Por Reinier Borrego Moreno , Cuba Posible
I
Mi padre ha vivido obsesionado con las papas. Su gusto por ellas, según me ha dicho, le vino de mi abuelo. Hervidas o fritas, como guarnición o plato fuerte, ese género acompañó regularmente sus comidas desde la infancia. Entonces era mi abuelo el que libraba por las calles de una Habana revuelta su particular pelea por el codiciado alimento. Cuando en 1959 la Revolución se hizo poder, las papas no se fueron al exilio, tampoco mi padre se fue al exilio, y pasaron años, varios años, de gustosa complicidad. A pesar de la obsesión de mi padre, a mí las papas me gustan menos. Mi proximidad con ellas no es culinaria, sino más bien laboral. Durante seis años, como muchos jóvenes de mi generación, tuve cada mañana un puntual encuentro con ellas en los ferralíticos campos de Batabanó. Fue en el 2008, precisamente el “Año Internacional de la Papa”, cuando fui por última vez a esa tierra que he considerado siempre mi segunda ciudad. Allí dejé, en abundancia, nostálgicos recuerdos y nutritivos tubérculos que, no pocas veces, me acompañaron de vuelta a casa cada fin de semana de “la campaña de frío”. Aquellos campos rojizos de Batabanó, como otros de la entonces llanura habanera, siguen siendo fértiles, ricos en hierro y aluminio, aunque con mucho menos júbilo desde que no van los becarios, y menos papas. ¿Qué ha pasado?
La Revolución llegó al poder con una producción nacional de patatas estimada en 243,000 toneladas; producción significativa si tenemos en cuenta que la población del país rondaba entonces los 6 millones de habitantes. Luego de una caída en picada en el primer lustro de la década de 1960, producto de los reajustes estructurales del agro cubano y de la concentración de esfuerzos en lo que se conoció como “la industrialización acelerada del país”, se inicia en 1965 una recuperación progresiva que llegó a 300,000 toneladas en 1985, cifra solo superada en los años 2000 y 2005. Esa última fecha marcó el inicio del aparatoso descenso en la producción de un alimento habitual en el menguado menú de un “Período Especial” que devoró nuestra economía y gran parte de la “superestructura” afincada en ella.(1)
Curiosamente, ese mismo año la producción mundial de papas cambió de líderes, ya que los países en desarrollo, por primera vez, superaron a las naciones desarrolladas. De este modo, el desplazamiento de la Isla se produjo en dirección opuesta a la tendencia mundial. Según datos de la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI), la producción de papas en Cuba, entre 2009 y 2014, se redujo de forma acelerada. De las 278,600 toneladas cosechadas en 2009, pasamos a solo 53,308 en 2014. Hecho que en una gráfica representa una caída libre, la más suicida de las ocurridas en ese lustro por los cultivos más prominentes del agro cubano. Tal fenómeno supuso la salida de la Isla del mercado mundial como exportadora, ya que su producción apenas cubría la demanda interna de la población y las necesidades del pujante sector turístico.
Si reducimos la escala, y bajamos a la esfera familiar para evaluar el impacto del fenómeno registrado, podemos advertir la tragedia de una población desesperada durante “la campaña de frío”. Aquí vemos a mi padre, puede que también al tuyo, librando su fatigosa cruzada en busca de un bien escaso. En el año 2014 unas periodistas dieron cuenta del “espejismo de la papa” en los siguientes términos: “Los capitalinos, al igual que los residentes en las propias provincias productoras, a duras penas pueden acceder al producto. Se ven policías organizando las colas en los puntos de ventas seleccionados. Se dice que más de un cliente ha perdido los estribos. Y, por si fuera poco, los revendedores se aprovechan de la escasez: venden una pequeña jaba de papas (entre 4 y 5 libras) por el “módico” precio de 1 CUC.”(2) En determinadas zonas de la ciudad de La Habana, el valor de esa pequeña jaba puede ascender a 3 CUC, o sea, más de diez veces el precio fijado para la venta de ese producto en los mercados estatales.
En 2016 la situación no ha sido diferente. De hecho, las precipitaciones de noviembre, diciembre y enero pasados en gran parte del territorio nacional, acabaron con la voluntad de unos agricultores que pretendían realizar una cosecha similar a la del año 2015, en el cual se acopiaron 120,000 toneladas.(3) Cifra que representa la mitad de la producción de 1959, mientras la población nacional se ha multiplicado casi por dos desde igual fecha. De modo que, un año más, los cubanos nos quedamos con un sinsabor preocupante. Luego de este introito con papa, me interesa fijar la preocupación fundamental de este escrito, cosa que formularé en forma de pregunta: ¿es posible hablar hoy de alimentación y lucha de clases en Cuba?
II
El 2016, para mi padre, comenzó con una gran preocupación por la alimentación en Cuba. Digo “en Cuba”, porque los problemas de mi padre no son solo de él, de hecho, muy pocas veces tiene problemas, y se irrita fundamentalmente por los problemas de la gente que le rodea, pero que aprecia sobremanera. “¡Has visto como están las cosas en los agros!”, me decía, mientras degustábamos en la terraza un café venido a menos pero que, en su compañía, se disfruta como el más puro. A veces me pregunto si lo que ha sucedido en los últimos años con el café y el baseball en la Isla, por citar dos ejemplos manidos, no es la expresión más elocuente de una “cubanidad disminuida”. Es cierto que lo esencial es invisible a los ojos, pero hay cosas que para poder apreciarlas han de tomar formas. “¿Dime algo “mijo” de lo que vale una libra de cualquier cosa en el mercado?”, insiste mi padre, y luego me habla de un tiempo -del que también he escuchado hablar a otros- en el que el valor de las cosas se dicen muy bajos. Por cierto, vale recordar que las libras también han venido a mucho menos en los últimos años.
Por algún momento quise hacer una lectura generacional del problema, creyendo que tal vez “la seguridad alimentaria” estaba fallando solo para una parte de la nación. O sea, intenté explicarme el fenómeno desde una relación de escalas, en la cual, mi padre, la escala micro del problema, más viejo y con menos fuerzas para luchar, se había venido a menos en mayor proporción que los elementos macros del fenómeno, o sea, la agricultura cubana y su cadena de comercialización. Mi esquemático enfoque, producto de una imaginación “desviada” dentro del proyecto socialista, tenía que ver también con mi acrecentada responsabilidad en la alimentación familiar. Pero una lectura generacional del problema, aunque en cierta medida lógica, era también limitada e irresponsable. La preocupación de mi padre era también la preocupación de sus vecinos, y la de los conocidos de estos, que no son ya vecinos de mi padre. La preocupación de mi padre fue también mi preocupación, y la de muchos jóvenes que tienen que “inventar” para comer, cuando la libreta de abastecimiento, esa reliquia del folclore revolucionario, nos abandona en las primeras semanas del mes.
Me tragué entonces mis argumentos generacionales y tendí hacia una lectura clasista y nacional del problema. Era claro que si la “seguridad alimentaria” estaba fallando para mi padre y sus vecinos más jóvenes, para mí y mis conocidos más viejos, no era la edad la clave del problema. Me quedó más claro, cuando de pasada por el agro de 19 y 42, en Miramar, una mujer de avanzada edad (tal vez con los años de mi padre, que bien podría ser mi abuela) gastaba sin miramientos sus CUCs en vegetales “fuera de temporada” y otros manjares prohibidos para quienes el trabajo de un mes, no importa si es diciembre o agosto, equivale en especies a no mucho más que unas cuantas libras de cualquier alimento corriente. Me quedó más claro aún, cuando lo que era rumor general, tema corriente en toda La Habana, más corriente en Arroyo que en Playa, adquirió forma de “llamamiento del Buró Nacional de la ANAP”. El día 11 de enero de 2016, el periódico Granma daba a su pueblo los buenos días con la siguiente confesión:
“Estamos en el deber de combatir y eliminar toda manifestación que atente contra el desa¬rrollo y puesta en práctica de las políticas aprobadas para garantizar la presencia de productos agropecuarios en los mercados que prestan este servicio al pueblo. Los campesinos cubanos no le fallarán jamás a la Revolución”.(4)
La última Navidad disparó el precio de muchos alimentos y no pocas familias tuvieron que escoger entre tomate o lechuga, yuca o tostones. Puede, al menos fue mi impresión, que esta bien pudo ser una de las cenas de fin de año más exigentes de los últimos tiempos. En el centro de todas las miradas, de toda la indignación, están los “intermediarios”, esa vieja y siempre maldecida figura social de un país en el que todo tiene un segundo, un tercer precio, sin que nadie llegue a explicarnos por qué. Como en el juego de la papa caliente, todos los “factores” involucrados pasan la bola con una habilidad sorprendente, aunque no convincente. Es bueno decir que la Revolución no “forjó” al intermediario, que tampoco es una de esas invenciones surrealistas del “Período Especial”. En 1909 el doctor Gastón A. Cuadrado nos decía lo siguiente sobre el problema de la alimentación en Cuba en un artículo que título “Un problema sin resolver” y que por su claridad reproduzco en extenso:
“Los fruteros cubanos operan por su propia cuenta, aislados, como si cada uno perteneciera a una tribu distinta, sin tener los rudimentos de la selección, ni remotas esperanzas de mejora, como si el inmenso progreso realizado en otras naciones les hubiese llegado por generación espontánea, como si estuviesen condenados a la miseria perpetua. En lo único que operan como un solo hombre es en traer sus frutas al mercado y ponerse en manos de los encomenderos, que los explotan, haciendo a los encomenderos cada vez más ricos, mientras ellos quedan cada vez más pobres.
En este asunto de la producción de frutas el pueblo cubano se halla peor que en las islas más remotas del océano Pacífico.
Un ejemplo tomado de la vida real diaria nos demostrará el estado actual de la parte económica de la producción. De una finca a ocho millas de La Habana, con magnifica carretera y abundante tráfico, un agricultor corta 300 aguacates, los embala, aunque mal, y los envía al mercado de esta ciudad, siguiendo los trámites ordinarios. A los tres días, deducidos los gastos de conducción y venta, el agricultor recibe como valor neto de su producto cuarenta centavos. Por esos mismos días el ciudadano de La Habana que deseaba comprar un aguacate le costaba diez centavos. Será muy dudoso que haya quien nos pruebe que esta enorme desproporción sea exagerada en el mercado de frutas de la República.
Tal es la situación media en que se encuentran el productor y el consumidor cubano.
En realidad, la familia de la clase media cubana no puede satisfacer su apetito tomando la sabrosa fruta del país, con excepción de los mangos; y para eso en una época del año que en cada ciudad no pasa de quince días. De las demás frutas no puede gustar, sino al modo de los discípulos de Jesús que le siguieron para escuchar el sermón de la montaña.
Y es que aquí, hasta los políticos que se llaman liberales, y aún radicales, todavía se hallan apegados al régimen colonial, y todavía está esculpido en las costumbres el sistema esclavista: arriba, imposición y arbitrariedad; y abajo, servidumbre y servilismo.
La producción y consumo de frutas en la República no ha de ocupar el puesto que le corresponde, mientras los funcionarios públicos no se compenetren de que ellos son los dependientes y servidores del pueblo, y entonces lo primero que han de hacer es establecer en cada ciudad una plaza de mercados de frutas donde los productores puedan exponer directamente a la venta su mercancía y conservarla sin gasto ni contribución alguna y donde se prohíban los intermediarios.
La protección a la Agricultura no se hace con palabras ni promesas ni leyes insulsas, sino con medidas de gobierno que contribuyan a abaratar la vida, faciliten los medios de producción y coloquen al mercado en condiciones ventajosas para el productor y el consumidor”.(5)
Como se ve, el desafío no es nuevo, y es precisamente eso lo que hace más lamentable la situación. En 1909 el problema de la alimentación en Cuba era ya un “problema sin resolver”, y más de un siglo después, los cubanos seguimos sin encontrar la fórmula que nos permita realizar esa extemporal promesa martiana de “con todos y para el bien de todos”.
III
Las fallas contemporáneas en la seguridad alimentaria del país se inscriben dentro de un marco histórico en el que “la producción sostenible de alimentos, semillas y alimento animal constituye la más elemental de las prioridades establecidas por el gobierno de Cuba y la FAO”, de acuerdo con el programa de trabajo implementado por ambos organismos para el período 2013-2018. Acuerdo que busca garantizar la disponibilidad alimentaria suficiente para cubrir las necesidades básicas de la población cubana.6 El logro de este primordial objetivo supone cambios estratégicos en los esquemas de producción dominantes en el país. Según estadísticas oficiales, en 2013 la producción de alimentos disminuyó en un 20 por ciento, en la misma medida que se encarecieron los alimentos que el país importa para sostener la balanza nutricional. Aunque la situación del país dista de ser comparable con la de muchas regiones del mundo en las que la malnutrición y el hambre es endémica, importa no solo monitorear los problemas que existen en nuestra cadena de producción y distribución de alimentos, desterrar de una vez la incompetencia y la corrupción al por mayor entre otros problemas, sino además vigilar el desarrollo de condiciones que reflejan un aumento de las desigualdades sociales en el acceso a los recursos de subsistencia.
El Informe Central al VII Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC) reconoce algo que los cubanos conocemos de sobra, que “los salarios y pensiones siguen siendo insuficientes para satisfacer las necesidades básicas de la familia cubana”,(7) y que la solución a esa realidad pasa por un aumento de la productividad y la eficiencia de la economía nacional. La reducción de los precios en el entorno de un 20 por ciento en las cadenas de Tiendas Recaudadoras de Divisas (TRD) y el mercado paralelo del MINCIN para un grupo de productos seleccionados, sobre todo alimentos, constituye una medida discreta e insuficiente. Sobre todo si tenemos en cuenta que los ingresos familiares promedios se han mantenido congelados en los últimos años y en igual fecha el valor de no pocos alimentos ha subido considerablemente.
Ahora bien, la seguridad alimentaria no es solo cuestión de multiplicar los panes y los peces. El crecimiento macroeconómico de una nación no garantiza por sí mismo una dieta adecuada a cada uno de sus habitantes. Si algo enseña la historia moderna del hambre y la malnutrición, es que ha estado ligada a la persistencia de profundas desigualdades sociales. Incluso en los países con un PIB alto, la desigualdad social ha crecido de manera espectacular en las últimas décadas, hecho que una parte de su población paga con restricciones importantes en materia de alimentación. Nos encontramos así en un planeta con grandes vertederos de alimentos y una parte de su población padeciendo enfermedades producidas por la sobrealimentación, situación que contrasta con otra: la de millones de cuerpos víctimas de una infranutrición endémica. En el umbral del XXI el distópico mundo de The Hunger Games no está muy lejos de la realidad que vivimos. De hecho, podemos hilvanar con precisión un relato moderno de muertes prematuras entre la famélica existencia de Oliver Twist y la espectacular rebelión liderada por la no menos hambrienta adolescente Katniss Everdeen contra los poderes de la futurista Panem.
Ninguna conquista está a salvo de su pasado, ninguna revolución es irreversible. La historia no es lineal y progresiva, y la persistencia parece ser más fuerte que los cambios en el decurso de las sociedades. El problema de la alimentación en Cuba todavía no es pan comido. Es por ello que, de cara a las transformaciones en curso, generar condiciones de igualdad para el consumo de alimentos saludables se nos revela como uno de los más importantes desafíos. Máxime, cuando las brechas sociales abiertas en el contexto de la crisis subsiguiente a esa singular etapa de nuestra historia (que se ha dado en llamar “Período Especial”), amenazan con normalizarse y abrirse paso dentro de las transformaciones socioeconómicas que vive el país.
Notas:
1. Oficina Nacional de Estadísticas, Anuario Estadístico de Cuba 2014, La Habana, 2015.
2. Lisandra Díaz Padrón y Rachel D. Rojas, “Agricultura en Cuba: ¿Dónde está la papa?”, Cubadebate, consultado enhttp://www.cubadebate.cu/opinion/2014/03/10/agricultura-encuba-donde-esta-la-papa/#.Vw6G6vmLS1s, 10 de marzo de 2014.
3. “Las lluvias dañan las papas en Cuba”, FreshPlaza. Noticias del sector de frutas y verduras, consultado en:http://www.freshplaza.es/article/95227/Las-lluvias-da%C3%B1an-las-papas-en-Cuba, 13 de abril de 2016.
4. “Llamamiento del Buró Nacional de la ANAP a cooperativistas, campesinos, familiares, trabajadores y cuadros de la organización”, Granma, 11 de enero de 2016.
5. Gastón A. Cuadrado, “Un problema sin resolver”, Vida Nueva. Revista mensual de Higiene y Ciencias Sociales, La Habana, Año. 1, No. 7, agosto, 1909, p. 113-114.
6. Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, Panorama de la Inseguridad Alimentaria en América Latina y el Caribe. La región alcanza las metas internacionales del hambre, FAO, 2015, p. 44.
7. “Rebajan precios de alimentos para incrementar capacidad de compra del peso cubano”, Cubadebate, 21 de abril de 2016.
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