Por Juan Torres López
¿Qué es el dinero,
qué formas tiene y qué funciones desarrolla
hoy día en la vida económica?
Si hay algo que cualquier persona
relaciona con la economía es el dinero.
Y
si hay alguna cuestión económica
que todo el mundo dice saber qué es
también se trata del dinero.
Pero, seguramente, no haya ninguna otra cuestión económica que haya sido
siempre tan mal entendida (aunque
la gente no sea consciente) como el dinero.
Quizá, como dice Galbraith, porque en el estudio del dinero
se emplea la complejidad «para
disfrazar o eludir
la verdad, no para revelarla».31 Tanto es así, que el político liberal inglés William E.
Gladstone, varias veces
primer ministro de
la reina Victoria,
dijo en un famoso debate parlamentario que la
especulación sobre la naturaleza del dinero ha hecho perder la cabeza a más
personas que el amor.
La
explicación que normalmente se da sobre la naturaleza del dinero y sobre la
función que tiene en la economía es sencilla y bastante conocida, incluso por
quienes no saben mucho de esta disciplina. Veámosla de forma muy resumida.
Cuando
se participa en un intercambio es necesario dar algo como contraprestación de
lo que se recibe. Y a la hora de hacerlo se puede actuar de dos maneras. Una es entregar un bien o un servicio
a cambio de otro bien o
servicio. Se actúa así en el llamado trueque, un sistema elemental de
intercambio que obliga a encontrar a alguien que desee lo que una persona tiene y que ofrezca,
al mismo tiempo,
justo lo que esa persona
desea. Por regla general, es
un procedimiento primitivo no muy útil cuando el comercio adquiere ya cierta
extensión.
Otra
manera de actuar en el intercambio se da cuando las personas que
intervienen en él tienen algo que los demás aceptan como pago porque saben que, a su vez, todas las demás también
lo aceptarán en otros intercambios. Ese algo es el dinero, es decir, cualquier cosa que
sea generalmente aceptada en una
sociedad como medio de cambio, para realizar los pagos y saldar las deudas.
Siempre
se ha creído que las primeras
manifestaciones del dinero
aparecieron precisamente para evitar ese sistema tan complicado que es el
trueque, pero los descubrimientos de los antropólogos nos dicen otra cosa.
Las monedas que ahora conocemos
como dinero se comenzaron a utilizar en la antigua Mesopotamia, pero como algo en principio
independiente del
intercambio de bienes
y servicios. Los reyes emitían
lo
que
ahora llamaríamos «monedas» como
expresión de su poder y como dádiva con la que premiaban a sus militares
o a otras personas a su servicio. Y como esas primitivas
monedas servían para pagar impuestos, poco a poco fueron utilizándose también en otros intercambios.
Esas monedas
eran generalmente de
metales preciosos, porque
así podían tener un alto valor en relación a su peso y ser fácilmente
divisibles y transportables. Eso es lo que ocurre preferentemente con el oro y la plata, y por eso se convirtieron en los materiales
en los que se acuñaban las piezas (monedas) que paulatinamente se fueron
generalizando como unidades de cuenta y como medios de
cambio en los intercambios, así como forma de
atesorar riqueza.
Sin
embargo, el uso como medio de pago de trozos de metales preciosos generaba
algunos problemas importantes. El principal es que esos metales tenían un precio como tales que
podía diferir del que tenían las monedas de ese material en un momento dado. Si el oro subía de precio porque escaseaba, por ejemplo, no compensaba
utilizarlo como moneda para el intercambio (porque se podía obtener
más beneficio fundiéndola y vendiéndola como oro). Y eso hacía que las monedas
«buenas», es decir, las que tenía un alto contenido de metal valioso,
desaparecieran, y que en los mercados sólo circularan las monedas «malas», las
que apenas tenían contenido metálico de calidad. Este fenómeno es conocido como ley de Gresham, y se enuncia
diciendo que la moneda mala desplaza a la buena.
Por
esa razón, poco a poco se fue generalizando el uso de monedas cuyo valor «facial» (el que
llevaban señalado al emitirse) era muy superior al del metal que contenían. Por tanto, si eran aceptadas era sólo porque había
confianza en que serían aceptadas por otros individuos, y no por su valor
metálico, puesto que en sí mismas no valían prácticamente nada.
De
ahí nació el llamado dinero
fiduciario (fiducia
significa en latín
«confianza»), que con el paso del tiempo no sólo estuvo formado por las
monedas sin valor como mercancía metálica, sino también por los billetes.
Estos
últimos son también una forma de dinero fiduciario que nació cuando los
orfebres comenzaron a extender unos vales o recibos como
reconocimiento de que una determinada persona había depositado una determinada
cantidad de oro o dinero metálico en sus cajas fuertes.
Poco
a poco, otros comerciantes empezaron a aceptar esos vales como medio
de pago, y así nacieron los «antepasados» de los billetes actuales, los cuales usamos a pesar de que en sí mismos
(como papel) tienen un valor ínfimo, muy inferior al que
representan.
Pero
esos recibos o vales no sólo dieron lugar a los billetes, sino también a una nueva actividad económica, la de los banqueros, y a otra forma de dinero algo más compleja que
descubrieron por vez primera los moralistas católicos de la Escuela de
Salamanca a finales del siglo XVI. El
jesuita Luis de Molina se percató de que esos documentos que emitían los bancos
para reconocer que una determinada persona
había depositado dinero en su caja se utilizaban como medio de pago y que los
bancos sólo guardaban en su caja una parte (una reserva o fracción) bastante
pequeña de todo el dinero depositado.
De
ahí dedujo Molina que esos papeles representaban dinero, porque servían para
hacer pagos, y también que la suma de todos los documentos que circulaban era
mucho mayor que la
de los depósitos que
guardaban los bancos en sus cajas. Lo cual significaba claramente
que los bancos habían creado
«nuevo dinero» sin haber creado
ninguna mercancía ni ninguna cosa material, sino simplemente haciendo
anotaciones en sus libros.
Hoy día
perduran todas estas
clases de dinero.
Por un lado está el llamado dinero legal, que es el
directamente creado por el Estado en forma de monedas y billetes, el cual es dinero
fiduciario, puesto que apenas tiene
valor como mercancía (salvo
algunas piezas de colección, pero que generalmente ni siquiera pueden usarse
para los intercambios). Cada vez se usa menos, y en algunos
países incluso se
está proponiendo que
desaparezca (Dinamarca dejará de
emitir monedas y billetes en 2017).
Por
otro lado tenemos el dinero bancario, que es, como veremos, el que crean los
bancos cada vez que anotan en sus libros la concesión de un préstamo a sus
clientes, tal y como ocurría con los primeros banqueros que analizaron los moralistas de la Escuela
de Salamanca. Aunque
ahora ya no usamos aquellos viejos vales para
pagar, sino cheques o cartillas (cada vez menos) y tarjetas o dinero
electrónico (cada vez más).
Y,
junto al dinero legal y al bancario, hoy día hay otro tipo de dinero que
desempeña un papel muy relevante
en los grandes negocios. Es el llamado dinero financiero, el cual es creado por las grandes empresas que tienen
mucho poder en los mercados. Cuando una de ellas quiere realizar nuevas
inversiones o comprar algo importante y muy costoso (grandes
instalaciones, otras empresas, etc.), lo que hace es aumentar su capital
y venderlo en forma de acciones.
Como la rentabilidad está por lo general
asegurada no tiene problema para venderlas y obtener de
esa forma la liquidez que buscaba, es decir, el dinero contante y sonante para
comprar o invertir sin necesidad de haberse endeudado (salvo,
claro está, con sus propios
accionistas). Y de esa forma
es como son las propias grandes empresas las que pueden crear ellas mismas sus
propios medios de pago, su dinero, al que se llama dinero financiero.
Pero la confusión sobre
todos estos medios
de pago a la que aludíamos
al principio proviene de que la mayoría de la gente (y de los economistas)
desconoce la naturaleza real del dinero.
Como
casi todo el mundo está acostumbrado a llevar algunas monedas o billetes en
el bolsillo y
pagar deudas con
ellas, es fácil
creer que esas monedas y billetes son «el dinero».
Incluso no son pocas las personas que creen
que el dinero es la tarjeta
con la que pagamos cuando compramos algo con ella. Pero eso, en realidad, no
es el dinero.
Quizá
la mejor forma de entenderlo sea recordar uno de los más interesantes
descubrimientos antropológicos de la historia. William H. Furness, un médico de Nueva Inglaterra reconvertido en antropólogo, visitó la isla de Yap, en el océano
Pacífico, en 1903, por cierto, cuatro años después de que España la vendiera a
Alemania por 3,3 millones de dólares. Allí descubrió que existía una forma de
dinero muy complicada que se basaba en unas grandes piedras
redondas llamadas fei y cuyo valor dependía del tamaño y de su composición.
Al principio, Furness pensó que se utilizarían como nuestras monedas, pasando
de mano en mano según se realizaban los intercambios, pero pronto
comprendió que no podía ser así porque acarrearlas era sumamente difícil, cuando no
imposible, dado su peso
y tamaño. Le informaron de que si se hacía una
transacción que equivalía a una fei demasiado grande, simplemente se
hacía «con cargo» a ella, pero no materialmente con ella, es decir, sin
necesidad de que quien cobraba tomara físicamente posesión de la piedra. Bastaba,
por ejemplo, con hacer una señal
y muchas
veces ni siquiera
eso. Furness contó
que
una
familia
seguía
haciendo transacciones con cargo a una fei que
se había caído al mar hacía
dos o
tres generaciones y que el resto de la población
le reconocía su riqueza.
Este
descubrimiento cambió la concepción del dinero, tal y como reconocieron (aunque
con muchos años de diferencia) economistas tan distantes como Keynes y Milton
Friedman. Gracias a esta historia, los dos se dieron cuenta de que el dinero no es, en
realidad, lo que llevamos en el bolsillo.
Veamos.
Hoy día es cada vez más corriente
que paguemos con nuestro
teléfono móvil, y, sin embargo, a nadie se le ocurriría decir que nuestro móvil
es dinero. ¿Por qué decimos
entonces que el dinero son las monedas,
un billete o una simple tarjeta?
Sencillamente, porque
estamos equivocados sobre lo que en realidad
es el dinero. Las monedas, los billetes, las tarjetas, el oro
(antiguamente), las fei… no son el
dinero. Son símbolos que nos permiten
movilizar el verdadero dinero; y éste no es sino lo que
hay detrás de ellos, el mecanismo que nos permite registrar los saldos que se producen entre los sujetos económicos,
como resultado de las transacciones que realizamos entre nosotros, y, sobre todo, lo que hace posible
que nos pasemos las deudas de unos a otros y que las saldemos.
El
dinero, por tanto, no es la cosa con la que pagamos. Esa cosa (una moneda, un billete,
una tarjeta, un teléfono, una clave en internet, etc.) es
como la llave que pone en funcionamiento lo que sí es realmente
el dinero: un sistema de
registro que nos permite medir y anotar nuestras deudas y transferirlas a otra persona.
Por eso hoy día podemos
hacer pagos en internet o por
teléfono o en un cajero automático sin necesidad de tener en nuestras manos eso
que creíamos que era el dinero, monedas, billetes… Sólo con dar una orden
podemos hacerlo.
Sin
ese mecanismo de pago, de saldo de deudas, sería imposible que funcionara la economía. Por eso se dice que el dinero
es como la sangre,
como la savia de la economía. Cuando hay de más o de menos, la economía salta por los aires. Y por eso es tan importante y decisivo el modo en que se crea y se controla la cantidad de dinero
existente en nuestras sociedades, así como, en
particular, el hecho de que
sean unas instituciones como los bancos, que sólo buscan su lucro, quienes
tengan el privilegio de hacerlo. Esto último es tan importante y decisivo
que siempre se ha procurado, como acabamos de demostrar, que la gente no sepa
realmente qué es el dinero y cómo y para qué se utiliza.
Lo explicaremos con detalle más
adelante.
¿Qué es el capitalismo y qué ventajas
e inconvenientes tiene respecto a otros sistemas
económicos?
En su famoso manual de economía,
el gran economista Paul Samuelson
decía
que
cualquier economía tiene que responder a tres
grandes preguntas básicas: qué bienes producir, cómo producir esos bienes y para quién producirlos. Y es evidente que esas preguntas no han
tenido siempre las mismas respuestas a lo largo de la historia. Los seres
humanos nos hemos organizado de diferentes formas para resolver los problemas económicos, y para distinguirlas unas de
otras se utiliza el concepto de sistema económico.
Dicho de la manera
más sencilla, un sistema económico es el conjunto de elementos que caracterizan
los modos en que las personas y las sociedades se organizan para satisfacer sus
necesidades. A lo largo de la historia ha habido varios modos, con rasgos a veces
entrelazados, y para distinguirlos se puede tener en cuenta tres factores principales:
en primer lugar, el sujeto que lleva la iniciativa y que toma las principales decisiones, de las que depende su funcionamiento en general (normalmente, los sujetos individuales o los gobiernos); en
segundo lugar, el fin que persigue el sistema, por ejemplo, el lucro individual
o
asegurar
el
sustento
y
la
satisfacción
colectiva;
y
finalmente, el procedimiento principal que se utiliza para llevar a cabo la asignación
y distribución de los recursos, como puede ser la costumbre, la autoridad, los
mercados, la planificación…
Teniendo
en cuenta estos tres factores se pueden distinguir los cuatro
grandes sistemas económicos que se han dado a lo largo de la historia: el
esclavismo, el feudalismo, el capitalismo y el sistema socialista.
El
esclavismo se basa en el derecho de unas
personas a disponer en
propiedad de otros seres humanos para utilizarlos en la producción
de bienes y servicios, y en el
uso muy intensivo de los recursos naturales. Para hacerlo posible es imprescindible que exista un poder político
muy fuerte que reprima cualquier reacción frente a condiciones tan inhumanas.
El
feudalismo fue un sistema económico
basado en la servidumbre, es decir, en la dependencia total de grandes masas de
población respecto a los grandes propietarios de la tierra (los señores
feudales, la nobleza
y el clero) para quienes
trabajaban a cambio de los medios elementales de subsistencia. Se hizo posible, sobre todo, por el influjo
de la religión y gracias al enorme
poder militar que proporcionaba la propiedad de un recurso
fundamental como la tierra.
El
capitalismo apareció cuando se desarrollaron las primeras urbes y las grandes
construcciones de finales de la Edad Media, lo que hizo que fueran apareciendo
nuevos oficios, con los que se comenzó a dar un nuevo tipo de relación laboral, el trabajo asalariado. Ya no se compraría
a las personas (como esclavas) ni
se les consideraría siervas
(como en el feudalismo), sino
que se comprarían horas de trabajo humano a cambio de un determinado salario. La necesidad de disponer cada vez de más capitales y más crédito para financiar las nuevas
actividades fomentó la aparición de
organizaciones productivas cada vez más complejas, de las que
nacieron las primeras empresas de nuestro
tiempo, y la creación de bancos;
y, asimismo, la industria sustituyó al artesanado. Gracias
a ello y a las sucesivas revoluciones tecnológicas, se incrementaron
vertiginosamente la productividad y los beneficios, y también, poco a poco y no
sin conflictos, fueron mejorando las condiciones de vida de la población.
El
sistema socialista conocido fue un experimento fracasado que empezó a ponerse
en marcha en los primeros
años del siglo XX en
el este de Europa y, más tarde, en China o Cuba, basándose
en un protagonismo férreo del Estado que planificaba la producción y establecía
las pautas de distribución del ingreso y
la riqueza entre
la población con
criterios muy burocráticos. Aunque con él se consiguieron
logros sociales indiscutibles, sus grandes limitaciones en cuanto a eficacia y,
sobre todo, en lo referido al respeto de los derechos humanos provocaron su
fracaso a finales de los años ochenta del siglo XX.
Actualmente,
vivimos en un sistema capitalista que
a veces se define como «economía de mercado» o «economía de libre empresa».
Pero identificar el capitalismo con la
economía de mercado o las empresas es erróneo. Los mercados, es decir, cualquier ámbito en donde se compran
y venden los bienes
que necesitamos, no son algo exclusivo del capitalismo.
Los mercados han existido desde la más remota antigüedad y, en algunos casos, con gran dimensión. Y aunque las empresas de nuestro tiempo son mucho más complejas y
desarrolladas, tampoco son
exclusivas del capitalismo y,
además, no todas ellas pueden actuar en condiciones de plena libertad.
Es
más correcto asociar al capitalismo con tres grandes rasgos: el papel
determinante de la iniciativa individual, el afán de lucro como motor de la
vida económica y
el reconocimiento de
la propiedad privada
sobre los recursos como garante de lo anterior. Pero ni siquiera
así queda descrito
el capitalismo por los rasgos que verdaderamente lo hacen único y
distinto a cualquier otro sistema económico.
Tal
y como destacó Karl Polanyi, lo que realmente distingue al capitalismo como
sistema económico es que hizo que tres recursos fundamentales (el trabajo
humano, los recursos naturales y el
dinero) sólo puedan ser utilizados para
producir bienes y servicios comprándolos a través del mercado. Es decir,
que los convierte en
mercancías a
pesar de que ninguno de ellos ha sido creado con ese
objetivo.
Y
lo
que
deduce
Polanyi
de
ello
es
que,
al
mercantilizar
tres
componentes tan esenciales para la
vida y la sociedad, el
capitalismo termina mercantilizando toda la vida
social; por eso, el capitalismo se caracteriza
porque crea algo más que una economía de mercado: crea una sociedad de mercado,
porque toda nuestra vida gira alrededor del mercado.
Eso
es lo que explica que el mercado haya conquistado cada vez más aspectos o
componentes de nuestras vidas. No sólo son mercancías el ocio, la cultura o el cuidado de las personas
(además de las tres que ya he señalado, el trabajo humano, los recursos
naturales y el dinero), sino que se mercantilizan hasta los vientres para tener hijos, incluso los propios bebés o los órganos
humanos. O recursos básicos para la vida, como el agua o incluso el aire. En
muchos países
con
alta
contaminación se
puede
comprar
aire
en
«dispensarios»
especiales (en internet se puede comprobar que en China se ha llegado a vender
medio litro de aire por unos cien euros) e incluso alguna empresa vende embotellado
el aire procedente de diversos espacios naturales (Vitality Air, por ejemplo).
En todo caso, hoy día no se
puede decir que en el mundo exista un
sistema económico capitalista puro. Existen todavía residuos del feudalismo
(muchas prácticas de empleo doméstico, por ejemplo, pueden
considerarse como
serviles) o incluso del esclavismo, y en muchos países hay servicios públicos de salud, educación, pensiones, etc. que
responden más bien a principios
socialistas.
La
magnitud que representa la actividad pública en países típicamente capitalistas
(como pueden ser Alemania, Estados Unidos o Japón, en donde el gasto público
supone el 44 por ciento, 35,5 por ciento y 39 por ciento, respectivamente, de sus PIB) indica que el ámbito de iniciativa privada es muy importante, pero ni mucho menos el único, incluso
en los últimos años de
claro predominio de ideas liberales y privatizadoras. Y, junto a la actividad
pública, en el actual sistema capitalista
se desarrollan también formas de propiedad que no son capitalistas, como la
cooperativa, así como multitud de fórmulas de trabajo voluntario que responden
a incentivos de generosidad y solidaridad que están en las antípodas de lo que
se supone que mueve a este tipo de economías.
Todas
estas características tan complejas del capitalismo hacen que la polémica sobre
sus virtudes y defectos sea abundantísima y tan antigua como el propio sistema,
y es previsible que no vaya a resolverse próximamente. Tanto es así que algunos
economistas han terminado por hacer chistes sobre esta cuestión, como hizo
Galbraith: «En el capitalismo —dijo— el hombre explota al hombre. Bajo el
comunismo, es justo al contrario».
En
todo caso, lo que corresponde aquí no es hacer
esa evaluación, sino tan sólo proporcionar
elementos para la reflexión que permitan a cualquier persona comenzar a pensar al respecto, si lo
considera necesario, con mayor capacidad de juicio.
En
general, se puede decir que el capitalismo es un sistema económico
que tiene ventajas o virtudes innegables.
En
primer lugar, la posibilidad de obtener beneficio privado proporcionando satisfacción
a
las
necesidades
de
las
demás
personas
incentiva las actividades encaminadas a producir bienes y servicios
y a ponerlos a disposición de la población
en general. Y eso, además, sin que sea necesario que haya una autoridad o algún sujeto en especial que tenga que decidir que se lleve a cabo o que determine qué se necesita.
Quien desee obtener beneficio buscará
los medios para conocer qué desea la población y el modo en que quiere disfrutar de ello.
Ésta
es la razón que ha hecho del capitalismo un sistema capaz de promover una gran actividad económica y de lograr un nivel de satisfacción
de las necesidades humanas que nunca antes se había logrado, ni en la misma cantidad ni con semejante calidad.
En
segundo lugar, la búsqueda del máximo beneficio también hace que los sujetos
traten de utilizar
los recursos con la mayor eficiencia económica, es decir, incurriendo en los
menores costes posibles y con el mínimo despilfarro.
Finalmente,
es lógico que la búsqueda del beneficio se convierta igualmente en un potente
incentivo para la innovación y para
el impulso de la creatividad, lo que también explica que haya sido durante
el capitalismo cuando se hayan aplicado y puesto en marcha las mayores
innovaciones de la historia de la humanidad.
Sin
embargo, de manera prácticamente inseparable de todo ello, se pueden señalar
inconvenientes o defectos también inherentes al funcionamiento del sistema
capitalista.
En
primer lugar, el afán de lucro como motor de la vida económica hace que se
produzca para obtener beneficio y no para satisfacer necesidades. Aunque sea
cierto, como hemos señalado antes, que para obtenerlo hay que poner al alcance de la población
los bienes y servicios que satisfacen sus necesidades, es evidente que ni la
obtención del máximo beneficio garantiza que se satisfagan todas las
necesidades humanas ni está asegurado que la satisfacción de todas esas
necesidades sea compatible con el máximo beneficio. Eso es lo que explica que, junto a una gran acumulación de capitales, haya también grandísimas
áreas de insatisfacción humana.
En
segundo lugar, es cierto que el capitalismo se basa en la libertad de empresa y
de utilización de los recursos, pero también parece evidente que no todos los
seres humanos somos igual de libres, porque no todos somos propietarios y
porque hay grandes desigualdades de raza, de sexo o causadas por el origen
y el entorno social, entre otras. Y tratar igual a los desiguales es posiblemente la primera y más grande causa de injusticia. Ocurre entonces lo que comentaba irónicamente Anatole
France: «La Ley, en su
magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los
puentes, mendigar por las calles y robar pan».
En tercer lugar, el capitalismo puede ser la causa de un gran despilfarro
y no procurar ni mucho menos esa mayor eficiencia económica de la que se
precian sus defensores, y ello por dos razones fundamentales. La primera, porque utiliza recursos naturales como si fueran
gratis, al no tener expresión monetaria (el paisaje, la diversidad biológica no tienen
precio, pero eso no quiere decir que no tengan
valor y que se puedan
gastar como si fueran recursos gratuitos e ilimitados). La segunda, porque
no hay ningún sistema que
informe a los vendedores de la cantidad exacta que desean los compradores y de dónde desean adquirir los bienes o servicios. Eso hace que el capitalismo sufra muchas crisis
causadas por el desacoplamiento entre lo que se ofrece a los compradores y lo
que éstos desean adquirir.
En
cuarto lugar, y tal como ya hemos señalado, la búsqueda del lucro lleva a
convertir en mercancía aspectos cada vez más diversos de la vida social, y eso
puede chocar con principios éticos elementales que son defendidos por una gran parte de los seres humanos. O, al menos, es algo que provoca una necesidad
de reflexión que no siempre se lleva a cabo, porque
se da por hecho que debe predominar la consecución del máximo beneficio. El
caso comentado del mercado de niños, mujeres
u órganos (que muchos
economistas liberales justifican y valoran positivamente) es un caso claro de ello.
Por
último, en las economías capitalistas
es inevitable que se produzca una tensión permanente entre el capital y
el trabajo, o, más rigurosamente hablando, entre
los propietarios del
capital y los
asalariados, porque, se quiera o no, tienen intereses
contrapuestos.
Simplificando
(como hicimos en el capítulo 4 con el ejemplo de la fabricación de una flauta),
podemos decir que el valor del producto
final de un bien que produzcamos es la suma de las retribuciones
al trabajo (salario) y las
correspondientes a los propietarios del capital (beneficio). Lo que quiere
decir que el ingreso final que proporciona la producción va al
beneficio o al salario, a los capitalistas o a los asalariados. No puede ser de
otra forma, y resulta lógico, por tanto, que haya un conflicto inevitable. Los asalariados tratarán legítimamente de lograr una parte mayor
en ese reparto, reclamando salarios más elevados. Pero, si lo consiguen,
sólo puede ser a costa de que disminuya el beneficio. Y los propietarios del capital tratarán,
legítimamente, de aumentar
su parte en el reparto
incrementando el beneficio, pero eso sólo se podrá lograr reduciendo la
retribución a los asalariados. Y de ahí los problemas. Si los propietarios del capital no reciben una remuneración que consideren satisfactoria para
compensarlos, no llevarán a cabo la actividad productiva y no contratarán
asalariados. Pero, por otro lado,
si
la
masa
salarial es demasiado baja puede ser que no haya recursos suficientes entre los asalariados para adquirir la producción de los capitalistas. Y, además de eso, el cese de la producción podría
provocar una caída en la indigencia de millones de seres humanos que no tienen
otro recurso para vivir que su trabajo.
Por
tanto, el nivel en el que se alcanza
el equilibrio en cada momento
es el resultado de un pulso constante que no siempre se resuelve
pacíficamente, de manera positiva
y con estabilidad. En algunas etapas
históricas,
esta
tensión ha dado lugar a pactos y a un gran consenso distributivo, gracias a la
creación de instituciones y normas arbitrales y protectoras. Pero, en otros momentos, el conflicto es
abierto, y la solución resultante es muy asimétrica, como viene ocurriendo en
los últimos decenios. Cuando los asalariados han gozado de mayor capacidad y poder de negociación,
la
masa
salarial
aumenta; y cuando los capitalistas son los que ganan el pulso, venciendo
la resistencia sindical y la de los asalariados, la masa salarial baja. Así lo ha demostrado recientemente Jordan Brennan,
quien ha analizado un largo período de tiempo
en Estados Unidos. En 1935, la densidad
sindical estadounidense, el porcentaje de población trabajadora sindicada, era del 8
por ciento, y el porcentaje del ingreso total nacional que iba a parar al 99
por ciento de los trabajadores con
menos salario
era del 44
por ciento. La
densidad sindical en la década de 1970 subió al 30 por ciento y el porcentaje
de ingreso total que iba para el 99 por ciento de salarios más bajos era el 54
por ciento. Desde los años siguientes a la década de 1980,
la
densidad
sindical bajó, y ahora es del 11 por ciento, mientras que el porcentaje de
ingreso total para el 99 por ciento de salarios más bajos ha disminuido al 41
por ciento.32
Las consecuencias
concretas de todo
ello las iremos
viendo en las páginas siguientes.
Citas:
31. J. K. Galbraith,
El dinero.
De dónde vino,
a dónde fue, Ediciones Orbis, Barcelona, 1983, p. 13.
32. J. Brennan,
«Rising corporate concentration, declining trade union power, and
the growing income gap», Levy Economics Institute, marzo de 2016, pp.
Continuará
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