La subida del salario mínimo a 900€ brutos al mes (en realidad son 1.050€, dado que se trata de 14 pagas anuales) en nuestro país al inicio de 2019 representó un aumento muy considerable, del 22.3%. Tras su anuncio hubo un tímido debate sobre sus posibles efectos, con estimaciones elevadas de destrucción de empleo por parte del Banco de España (unos 150.000 empleos) y algo menores del BBVA (unos 60.000). Por otra parte, a los seis meses de su entrada en vigor, una representante del Ministerio de Trabajo llegó a pedir al Banco de España que asumiera su error de predicción, eso sí, sin aportar evidencia cuantitativa alguna.
En este blog le hemos dedicado muchas entradas a este tema a lo largo de la última década (por ejemplo, esta de 2014) y también lo hemos hecho esta vez. Les recomiendo esta y esta entrada de Florentino Felgueroso y Marcel Jansen, por los datos y argumentos que aportan. Por otra parte, varios de nuestros colaboradores, como el propio Marcel o Juan F. Jimeno, están activos en Twitter, aportando evidencias y argumentos al respecto, recibiendo críticas y respondiendo a sus críticos. Dios se lo pague.
¿Qué tipo de debate hay, entre economistas, en otros países? Déjenme contarles el caso de Estados Unidos. Allí en 2014 el Congreso y el Senado votaron una ley que elevaría el salario mínimo de 7.25$ a 10.10$ (un 39%) de forma escalonada a lo largo de tres años. A principios de ese año se publicaron dos “cartas abiertas”. En la primera, promovida por el Economic Policy Institute, más de 600 economistas académicos (entre ellos 7 premios Nobel) apoyaban decididamente la medida. En la segunda, promovida por la Asociación Nacional de Restaurantes, más de 500 economistas (incluyendo 4 premios Nobel) se oponían a ella. Al final no se aprobó, por el veto del Partido Republicano.
Agua dulce y agua salada
En un artículo de hace unos años, Donal O’Neill investigó si la diferencia de posturas estaba correlacionada con algunas características de tales economistas. En EEUU hay una vieja división de departamentos de economía entre los de "agua dulce" (cerca de lagos) y "agua salada" (cerca de océanos), según la cual los primeros adoptan posturas económicas más liberales y los segundos son más socialdemócratas. El paradigma de los primeros es la Universidad de Chicago.
O'Neill recopiló los datos de casi mil firmantes de esas cartas abiertas (943), es decir un 70% del total, de los que el 56% estaba a favor de la medida. Una primera evidencia sobre la supuesta división acuática puede verse en el siguiente mapa, en que el color rojo representa el apoyo a la subida del salario mínimo y el verde la oposición al mismo. Cada universidad está representada por un gráfico de tarta, con porciones relativas pro y contra, y el tamaño es proporcional al número de firmantes de esa universidad. He indicado la situación de Chicago en el mapa.
El mapa sugiere, en efecto, la existencia de dos zonas de apoyo en las costas atlántica y pacífica, y una zona central de oposición. Para contrastar más formalmente esta hipótesis, O’Neill emplea la distancia en kilómetros desde la universidad donde trabaja cada firmante hasta la Universidad de Chicago. Entonces estima una ecuación para la decisión de apoyar o no la subida del salario mínimo en función de esa distancia (para entendidos, un modelo probit).
O'Neill obtiene que, en promedio, un economista que trabaje a mil kilómetros de Chicago tiene una probabilidad un 6.3% mayor de apoyar la medida que uno que trabaje en esa ciudad (esa es la distancia aproximada desde Harvard y MIT hasta la Universidad de Chicago). Cuando añade en su estimación otras características de los economistas, el efecto cae un poco, hasta el 5.5%.
Por otra parte, el autor encuentra otras correlaciones interesantes. Los hombres son un 30% menos favorables que las mujeres a la subida del salario mínimo y quienes obtuvieron su doctorado fuera de EEUU son un 36% más favorables que el resto. Por áreas, los economistas laborales son un 38% más favorables que los del resto de áreas de investigación y los de finanzas un 52% menos favorables.
Por último, siguiendo una cita de Keynes (apócrifa), cabría esperar que las posturas de los economistas cambien cuando cambian los datos. Los resultados empíricos sobre el efecto de las subidas del salario mínimo empezaron a cambiar a partir de un famoso artículo de David Card y Alan Krueger, que no encontró un efecto negativo de la elevación del salario mínimo en 1992 sobre el empleo poco cualificado. Así que O’Neill contrasta si los economistas de distintas áreas cambiaron su postura si se doctoraron a partir de 1990, encontrando que solo lo hicieron, a favor, los economistas laborales.
La ideología y los economistas
Entonces, ¿podemos concluir de este estudio que las posturas de los economistas sobre las políticas económicas están determinadas por su ideología? En alguna medida sí (argumenté en este sentido hace años, aquí). Estudiar un doctorado en una universidad de agua dulce o de agua salada parece estar correlacionado con la opinión que se tiene sobre los efectos del salario mínimo. Ciertamente no podemos hablar de causalidad, solo de correlación (podría ser, por ejemplo, que quienes tienen posiciones socialdemócratas prefieran estudiar en las universidades de las costas más que quienes son liberales). Por otra parte, la evidencia empírica cuenta: la posición de los economistas laborales, que son los especialistas en la materia, ha cambiado cuando los resultados empíricos cambiaron.
Más allá de esta vaga relación, una razón de fondo que explica la diversidad de posturas es, a mi juicio, que la evidencia empírica es mixta: hay estudios rigurosos de economistas muy solventes que encuentran efectos tanto positivos como negativos del salario mínimo sobre el empleo. Esta disparidad puede depender del tamaño del aumento, de la población afectada, de la situación cíclica de la economía, etc. Aunque se intenta siempre tener en cuenta estos factores, no siempre puede hacerse perfectamente.
Por otra parte, es muy difícil estimar bien los efectos del salario mínimo. Si nos fijamos en el caso del empleo, muchos de los estudios los estiman con datos individuales de empresas, por lo que la estimación se refiere a ese nivel (microeconómico). Pero en general habrá efectos agregados (macroeconómicos) de difícil calibración. Los defensores de las subidas del salario mínimo argumentan que estas permiten elevar el consumo de los trabajadores beneficiados, generando un aumento de la actividad económica que compensaría cualquier pérdida de empleo, mientras que los detractores señalan que otros trabajadores perderán su empleo o no serán contratados y por ello su consumo caerá o no subirá, lo que neutralizará cualquier efecto agregado positivo sobre la demanda y por tanto el empleo. Además, hay otras dimensiones potencialmente afectadas por el salario mínimo aparte del empleo y el consumo, como son los salarios del resto de trabajadores no afectados directamente por el salario mínimo o la desigualdad salarial y de renta.
La falta de evidencia concluyente es común en muchas áreas de la economía; de hecho esa disparidad es un motor importante para estimular la investigación. Pero cuando se trata de un asunto con tantas implicaciones sociales, es más fácil que se tienda a dar más peso a posiciones ideológicas.
Concluyo. Muchos economistas saben o sospechan que David Card es un economista de izquierdas. Igual que muchos saben o sospechan que David Neumark, quien escribió un influyente artículo que pretendía rebatir el de Card y Krueger sobre el salario mínimo (y luego ha estudiado este asunto a menudo) es un economista de derechas. ¿Ha perjudicado esto a su reputación o al avance de la ciencia? No lo creo. Su reputación se basa en la calidad de su investigación. Y es probable que la motivación de los economistas de uno y otro lado haya contribuido a fomentar el debate y a elevar su calidad. De hecho, el artículo sobre el salario mínimo supuso un gran salto cualitativo en las técnicas y los estándares de la investigación empírica en economía, como tan bien explica en esta entrada Climent Quintana-Domeque, en homenaje a Alan Krueger.
Por tanto, lo que cabe esperar en el debate sobre políticas públicas es que cada uno defienda su postura con los argumentos y la mejor evidencia que pueda aportar, siendo esta analizada a fondo, de forma crítica y científica, por otros economistas. En EEUU el debate acerca del salario mínimo ha seguido ese patrón y pienso que ha sido muy fructífero. Un caso similar es el de los efectos de la inmigración, con David Card debatiendo en este caso con George Borjas. Este me parece un enfoque más creíble y fructífero que el de pretender que los economistas no tenemos ideología y nos sometemos al dictamen de los resultados de nuestros asépticos estudios científicos.
Créanlo o no, los economistas españoles no somos todos de extremo centro. Quizá sea hora de reconocerlo. ¿Por qué? Porque, aparte del escaso rendimiento profesional que tiene para los académicos participar en el debate público, es plausible que el temor a ser encasillado en uno u otro bando esté inhibiendo esa participación en alguna medida. Lo dejo como tarea de reflexión para las vacaciones.
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