Por Juan Torres
¿Por qué se dice que el gasto público ayuda a mejorar en los malos
momentos de la economía y evita que esta empeore cuando va bien?
Una de las virtudes que tiene el gasto público
es que ayuda a estabilizar la economía. Como veremos, la actividad económica
suele avanzar a lo largo del tiempo a base de subidas y bajadas que van conformando un ciclo económico, es
decir, una sucesión de etapas buenas con otras malas (algo tan antiguo que ya
en la Biblia se hablaba de siete años de vacas gordas y otros siete de vacas
flacas).
Pues bien, el
gasto público tiene la virtud de que, en las etapas malas de
la economía (las llamadas recesiones), permite que ésta mejore, y en las etapas buenas, al revés.
Cuando
la economía se encuentra en una de estas fases de mal funcionamiento, en una
fase recesiva, los empresarios perciben malas expectativas de ventas y
beneficios, y la inversión se reduce, con el subsiguiente efecto multiplicador
negativo sobre la renta global de la economía.
Además, los hogares perciben que las cosas
no
van
bien,
y
también suelen disminuir su consumo
para así disponer de recursos en un futuro
que ven con temor. Y ambas circunstancias harán que caigan
no sólo las ventas y el
empleo, sino también las rentas, de modo que los hogares y las familias entran
en una espiral negativa, en una especie de círculo vicioso que se autoalimenta
para ir a peor. Pero en esos momentos, el gasto público actúa
incluso automáticamente, sin
necesidad de que
los gobiernos tomen decisiones al respecto.
Así,
en cuanto las expectativas empeoran y comienzan a producirse despidos,
automáticamente se conceden subsidios a las personas
desempleadas, o ayudas a los hogares en donde haya personas sin ingresos;
asimismo, al disminuir la renta, bajarán también algunas obligaciones
tributarias de las personas o empresas en peores condiciones. Se produce de ese modo un incremento automático del gasto público
que permite poner renta en manos de esas personas, lo
que se convierte automáticamente en ingreso de las empresas que van a poder seguir
vendiéndoles
bienes
y servicios.
Esos gastos que se toman sin ni siquiera necesidad
de que los decidan expresamente las administraciones o el gobierno se
llaman estabilizadores automáticos, porque
estabilizan la economía automáticamente, sin que sea
necesario adoptar decisiones discrecionales.
E
igualmente ocurre cuando la economía se encuentra en expansión. En ese caso,
las buenas expectativas pueden dar lugar a un efecto contrario: que los
empresarios sobrevaloren las posibilidades de realizar beneficios y que
aumenten excesivamente sus inversiones, o bien
que los consumidores eleven en exceso
su demanda de consumo en perjuicio del ahorro, generando así una presión
demasiado grande sobre la oferta que provoque subidas indeseables y negativas
en los precios.
En
esta situación, al igual que en la recesión pero con un sentido claramente
contrario, también aparecen estabilizadores automáticos: sin que nadie tenga
que tomar la decisión, disminuyen las ayudas y aumentan los impuestos a medida
que aumenta la renta de los sujetos.
Y,
naturalmente, junto a estas acciones
automáticas, el sector público puede tomar las discrecionales que considere
oportunas para mejorar la situación económica.
En definitiva,
los economistas decimos
que el gasto
y el ingreso públicos tiene un efecto «contra el ciclo»
(contracíclico), aumenta (incluso automáticamente) cuando la economía va mal,
proporcionándole impulso, y disminuye (también incluso
automáticamente) cuando va bien, para que no se «recaliente».
Ésa
es la utilidad estabilizadora del gasto público, que es tanto más efectiva
cuanto mejor funcionen los estabilizadores,
porque entonces no será necesario que
tengan que intervenir decisores que puedan equivocarse o aprovechar la
situación para generar rentas a los grupos de presión.
La
crítica que siempre hacen los economistas y políticos liberales a la política
fiscal (que precisa de un buen número de empleados públicos para tomar
decisiones, así como de análisis complejos que no siempre es fácil ni barato
llevar a cabo) tiene bastante de razón a la luz de los hechos históricos. Pero,
siendo así, quizá se podría argumentar también que posiblemente no haya otra política con su capacidad para actuar tan eficazmente y con tanta
transparencia, y que los problemas
de «secuestro» que puede sufrir por parte de grupos de interés no son exclusivos de la política
fiscal, sino que igualmente pueden aparecer, y de hecho es fácil comprobar que aparecen, en las demás formas de intervención, o incluso de no intervención, cuando lo que buscan
esos grupos de interés es precisamente que les dejen actuar sin ningún tipo de cortapisas.
Así
pues, es cierto que esta función estabilizadora de la política
fiscal es delicada y no está exenta de riesgos e incluso de peligros. Debe llevarse a cabo en su justa medida, con
ponderación, en el momento adecuado y con la fuerza precisa, y no más ni menos,
porque, de no hacerse bien, se pueden generar efectos perversos o de rebote,
es
decir,
que
pueden
aparecer
problemas mayores que los
que
se
quiere
resolver.
Tanto
es
así
que
determinar la utilidad
de las intervenciones a
través de la
política fiscal (frente a otras
medidas, como las de la política monetaria, que analizaremos enseguida) es otro
de los grandes debates del análisis económico.
Finalmente,
a la hora de analizar el papel que la política fiscal puede desempeñar sobre la
economía, hay que referirse a otra crítica que suelen hacerle las corrientes liberales: si aumenta el gasto público se va a producir una
disminución del ahorro y la «expulsión» de la inversión privada.
Ésta
es una cuestión controvertida, ya que el resultado final depende, como casi
siempre ocurre en economía,
de bastantes variables y de
las complejas condiciones en las que
se desenvuelven los sujetos
económicos, y, más
concretamente, del tipo de gasto que se haga y de cómo se financie.
Si el gasto público
se financia a través de impuestos, resulta
evidente que los sujetos que hayan de cargar con estos últimos verán
reducida su renta, y, por tanto, es posible que baje su nivel de ahorro (en la
proporción que indique su propensión marginal al consumo, cuyo significado ya conocemos). Además,
en este caso se produce un efecto
redistributivo que puede ser muy
acusado si produce una pérdida de renta
concentrada en las rentas más altas, que son las que ahorran una mayor proporción de su renta. Sin
embargo, el ahorro general de la economía no tiene por qué bajar, o, al menos,
no en la misma magnitud que suben los
impuestos. Esto es así porque la bajada que se pueda producir en el ahorro como
consecuencia de la pérdida de renta que suponen los impuestos sobre la parte de
la población que los soporte se puede compensar (no totalmente, pero sí en alguna medida,
según las respectivas propensiones marginales a consumir) con el
incremento de renta ocasionado por el efecto multiplicador del
gasto, que, como veremos enseguida, es algo mayor que el de los impuestos.
Cuando se
financia con deuda
es cuando las
críticas del intervencionismo
fiscal son más fuertes, pero se puede
argumentar, por el contrario, que en este caso no tiene por qué producirse
disminución en el ahorro de la economía. Al aumentar el gasto, aumenta la renta con efecto multiplicador incluido (en mayor o
menor medida, según el grado en que se cumplan las condiciones
que ya analizamos anteriormente); y cuando
la
deuda es comprada por particulares, el ahorro no disminuye, sino que cambia de destino.
Si la deuda es atractiva
como para que los sujetos
reduzcan su consumo, lo que hace es aumentar;
y si la compran con el ahorro anterior,
éste no disminuye, sino que pasa de estar en unos activos a estar en otros
(bonos o letras del Tesoro, obligaciones del Estado, etc.). Es
más, el incremento del gasto público puede aumentar el ahorro, ya que,
lógicamente, el incremento de renta que produce va al consumo en una
determinada proporción (marcada por la propensión
marginal al consumo), pero no en su totalidad.
Si
la deuda se vende a los bancos, ¿podría ser que éstos dedicaran
entonces sus recursos a comprarla y redujeran la financiación al resto de la economía? Podría ser, pero en general es más realista
pensar que su oferta no depende de los recursos que tengan en
realidad, porque los bancos —como veremos más adelante— no prestan lo que
tienen, sino que tienen lo que prestan. Los bancos dejan de prestar si no encuentran
demanda de crédito solvente, y eso no depende de que
haya más o menos gasto público, sino de la situación general de la economía
(naturalmente, puede influir el hecho de que el gasto que se esté realizando se
haga ya con una deuda muy elevada e insostenible, o bien de modo ineficiente e irresponsable). En general, como hemos dicho ya
reiteradamente, lo cierto es que el gasto público (cuando se realiza bien)
proporciona ingresos a los sujetos
privados y, por tanto, oportunidades de negocio a las empresas. Y, por tanto, más ingreso y más
ahorro.
Por
último, si quien financia el gasto público es el banco central, lo que ocurre
es que hay un incremento neto de medios de pago, de ingresos en manos de los
sujetos a quienes se destina el
gasto. Mientras no suban los precios —algo que, como veremos en otro momento, no tiene por qué ocurrir —,
lo que se producirá al aumentar la renta es que subirá
también el ahorro (en la proporción que indica la
propensión marginal al consumo).
Además
de decir que el aumento del gasto público disminuye el ahorro (lo que, en
realidad, no tiene por qué ocurrir, como acabamos de ver), los economistas
liberales críticos con el intervencionismo fiscal afirman que al aumentar el
gasto público aumentará el tipo de interés, porque el Estado aumenta la demanda
de dinero, de medios de pago, al poner a la venta sus títulos de deuda. Y esa subida en los tipos de interés afecta
a la inversión, expulsándola, bien porque se hace más cara su financiación, bien porque
resulta más atractivo comprar deuda que llevar a cabo negocios productivos. Y también dicen que afecta
negativamente al consumo, que se hace más caro cuando se realiza a crédito.
Aunque en este último supuesto,
en todo caso, el efecto sería
el contrario al que se critica: el aumento en el gasto público ha aumentado el ahorro
que
permite
financiar,
por
ejemplo,
inversiones
públicas, las cuales no hacen sino poner medios de pago en manos del sector
privado.
Respecto
al posible efecto negativo del incremento del gasto público
financiado con deuda sobre la
inversión también se puede argumentar
que, como ya señalamos más atrás, no está ni mucho menos claro que la respuesta
de la inversión respecto a los cambios en el tipo de interés sea muy potente.
Más bien parece que no lo es, porque la inversión depende sobre todo, como ya
hemos señalado, de otros factores que inciden directamente en los beneficios
empresariales.
Además,
la experiencia (por ejemplo, la
reciente en diversos países de Europa, y en España en particular) demuestra
claramente que los incrementos en el gasto público y, en concreto,
en los tipos de interés a los que se coloca
la deuda pública no van parejos con los de los tipos de interés que
efectivamente se aplican en la financiación de la actividad
económica. Lo que en todo caso
hay que determinar, porque parece mucho más realista,
es cómo afecta un aumento del gasto del Estado financiado con deuda (es decir, el déficit
público) a los beneficios empresariales, que determinan en mucha mayor medida la inversión
de las empresas. Y en ese aspecto
se puede llegar a conclusiones bien distintas a las
que defienden los economistas liberales.
Ya
a finales de la primera mitad del siglo XX, economistas
poskeynesianos como Michał Kalecki y Jerome Levy, y luego otros de su
misma corriente de pensamiento, como Wynne Godley
o Hyman Minsky, han demostrado, por diferentes
vías y al tratar de analizar las causas de los grandes problemas económicos de
nuestra época, que los déficits públicos no tienen el efecto negativo sobre la
inversión que los liberales le achacan, sino que, por el contrario, pueden
impulsarla.
Recurriendo
a la identidad más básica del análisis económico y que nosotros ya conocemos (que el PIB medido por la vía del gasto o la demanda tiene que
ser igual al medido por la vía de la renta), Kalecki mostró que los beneficios
empresariales aumentan cuando aumenta la inversión, el endeudamiento de los hogares
y el del sector público, el consumo de los
propietarios del capital y el saldo entre exportaciones e importaciones.57
Es
evidente, según esta proposición que acabamos de hacer, que si aumenta el
déficit público no tienen por qué aumentar los beneficios empresariales
mecánicamente, porque pudiera ser que, al mismo tiempo, disminuyese el consumo de los propietarios
del capital, el endeudamiento de los hogares, la inversión o el saldo
exterior. Pero lo que sí indica la
proposición de Kalecki es que el
resultado de estas interrelaciones es complejo, y que no es correcto establecer
a priori conclusiones totalmente ciertas (como
hacen los liberales) sobre el efecto positivo que va a tener la evolución de cada una de las variables y, en este caso, del gasto público.
No se puede decir que sea inevitable que el gasto público expulse a la
inversión y disminuya el ahorro,
ni tampoco desechar de entrada la posibilidad de que el gasto público, e incluso el que es
financiado a través de deuda, genere más actividad por la vía de favorecer los
beneficios empresariales tras el incremento de renta que lleva consigo. Es más, es mucho más probable
que ocurra esto que lo contrario.
Citas
57. Aunque antes
anunciamos que en este libro no vamos a recurrir a demostraciones analíticas
que puedan suponer dificultades ni siquiera a los lectores con
menor
formación
económica
o
algebraica,
haremos
una
excepción para no dejar sin demostrar la afirmación sobre los determinantes de los beneficios, ya que
ésta no es asumible de forma intuitiva. La demostración, bastante fácil, es la
siguiente:
La identidad
macroeconómica elemental nos indica que el producto medido a través de la renta
debe ser idéntico al medido a través del gasto (una identidad simplemente
refleja aquello que ha de ser igual por definición).
Entonces:
PIB a través de
la renta ≡ Retribución del
trabajo después de impuestos (RTdT) + Beneficios de las empresas
después de impuestos (BEdT) + Impuestos
(T)
PIB a través
del gasto ≡ Consumo de los trabajadores (CT) + Consumo de los propietarios de las empresas
(Ce) + Inversión + Gasto público (G)
+ Exportaciones netas (X – M)
Como ambas expresiones son
idénticas, resulta que:
Retribución del trabajo después
de impuestos (RTdT) + Beneficios de las empresas después de impuestos (BEdT) + Impuestos (T) ≡
Consumo de los trabajadores (CT) + Consumo de los propietarios de las empresas
(Ce) + Inversión (I) + Gasto público (G) + Exportaciones netas (X – M)
Despejando:
BEdT ≡ [Ch – RTdT] + Ce + I + [G –
T] + XM
En donde: [Ch – RTdT] es el
saldo (ahorro o endeudamiento) de los
trabajadores y [G – T] el saldo (déficit o superávit) del Estado.
Por
tanto, cuanto mayor sea [Ch – RTdT] y [G – T], es decir, el
endeudamiento de los trabajadores o el déficit del gobierno, mayor será el
beneficio de las empresas.
Una
vía alternativa parte de otra identidad macroeconómica elemental entre el
ahorro y la inversión: (I ≡ A).
Como
el ahorro total es la suma del ahorro de los hogares (Sh), de las empresas (Se) y del gobierno (Sg) menos el saldo exterior
(X – M), resulta
que:
I ≡ Sh + Se + Sg – (X – M) (1)
Puesto que el ahorro de las empresas
es el beneficio después de impuestos menos los dividendos (es decir, Se = Bdt – D), podemos sustituir en (1) y
será:
I – Sh – Sg + (X – M) + D ≡ BdT
Es decir,
los beneficios empresariales son mayores cuanto mayor es el desahorro (Sh y Sg negativos) de los hogares y del
gobierno, siempre que el saldo
exterior permanezca constante.
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