No somos un pueblo elegido, somos un pueblo que elige, y al hacerlo nos dispensamos de la necesidad de buscar a alguien ajeno a nosotros mismos para que nos legitime. Como pueblo que elige, también decidimos quién nos pertenece, más allá del accidente geográfico donde ha nacido. Porque ser cubano no es virtud, si no se acompaña del compromiso de ser justo y, desde esa condición de ser justo, ser útil. Es en ese sentido que cubano virtuoso se hace, no se nace, y su proceso de hechura, que es individual y es colectivo, dura toda la vida. Es un proceso dialéctico.
Nos acusan de dogmáticos aprovechándose de nuestras propias carencias y nos venden lo antidogmático como lo contrario a la Revolución. En su discurso, ellos son el avance, nosotros, el retroceso. En realidad, el dogmatismo contemporáneo que signa nuestra época no proviene de nuestro bando, ocurre que el imperio capitalista sabe muy bien cómo disfrazarlo.
El capitalismo no es hijo de los dogmas en que dice sustentarse, sino lo contrario: los dogmas que eleva a verdades absolutas son hijos del capitalismo. Los dogmas son aparcados convenientemente si su aplicación no funciona a la reproducción de los actores favorecidos del sistema. Dogmas que son rescatados convenientemente cuando todo ya está otra vez en orden. Es así que la sacrosanta democracia burguesa es sacrificada sin mucha ceremonia cada vez que sus mecanismos no les son suficientes; la mano invisible del mercado es sujeta en su acción si se hace necesario rescatar a los bancos; la libertad competitiva restringida, si China muestra ventaja en aumento. Seamos honestos, la burguesía y sus representantes no creen en los dogmas que le venden al público, su dogma esencial y único es su reproducción a contrapelo de todo lo demás.
Si bien el sistema en última instancia intenta garantizar su reproducción al margen de los individuos, este es solo un recurso de última instancia. Mientras tanto, la clase que detenta el poder y sus sucedáneos están formados por seres humanos concretos, con pasiones, necesidades, vanidades y virtudes, que se aferran al instinto de sobrevivir y no están inclinados al sacrificio individual en el altar del bien de su clase como un todo. Es el conjunto de sus pares quienes le imponen, la más de las veces, repitiendo el axioma mafioso de is not personal, el sacrificio en función de su colectivo.
A ese egoísmo individual concreto, consustancial a los valores que promueve, y los miedos que provoca, apelaba Fidel cuando en su segundo discurso en la onu les recordaba que en un holocausto mundial el burgués sería quien más tendría que perder en el mundo. Fidel, tan temprano como en 1979, desde la tribuna neoyorquina de la Asamblea General, hacía un llamado a que los culpables del desastre social y ecológico terrestre comprendieran que el futuro, de seguir este camino, conduciría a un escenario catastrófico para todos, independientemente de su clase social. Y los ricos se lo toman en serio, pero no con el sentido de responsabilidad colectiva que el Comandante en Jefe invitaba.
EL ORDEN CAPITALISTA Y LA BURGUESÍA
Según reportó el New Yorker hace dos años, el número de personas millonarias que hacen preparativos serios para resguardarse en caso de un holocausto está creciendo. Steve Huffman, Antonio García Martínez, Tim Chang, Marvin Liao, Peter Thiel, Reid Hoffman tienen todos dos cosas en común: se han hecho muy ricos en el mundo tecnológico, y se han tomado muy en serio prepararse para sobrevivir una catástrofe global. Desde apilar reservas de agua, comida y otros productos vitales, adquirir porciones de tierra en lugares apartados, islas sin habitantes o comprar arsenales para armar guardias privados que los protejan si un caos apocalíptico sobreviniera, todas las medidas apuntan a la sobrevivencia personal sin importarles un comino el resto de los billones de habitantes del planeta. Y no son los únicos. Incluso hay un privado y exclusivo grupo en Facebook donde comparten preparativos y coordinan qué acciones tomar.
En julio de 2018, el profesor Douglas Rushkoff, especialista en tecnología y medios, fue invitado a dar una charla sobre el futuro de la tecnología a los que el suponía serían cerca de cien banqueros. En vez de ello, lo sentaron en un salón donde cinco hombres que describe sin más detalles como superricos, lo sometieron a un interrogatorio en forma. El punto de interés: qué hacer en el escenario de un posible apocalipsis. Preguntas como: ¿cúal lugar de la Tierra sería menos impactado por el cambio climático y dónde valdría la pena comprar tierras para refugiarse?, ¿cómo mantener la autoridad sobre un ejército privado en caso de que ocurriera un evento catastrófico?, ¿qué medios de pagos serían efectivos para mantener la lealtad en tal caso?, ¿podrían usarse robots para tareas de protección?, ¿cómo proteger almacenes de alimentos de manera segura para usarlos como medio de control?, ¿pueden usarse collares electrónicos como medio para controlar a sus subordinados?, ¿puede la conciencia ser «descargada» en máquinas para, una vez que se recupere el planeta, subirse otra vez en otro cuerpo humano? Frente a toda esta avalancha de preguntas, el profesor les preguntó si no sería mejor preocuparse por evitar un escenario apocalíptico tratando hoy, de manera justa, a la mayoría de los seres humanos, y de manera sustentable al ambiente, la respuesta que recibió fue el escepticismo. Ellos «no estaban interesados en cómo evitar una calamidad», la consideraban inevitable y en su esquema mental, un cambio de paradigma social no cabía. La alternativa, como la describe Peter Guy, un periodista financiero que solía ser banquero internacional, es hallar una tierra, como Nueva Zelanda, «lejana de la descripción de Marx del final del capitalismo y la persecución de la burguesía».
Para ellos, el orden capitalista es insuperable, no importa si nos conduce al holocausto humano. La burguesía, no lo dudes, ve más viable un escenario de Elyseum que salvar al planeta y sus habitantes, si esto último significa sacrificar sus privilegios. He aquí un dogma profundo, si es que hay alguno más poderoso.
Pero no hay que irse a visiones, en apariencias, tan extremas, y distópicas, para percatarse de la inevitable visión misantrópica de la burguesía. Estallada la burbuja inmobiliaria en el verano de 2007, resultado de la especulación de-senfrenada aupada por la desregulación bancaria, y puestos a buscar causas que hubieran podido ser evitadas, quedó claro para los académicos, analistas y políticos, que las señales de lo que se avecinaba habían estado allí, para ser vistas por todos los actores de la industria financiera, centro del poder capitalista actual. Confrontados con esta idea, ¿por qué no se trabajó para evitarla? La respuesta más sucinta la dio un funcionario anónimo: «Mientras sonara la música, había que seguir bailando». Y en parte tenía razón. Cuando la música paró (resultó que solo para cambiar a otra pieza), y el mercado colapsó, el Gobierno de EE.UU.. inyectó, sacados de los impuestos a los contribuyentes, más de 600 000 millones de dólares a los bancos, responsables en primera instancia del problema, mientras se estima que uno de cada 248 propietarios de casas en EE.UU. recibieron notificaciones de liquidación o desalojo por deudas impagadas. Directivos de bancos responsables de la crisis, recibieron bonos millonarios de fin de año cuando aseguraron las «ayudas» estatales. La burguesía como clase es incapaz de ver más allá de sí misma. He aquí un dogma profundo, si es que hay alguno más poderoso.
Quebrar dogmatismos disfuncionales
Puestos a mirarlos desde la visión de Thomas Kuhn, el filósofo de las ciencias, los dogmas quizá sean un mecanismo inevitable en el desenvolvimiento humano. Se trata de los paradigmas que sostenemos demasiado en el tiempo antes de hacerlos trizas, resultado del peso acumulado de las evidencias.
El dogma de la propiedad privada ha durado más de 20 siglos, cambiando de justificación y forma, y comparado con él, cualquier culpa dogmática que arrastramos los revolucionarios, y las arrastramos, son tan jóvenes que apenas llegan a la centuria. Esto no quiere decir que el dogma de la propiedad privada no haya sido útil, lo ha sido sin duda, con sus transformaciones, en el desarrollo humano, pero ya no, ya amenaza no solo la supervivencia del ser humano, sino de todo el planeta. En ese sentido, nos oponemos, en nuestra pretensión de eliminar la explotación del ser humano por otros seres humanos, al dogma más antiguo de la Historia no por dogma, sino por disfuncional. Luego, el problema fundamental de nuestra praxis no es el dogmatismo, por más que lo hemos padecido, sino la inmadurez. Si algo ha caracterizado a las revoluciones sociales del siglo XX, hasta el XXI ha sido su talante antidogmático: ninguna revolución se ha parecido a otra y los moldes se han hecho solo para durar hasta la próxima revolución que los desbarata.
Eso, claro está, no justifica nuestras propias carencias y rigideces, solo nos permite darles perspectiva, en un contexto más general. El dogmatismo disfuncional siempre tiene un precio que pagar y lo pagan, por lo general, personas concretas y su entorno. Para ellos, no es cuestión de perspectiva, sino de justicia. Más aún, si no superamos los dogmas que no funcionan, pereceremos en el intento. En ser antidogmáticos nos va la vida.
Pero de ser cierto, la ruptura del paradigma no ocurre dando un salto al pasado, a un dogma vencido, sino buscando cómo seguir hacia delante. Cuba hoy está en el proceso de ruptura de un paradigma agotado, pero nuestra ruptura antidogmática no puede ser el retorno al capitalismo, sino a otro orden que nos permita avanzar más hacia la consecución de una sociedad más justa. Continuar superando a la burguesía en su expresión imperial y a sus protoaspirantes del patio, es la manifestación práctica de esa aspiración de avance. Continuidad es, desde este ángulo, un llamado a quebrar nuestros propios dogmatismos disfuncionales, a la vez que mantenemos la aspiración de conquistar el cielo, ya sea por asalto o por aproximaciones, heroicamente sucesivas.
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