Eileen Sosin Martínez • 9 de enero, 2018
LA HABANA. Siempre terminamos hablando de lo mismo: la política, la economía, “la situación”. Cambian los nombres y las caras, en diferentes grupos; pero no cambia el tema. Invariablemente, como insecto que vuela a quemarse en el bombillo, acabamos analizando “cómo está la cosa”.
Sin embargo, últimamente nuestro asunto favorito se ha desplazado en el orden del día. Sucede que algunos de mis amigos, profesionales jóvenes la mayoría, se están dedicando a eso de viajar y traer “mercancía”, para venderla después.
Así realizan dos nobles aspiraciones: ganar algún dinero extra, y descubrir lo que hay después del mar. En buena ley, son metas universales, humanas, viejas como el tiempo. No obstante, sobre ellos también se cierne el eterno pasar trabajo, ese que parece nuestro más persistente karma nacional.
El proceso –kafkiano igual que aquel- comienza con un meticuloso estudio de mercado. Sondear la demanda, precios, tipos de artículos; y luego ajustar eso a un estimado de peso y valor en Aduana, supone una compleja habilidad que muchos desconocían tener, hasta que lo hicieron por primera vez.
Paralelamente, deben obtener el visado, si corresponde. En los sitios web de algunas embajadas, la sección para reservar entrevistas permanece cerrada, y cuando abren, se corre la voz de tal manera que resulta casi imposible acceder. Y desde una wifi pública, más imposible todavía. Por eso, otros con Internet suficiente cobran, pongamos, unos 50 CUC, por el mero favor de sacar el turno.
Si todo sale bien, uno recibe mensajes como este: “La buena noticia es que me dieron la visa, lo jodido es q x 6 meses lo q c/ entradas múltiples. Voy en octubre, ya saben, listas cortas jajaja”. No es nuevo que los amigos viajeros se conviertan en proveedores de chucherías y cosas importantes (chocolates, condones “de-a-fuera”, medicina, un disco externo, un celular…).
Del otro lado ya los esperan. Dayana cuenta que en México hay un lugar nombrado Tepito, una especie de feria enorme y variada —y peligrosa— donde suelen comprar los paisanos. “Bienvenidos cubanitos”, se leía en la puerta de una tienda. Por su descripción, yo me lo imagino como La Cuevita del D.F.
Dicen que el Zócalo deviene punto habitual de encuentro, y que al primer vistazo se puede identificar a los que están “en la lucha”. Dicen que si tienes una mano de Orula te tratan con más respeto, porque los mexicanos saben de mambo y de santería igualito que los cubanos, o casi.
Los dos últimos días de su estancia, Dayana se quedó en un hotel de mala muerte (once dólares la noche), también frecuentado por los coterráneos. Aunque claro, existen otros más costosos para quienes los paguen.
Alejandro fue a Panamá acompañado, pues se supone que en grupo la travesía es más segura, además de que se ayudan entre sí con las compras. Y juntos la pasan mejor, por supuesto. Pero con todo y triquiñuelas, los cubanos —mil veces sabichosos— pueden terminar como el cazador cazado. Esa parece la moraleja de un reciente caso de estafa.
En el grupo de Alejandro iba un muchacho ex-trabajador de la Aduana. El Hombre Llave, le llamaban los demás; el conocedor del abracadabra que los haría cruzar ilesos por las puertas de la Isla. Porque aun si lo traen todo en regla, volver llenos de bultos y realizar la bendita primera importación del año, siempre resulta complicado y estresante.
Alejandro utiliza una coartada maestra. Para despistar se disfraza de businessman: camisa de mangas largas, afeitado perfecto, gafas Ray-Ban, perfume matador. Su personaje es un cubano adinerado que vive “allá”, y ahora viene con regalos para la familia.
Llegado el momento, regala piropos a las aduaneras. Por ejemplo, dice: “no seas mala chica, con esos ojos tan lindos que tú tienes”. Si ella sonríe y le devuelve la zalamería, Alejandro sabe que ya ganó. Personalmente prefiere los vuelos después de medianoche, porque a esa hora los funcionarios de Aduana están cansados.
Vender constituye la recta final, un tramo fatigoso donde los merolicos transnacionales abastecen a los merolicos domésticos, o directo a los clientes. El saldo neto serán unos 300 CUC, con suerte 500; y la aventura que para muchos significa montar en avión o en metro, comer fresas o carne de res.
Apuesto que las autoridades cubanas conocen estas historias. Saben, además, que seguirá ocurriendo, porque padecemos lo que algún economista llama “demanda acumulada”; porque la escasez está a punto de transformarse en endémica. (Ojo, perseguir el papel sanitario o el picadillo conspira contra el pensamiento estratégico; la supervivencia nos roba perspectiva.)
Entonces, ¿cuán descabellado sería reconocer este mercadeo como actividad económica legal? El Decreto Ley 162, “De Aduanas”, establece en su Artículo 49: “Podrán efectuar importaciones y exportaciones comerciales las personas naturales y jurídicas autorizadas a estos efectos por el Ministerio del Comercio Exterior”.
En teoría, mientras más bienes de uso y consumo entren al país, se erosiona un poco la corteza pétrea del bloqueo. Esa “pacotilla” —tan fea palabra— representa más champú, más ropa, más televisores y computadoras para el pueblo cubano. ¿O no? Y eso, hasta donde se permite. Pues si dejaran importar tractores para la agricultura, tractores traería la gente.
Veamos un ejemplo. Las TRD venden en 24 CUC una cajita con cuatro repuestos de máquinas de afeitar Gillette Venus. Dayana trae de México esos mismos repuestos y los vende a 2.50 CUC cada uno, o sea, cuatro costarían 10 CUC.
Imaginemos por un minuto qué grande sería comprar lo que sea rebajado por encima del 50 por ciento. Imaginemos, de paso, si ese descuento se consiguiera aplicar a productos más necesarios.
Mientras el bloqueo dure —como parece que durará— hay otras cosas que podemos desbloquear.
Foto de portada: Raquel Pérez.
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