de tres décadas. Se trata de la crisis de un sistema. Las reformas han fracasado, excepto en mercantilizar la sociedad. Sus efectos jamás han sido contingentes, ni en los 90 ni ahora, como el incremento sostenido de las desigualdades. Entonces teníamos un Estado impotente pero que no aceptaba como legítimo ese resultado, y desde 2008 eso cambió, cuando abandonó su carácter asistencialista.
Si… pero en el caso de China y Vietnam compara la elevación del nivel de vida, el avance económico producto de las reformas con la elevación de la desigualdad. En caso de Cuba donde las reformas son totalmente insuficientes.
Si. La desigualdad es un proceso que ha avanzado más de lo previsto y las reformas (inconsecuentemente aplicadas) han contribuido a su ampliación, sobre todo el Ordenamiento.
No! La reforma crea riqueza y desigualdad es obvio. El “Socialismo de mercado” permitió crear riqueza que además de crear capitalistas permitieron con una política adecuad de distribución socialista mejorar sustancialmente la calidad de vida de la poblacion.
La desigualdad en China es efecto de una transformación del modelo de crecimiento. Aumentó un indicador de pobreza relativa (desigualdad) a la vez que redujo la pobreza absoluta (con diferencias regionales). En Cuba, el aumento de las dos modalidades de pobreza (relativa y absoluta) es el efecto de la quiebra del modelo de crecimiento y de políticas públicas ineficaces para gestionar el estancamiento.
Aprecio mucho la contribución de todos los que comentaron mi pregunta.
Solo quiero anotar un dato al margen sobre China y Vietnam. En cuanto al primero, el índice de Gini subió sin parar durante 16 años (1996-2012), pasando de 35,2 a 42,2. Luego bajó, hasta 2021, a 37,5; y en 2024 se calculó en 46,5. En cuanto a Vietnam, subió durante 18 años (1992-2010), pasando de 35,7 a 39,3. Luego bajó un poco y ahora se mantiene en 38,7. Por cierto, la percepción de corrupción en Vietnam mejoró de una calificación de 26 (2001) a 42 (2022), aunque descendió en 2023. La de Cuba bajó de 44 a 42 (en América Latina está entre los 12 mejores).
Para finalizar, le sometí mi silogismo al destacado economista Carmelo Mesa-Lago, que acaba de escribir un libro sobre Vietnam, China y Cuba. Aquí va su respuesta:
“Sí, las reformas han aumentado las desigualdades en China y Vietnam, menos en el segundo que en el primero. En eso Cuba está mejor, porque las reformas han sido muy tímidas e ineficaces. Las reformas han profundizado la desigualdad en Cuba, pero menos que en los otros dos países. La disyuntiva es: un bienestar muy superior del pueblo frente a mayor desigualdad. Yo me decanto por la primera.”
Volveremos sobre el tema; aunque sin estadísticas confiables tengamos que seguir caminando a tientas.
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