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"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

domingo, 24 de diciembre de 2017

Libro "Economía para no dejarse engañar por los Economistas" (IV)

Por Juan Torres López


¿Qué es el dinero, qué formas tiene y qué funciones desarrolla hoy día en la vida económica?

Si hay algo que cualquier persona relaciona con la economía es el dinero. Y
si hay alguna cuestión económica que todo el mundo dice saber qué es también se trata del dinero. Pero, seguramente, no haya ninguna otra cuestión económica que haya sido siempre tan mal entendida (aunque la gente no sea consciente) como el dinero. Quizá, como dice Galbraith, porque en el estudio del dinero se emplea la complejidad «para disfrazar o eludir la verdad, no para revelarla».31 Tanto es así, que el político liberal inglés William E. Gladstone,  varias  veces  primer  ministro  de  la  reina  Victoria,  dijo  en  un famoso debate parlamentario que la especulación sobre la naturaleza del dinero ha hecho perder la cabeza a más personas que el amor.
La explicación que normalmente se da sobre la naturaleza del dinero y sobre la función que tiene en la economía es sencilla y bastante conocida, incluso por quienes no saben mucho de esta disciplina. Veámosla de forma muy resumida.
Cuando se participa en un intercambio es necesario dar algo como contraprestación de lo que se recibe. Y a la hora de hacerlo se puede actuar de dos maneras. Una es entregar un bien o un servicio a cambio de otro bien o servicio. Se actúa así en el llamado trueque, un sistema elemental de intercambio que obliga a encontrar a alguien que desee lo que una persona tiene y que ofrezca, al mismo tiempo, justo lo que esa persona desea. Por regla general, es un procedimiento primitivo no muy útil cuando el comercio adquiere ya cierta extensión.
Otra manera de actuar en el intercambio se da cuando las personas que intervienen en él tienen algo que los demás aceptan como pago porque saben que, a su vez, todas las demás también lo aceptarán en otros intercambios. Ese algo es el dinero, es decir, cualquier cosa que sea generalmente aceptada en una sociedad como medio de cambio, para realizar los pagos y saldar las deudas.
Siempre se ha creído que las primeras manifestaciones del dinero aparecieron precisamente para evitar ese sistema tan complicado que es el trueque, pero los descubrimientos de los antropólogos nos dicen otra cosa. Las monedas que ahora conocemos como dinero se comenzaron a utilizar en la antigua Mesopotamia, pero como algo en principio independiente del intercambio   de   bienes   y   servicios.   Los   reyes   emitían   lo   que   ahora llamaríamos «monedas» como expresión de su poder y como dádiva con la que premiaban a sus militares o a otras personas a su servicio. Y como esas primitivas monedas servían para pagar impuestos, poco a poco fueron utilizándose también en otros intercambios.
Esas  monedas  eran  generalmente  de  metales  preciosos,  porque  así podían tener un alto valor en relación a su peso y ser fácilmente divisibles y transportables. Eso es lo que ocurre preferentemente con el oro y la plata, y por eso se convirtieron en los materiales en los que se acuñaban las piezas (monedas) que paulatinamente se fueron generalizando como unidades de cuenta y como medios de cambio en los intercambios, así como forma de atesorar riqueza.
Sin embargo, el uso como medio de pago de trozos de metales preciosos generaba algunos problemas importantes. El principal es que esos metales tenían un precio como tales que podía diferir del que tenían las monedas de ese material en un momento dado. Si el oro subía de precio porque escaseaba, por ejemplo, no compensaba utilizarlo como moneda para el intercambio (porque se podía obtener más beneficio fundiéndola y vendiéndola como oro). Y eso hacía que las monedas «buenas», es decir, las que tenía un alto contenido de metal valioso, desaparecieran, y que en los mercados sólo circularan las monedas «malas», las que apenas tenían contenido metálico de calidad. Este fenómeno es conocido como ley de Gresham, y se enuncia diciendo que la moneda mala desplaza a la buena.
Por esa razón, poco a poco se fue generalizando el uso de monedas cuyo valor «facial» (el que llevaban señalado al emitirse) era muy superior al del metal que contenían. Por tanto, si eran aceptadas era sólo porque había confianza en que serían aceptadas por otros individuos, y no por su valor metálico, puesto que en sí mismas no valían prácticamente nada.
De ahí nació el llamado dinero fiduciario (fiducia  significa  en  latín
«confianza»), que con el paso del tiempo no sólo estuvo formado por las monedas sin valor como mercancía metálica, sino también por los billetes.
Estos últimos son también una forma de dinero fiduciario que nació cuando los orfebres comenzaron a extender unos vales o recibos como reconocimiento de que una determinada persona había depositado una determinada cantidad de oro o dinero metálico en sus cajas fuertes.
Poco a poco, otros comerciantes empezaron a aceptar esos vales como medio de pago, y así nacieron los «antepasados» de los billetes actuales, los cuales usamos a pesar de que en sí mismos (como papel) tienen un valor ínfimo, muy inferior al que representan.
Pero esos recibos o vales no sólo dieron lugar a los billetes, sino también a una nueva actividad económica, la de los banqueros, y a otra forma de dinero algo más compleja que descubrieron por vez primera los moralistas católicos de la Escuela de Salamanca a finales del siglo XVI. El jesuita Luis de Molina se percató de que esos documentos que emitían los bancos para reconocer que una determinada persona había depositado dinero en su caja se utilizaban como medio de pago y que los bancos sólo guardaban en su caja una parte (una reserva o fracción) bastante pequeña de todo el dinero depositado.
De ahí dedujo Molina que esos papeles representaban dinero, porque servían para hacer pagos, y también que la suma de todos los documentos que circulaban  era  mucho  mayor  que  la  de  los  depósitos  que  guardaban  los bancos en sus cajas. Lo cual significaba claramente que los bancos habían creado «nuevo dinero» sin haber creado ninguna mercancía ni ninguna cosa material, sino simplemente haciendo anotaciones en sus libros.
Hoy  día  perduran  todas  estas  clases  de  dinero.  Por  un  lado  está  el llamado dinero legal, que es el directamente creado por el Estado en forma de monedas y billetes, el cual es dinero fiduciario, puesto que apenas tiene valor como mercancía (salvo algunas piezas de colección, pero que generalmente ni siquiera pueden usarse para los intercambios). Cada vez se usa menos, y en algunos  países  incluso  se  está  proponiendo  que  desaparezca  (Dinamarca dejará de emitir monedas y billetes en 2017).
Por otro lado tenemos el dinero bancario, que es, como veremos, el que crean los bancos cada vez que anotan en sus libros la concesión de un préstamo a sus clientes, tal y como ocurría con los primeros banqueros que analizaron los moralistas de la Escuela de Salamanca. Aunque ahora ya no usamos aquellos viejos vales para pagar, sino cheques o cartillas (cada vez menos) y tarjetas o dinero electrónico (cada vez más).
Y, junto al dinero legal y al bancario, hoy día hay otro tipo de dinero que desempeña un papel muy relevante en los grandes negocios. Es el llamado dinero financiero, el cual es creado por las grandes empresas que tienen mucho poder en los mercados. Cuando una de ellas quiere realizar nuevas inversiones o comprar algo importante y muy costoso (grandes instalaciones, otras empresas, etc.), lo que hace es aumentar su capital y venderlo en forma de acciones. Como la rentabilidad está por lo general asegurada no tiene problema para venderlas y obtener de esa forma la liquidez que buscaba, es decir, el dinero contante y sonante para comprar o invertir sin necesidad de haberse endeudado (salvo, claro está, con sus propios accionistas). Y de esa forma es como son las propias grandes empresas las que pueden crear ellas mismas sus propios medios de pago, su dinero, al que se llama dinero financiero.
Pero la confusión sobre todos estos medios de pago a la que aludíamos al principio proviene de que la mayoría de la gente (y de los economistas) desconoce la naturaleza real del dinero.
Como casi todo el mundo está acostumbrado a llevar algunas monedas o billetes  en  el  bolsillo  y  pagar  deudas  con  ellas,  es  fácil  creer  que  esas monedas y billetes son «el dinero». Incluso no son pocas las personas que creen que el dinero es la tarjeta con la que pagamos cuando compramos algo con ella. Pero eso, en realidad, no es el dinero.
Quizá la mejor forma de entenderlo sea recordar uno de los más interesantes descubrimientos antropológicos de la historia. William H. Furness, un médico de Nueva Inglaterra reconvertido en antropólogo, visitó la isla de Yap, en el océano Pacífico, en 1903, por cierto, cuatro años después de que España la vendiera a Alemania por 3,3 millones de dólares. Allí descubrió que existía una forma de dinero muy complicada que se basaba en unas grandes piedras redondas llamadas fei y cuyo valor dependía del tamaño y de su composición. Al principio, Furness pensó que se utilizarían como nuestras monedas, pasando de mano en mano según se realizaban los intercambios, pero pronto comprendió que no podía ser así porque acarrearlas era sumamente difícil, cuando no imposible, dado su peso y tamaño. Le informaron de que si se hacía una transacción que equivalía a una fei demasiado grande, simplemente se hacía «con cargo» a ella, pero no materialmente con ella, es decir, sin necesidad de que quien cobraba tomara físicamente posesión de la piedra. Bastaba, por ejemplo, con hacer una señal y  muchas  veces  ni  siquiera  eso.  Furness  contó  que  una  familia  seguía haciendo transacciones con cargo a una fei que se había caído al mar hacía dos o tres generaciones y que el resto de la población le reconocía su riqueza.
Este descubrimiento cambió la concepción del dinero, tal y como reconocieron (aunque con muchos años de diferencia) economistas tan distantes como Keynes y Milton Friedman. Gracias a esta historia, los dos se dieron cuenta de que el dinero no es, en realidad, lo que llevamos en el bolsillo.
Veamos. Hoy día es cada vez más corriente que paguemos con nuestro teléfono móvil, y, sin embargo, a nadie se le ocurriría decir que nuestro móvil es dinero. ¿Por qué decimos entonces que el dinero son las monedas, un billete o una simple tarjeta?
Sencillamente, porque estamos equivocados sobre lo que en realidad es el dinero. Las monedas, los billetes, las tarjetas, el oro (antiguamente), las fei… no son el dinero. Son símbolos que nos permiten movilizar el verdadero dinero; y éste no es sino lo que hay detrás de ellos, el mecanismo que nos permite registrar los saldos que se producen entre los sujetos económicos, como resultado de las transacciones que realizamos entre nosotros, y, sobre todo, lo que hace posible que nos pasemos las deudas de unos a otros y que las saldemos.
El dinero, por tanto, no es la cosa con la que pagamos. Esa cosa (una moneda, un billete, una tarjeta, un teléfono, una clave en internet, etc.) es como la llave que pone en funcionamiento lo que es realmente el dinero: un sistema de registro que nos permite medir y anotar nuestras deudas y transferirlas a otra persona. Por eso hoy día podemos hacer pagos en internet o por teléfono o en un cajero automático sin necesidad de tener en nuestras manos eso que creíamos que era el dinero, monedas, billetes… Sólo con dar una orden podemos hacerlo.
Sin ese mecanismo de pago, de saldo de deudas, sería imposible que funcionara la economía. Por eso se dice que el dinero es como la sangre, como la savia de la economía. Cuando hay de más o de menos, la economía salta por los aires. Y por eso es tan importante y decisivo el modo en que se crea y se controla la cantidad de dinero existente en nuestras sociedades, así como, en particular, el hecho de que sean unas instituciones como los bancos, que sólo buscan su lucro, quienes tengan el privilegio de hacerlo. Esto último es tan importante y decisivo que siempre se ha procurado, como acabamos de demostrar, que la gente no sepa realmente qué es el dinero y cómo y para qué se utiliza.
Lo explicaremos con detalle más adelante.


¿Qué es el capitalismo y qué ventajas e inconvenientes tiene respecto a otros sistemas económicos?

En su famoso manual de economía, el gran economista Paul Samuelson decía
que cualquier economía tiene que responder a tres grandes preguntas básicas: qué bienes producir, cómo producir esos bienes y para quién producirlos. Y es evidente que esas preguntas no han tenido siempre las mismas respuestas a lo largo de la historia. Los seres humanos nos hemos organizado de diferentes formas para resolver los problemas económicos, y para distinguirlas unas de otras se utiliza el concepto de sistema económico.
Dicho de la manera más sencilla, un sistema económico es el conjunto de elementos que caracterizan los modos en que las personas y las sociedades se organizan para satisfacer sus necesidades. A lo largo de la historia ha habido varios modos, con rasgos a veces entrelazados, y para distinguirlos se puede tener en cuenta tres factores principales: en primer lugar, el sujeto que lleva la iniciativa y que toma las principales decisiones, de las que depende su funcionamiento en general (normalmente, los sujetos individuales o los gobiernos); en segundo lugar, el fin que persigue el sistema, por ejemplo, el lucro  individual  o  asegurar  el  sustento  y  la  satisfacción  colectiva;  y finalmente, el procedimiento principal que se utiliza para llevar a cabo la asignación y distribución de los recursos, como puede ser la costumbre, la autoridad, los mercados, la planificación…
Teniendo en cuenta estos tres factores se pueden distinguir los cuatro grandes sistemas económicos que se han dado a lo largo de la historia: el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo y el sistema socialista.
El esclavismo se basa en el derecho de unas personas a disponer en propiedad de otros seres humanos para utilizarlos en la producción de bienes y servicios, y en el uso muy intensivo de los recursos naturales. Para hacerlo posible es imprescindible que exista un poder político muy fuerte que reprima cualquier reacción frente a condiciones tan inhumanas.
El feudalismo fue un sistema económico basado en la servidumbre, es decir, en la dependencia total de grandes masas de población respecto a los grandes propietarios de la tierra (los señores feudales, la nobleza y el clero) para quienes trabajaban a cambio de los medios elementales de subsistencia. Se hizo posible, sobre todo, por el influjo de la religión y gracias al enorme poder militar que proporcionaba la propiedad de un recurso fundamental como la tierra.
El capitalismo apareció cuando se desarrollaron las primeras urbes y las grandes construcciones de finales de la Edad Media, lo que hizo que fueran apareciendo nuevos oficios, con los que se comenzó a dar un nuevo tipo de relación laboral, el trabajo asalariado. Ya no se compraría a las personas (como esclavas) ni se les consideraría siervas (como en el feudalismo), sino que se comprarían horas de trabajo humano a cambio de un determinado salario. La necesidad de disponer cada vez de más capitales y más crédito para financiar las nuevas actividades fomentó la aparición de organizaciones productivas cada vez más complejas, de las que nacieron las primeras empresas  de  nuestro  tiempo,  y  la  creación  de  bancos;  y,  asimismo,  la industria sustituyó al artesanado. Gracias a ello y a las sucesivas revoluciones tecnológicas, se incrementaron vertiginosamente la productividad y los beneficios, y también, poco a poco y no sin conflictos, fueron mejorando las condiciones de vida de la población.
El sistema socialista conocido fue un experimento fracasado que empezó a ponerse en marcha en los primeros años del siglo XX en el este de Europa y, más tarde, en China o Cuba, basándose en un protagonismo férreo del Estado que planificaba la producción y establecía las pautas de distribución del ingreso  y  la  riqueza  entre  la  población  con  criterios  muy  burocráticos. Aunque con él se consiguieron logros sociales indiscutibles, sus grandes limitaciones en cuanto a eficacia y, sobre todo, en lo referido al respeto de los derechos humanos provocaron su fracaso a finales de los años ochenta del siglo XX.
Actualmente, vivimos en un sistema capitalista que a veces se define como «economía de mercado» o «economía de libre empresa». Pero identificar el capitalismo con la economía de mercado o las empresas es erróneo. Los mercados, es decir, cualquier ámbito en donde se compran y venden los bienes que necesitamos, no son algo exclusivo del capitalismo. Los mercados han existido desde la más remota antigüedad y, en algunos casos, con gran dimensión. Y aunque las empresas de nuestro tiempo son mucho   más   complejas   y   desarrolladas,   tampoco   son   exclusivas   del capitalismo y, además, no todas ellas pueden actuar en condiciones de plena libertad.
Es más correcto asociar al capitalismo con tres grandes rasgos: el papel determinante de la iniciativa individual, el afán de lucro como motor de la vida  económica  y  el  reconocimiento  de  la  propiedad  privada  sobre  los recursos como garante de lo anterior. Pero ni siquiera así queda descrito el capitalismo por los rasgos que verdaderamente lo hacen único y distinto a cualquier otro sistema económico.
Tal y como destacó Karl Polanyi, lo que realmente distingue al capitalismo como sistema económico es que hizo que tres recursos fundamentales (el trabajo humano, los recursos naturales y el dinero) sólo puedan ser utilizados para producir bienes y servicios comprándolos a través del  mercado.  Es  decir,  que  los  convierte  en  mercancías  a  pesar  de  que ninguno de ellos ha sido creado con ese objetivo.
Y  lo  que  deduce  Polanyi  de  ello  es  que,  al  mercantilizar  tres componentes tan esenciales para la vida y la sociedad, el capitalismo termina mercantilizando toda la vida social; por eso, el capitalismo se caracteriza porque crea algo más que una economía de mercado: crea una sociedad de mercado, porque toda nuestra vida gira alrededor del mercado.
Eso es lo que explica que el mercado haya conquistado cada vez más aspectos o componentes de nuestras vidas. No sólo son mercancías el ocio, la cultura o el cuidado de las personas (además de las tres que ya he señalado, el trabajo humano, los recursos naturales y el dinero), sino que se mercantilizan hasta los vientres para tener hijos, incluso los propios bebés o los órganos humanos. O recursos básicos para la vida, como el agua o incluso el aire. En muchos   países   con   alta   contaminación   se   puede   comprar   aire   en
«dispensarios» especiales (en internet se puede comprobar que en China se ha llegado a vender medio litro de aire por unos cien euros) e incluso alguna empresa vende embotellado el aire procedente de diversos espacios naturales (Vitality Air, por ejemplo).
En todo caso, hoy día no se puede decir que en el mundo exista un sistema económico capitalista puro. Existen todavía residuos del feudalismo (muchas prácticas de empleo doméstico, por ejemplo, pueden considerarse como serviles) o incluso del esclavismo, y en muchos países hay servicios públicos de salud, educación, pensiones, etc. que responden más bien a principios socialistas.
La magnitud que representa la actividad pública en países típicamente capitalistas (como pueden ser Alemania, Estados Unidos o Japón, en donde el gasto público supone el 44 por ciento, 35,5 por ciento y 39 por ciento, respectivamente, de sus PIB) indica que el ámbito de iniciativa privada es muy importante, pero ni mucho menos el único, incluso en los últimos años de claro predominio de ideas liberales y privatizadoras. Y, junto a la actividad pública, en el actual sistema capitalista se desarrollan también formas de propiedad que no son capitalistas, como la cooperativa, así como multitud de fórmulas de trabajo voluntario que responden a incentivos de generosidad y solidaridad que están en las antípodas de lo que se supone que mueve a este tipo de economías.
Todas estas características tan complejas del capitalismo hacen que la polémica sobre sus virtudes y defectos sea abundantísima y tan antigua como el propio sistema, y es previsible que no vaya a resolverse próximamente. Tanto es así que algunos economistas han terminado por hacer chistes sobre esta cuestión, como hizo Galbraith: «En el capitalismo —dijo— el hombre explota al hombre. Bajo el comunismo, es justo al contrario».
En todo caso, lo que corresponde aquí no es hacer esa evaluación, sino tan sólo proporcionar elementos para la reflexión que permitan a cualquier persona comenzar a pensar al respecto, si lo considera necesario, con mayor capacidad de juicio.
En general, se puede decir que el capitalismo es un sistema económico que tiene ventajas o virtudes innegables.
En primer lugar, la posibilidad de obtener beneficio privado proporcionando  satisfacción  a  las  necesidades  de  las  demás  personas incentiva las actividades encaminadas a producir bienes y servicios y a ponerlos a disposición de la población en general. Y eso, además, sin que sea necesario que haya una autoridad o algún sujeto en especial que tenga que decidir que se lleve a cabo o que determine qué se necesita. Quien desee obtener beneficio buscará los medios para conocer qué desea la población y el modo en que quiere disfrutar de ello.
Ésta es la razón que ha hecho del capitalismo un sistema capaz de promover una gran actividad económica y de lograr un nivel de satisfacción de las necesidades humanas que nunca antes se había logrado, ni en la misma cantidad ni con semejante calidad.
En segundo lugar, la búsqueda del máximo beneficio también hace que los sujetos traten de utilizar los recursos con la mayor eficiencia económica, es decir, incurriendo en los menores costes posibles y con el mínimo despilfarro.
Finalmente, es lógico que la búsqueda del beneficio se convierta igualmente en un potente incentivo para la innovación y para el impulso de la creatividad, lo que también explica que haya sido durante el capitalismo cuando se hayan aplicado y puesto en marcha las mayores innovaciones de la historia de la humanidad.
Sin embargo, de manera prácticamente inseparable de todo ello, se pueden señalar inconvenientes o defectos también inherentes al funcionamiento del sistema capitalista.
En primer lugar, el afán de lucro como motor de la vida económica hace que se produzca para obtener beneficio y no para satisfacer necesidades. Aunque sea cierto, como hemos señalado antes, que para obtenerlo hay que poner al alcance de la población los bienes y servicios que satisfacen sus necesidades, es evidente que ni la obtención del máximo beneficio garantiza que se satisfagan todas las necesidades humanas ni está asegurado que la satisfacción de todas esas necesidades sea compatible con el máximo beneficio. Eso es lo que explica que, junto a una gran acumulación de capitales, haya también grandísimas áreas de insatisfacción humana.
En segundo lugar, es cierto que el capitalismo se basa en la libertad de empresa y de utilización de los recursos, pero también parece evidente que no todos los seres humanos somos igual de libres, porque no todos somos propietarios y porque hay grandes desigualdades de raza, de sexo o causadas por el origen y el entorno social, entre otras. Y tratar igual a los desiguales es posiblemente la primera y más grande causa de injusticia. Ocurre entonces lo que comentaba irónicamente Anatole France: «La Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan».
En tercer lugar, el capitalismo puede ser la causa de un gran despilfarro y no procurar ni mucho menos esa mayor eficiencia económica de la que se precian sus defensores, y ello por dos razones fundamentales. La primera, porque utiliza recursos naturales como si fueran gratis, al no tener expresión monetaria (el paisaje, la diversidad biológica no tienen precio, pero eso no quiere decir que no tengan valor y que se puedan gastar como si fueran recursos gratuitos e ilimitados). La segunda, porque no hay ningún sistema que informe a los vendedores de la cantidad exacta que desean los compradores y de dónde desean adquirir los bienes o servicios. Eso hace que el capitalismo sufra muchas crisis causadas por el desacoplamiento entre lo que se ofrece a los compradores y lo que éstos desean adquirir.
En cuarto lugar, y tal como ya hemos señalado, la búsqueda del lucro lleva a convertir en mercancía aspectos cada vez más diversos de la vida social, y eso puede chocar con principios éticos elementales que son defendidos por una gran parte de los seres humanos. O, al menos, es algo que provoca una necesidad de reflexión que no siempre se lleva a cabo, porque se da por hecho que debe predominar la consecución del máximo beneficio. El caso comentado del mercado de niños, mujeres u órganos (que muchos economistas liberales justifican y valoran positivamente) es un caso claro de ello.
Por último, en las economías capitalistas es inevitable que se produzca una tensión permanente entre el capital y el trabajo, o, más rigurosamente hablando,  entre  los  propietarios  del  capital  y  los  asalariados,  porque,  se quiera o no, tienen intereses contrapuestos.
Simplificando (como hicimos en el capítulo 4 con el ejemplo de la fabricación de una flauta), podemos decir que el valor del producto final de un bien que produzcamos es la suma de las retribuciones al trabajo (salario) y las correspondientes a los propietarios del capital (beneficio). Lo que quiere decir que el ingreso final que proporciona la producción va al beneficio o al salario, a los capitalistas o a los asalariados. No puede ser de otra forma, y resulta lógico, por tanto, que haya un conflicto inevitable. Los asalariados tratarán legítimamente de lograr una parte mayor en ese reparto, reclamando salarios más elevados. Pero, si lo consiguen, sólo puede ser a costa de que disminuya el beneficio. Y los propietarios del capital tratarán, legítimamente, de aumentar su parte en el reparto incrementando el beneficio, pero eso sólo se podrá lograr reduciendo la retribución a los asalariados. Y de ahí los problemas. Si los propietarios del capital no reciben una remuneración que consideren satisfactoria para compensarlos, no llevarán a cabo la actividad productiva  y  no  contratarán  asalariados.  Pero,  por  otro  lado,  si  la  masa salarial es demasiado baja puede ser que no haya recursos suficientes entre los asalariados para adquirir la producción de los capitalistas. Y, además de eso, el cese de la producción podría provocar una caída en la indigencia de millones de seres humanos que no tienen otro recurso para vivir que su trabajo.
Por tanto, el nivel en el que se alcanza el equilibrio en cada momento es el resultado de un pulso constante que no siempre se resuelve pacíficamente, de manera  positiva  y  con  estabilidad.  En  algunas  etapas  históricas,  esta tensión ha dado lugar a pactos y a un gran consenso distributivo, gracias a la creación de instituciones y normas arbitrales y protectoras. Pero, en otros momentos, el conflicto es abierto, y la solución resultante es muy asimétrica, como viene ocurriendo en los últimos decenios. Cuando los asalariados han gozado  de  mayor  capacidad  y  poder  de  negociación,  la  masa  salarial aumenta; y cuando los capitalistas son los que ganan el pulso, venciendo la resistencia sindical y la de los asalariados, la masa salarial baja. Así lo ha demostrado recientemente Jordan Brennan, quien ha analizado un largo período de tiempo en Estados Unidos. En 1935, la densidad sindical estadounidense, el porcentaje de población trabajadora sindicada, era del 8 por ciento, y el porcentaje del ingreso total nacional que iba a parar al 99 por ciento  de  los  trabajadores  con  menos  salario  era  del  44  por  ciento.  La densidad sindical en la década de 1970 subió al 30 por ciento y el porcentaje de ingreso total que iba para el 99 por ciento de salarios más bajos era el 54 por  ciento.  Desde  los  años  siguientes  a  la  década  de  1980,  la  densidad sindical bajó, y ahora es del 11 por ciento, mientras que el porcentaje de ingreso total para el 99 por ciento de salarios más bajos ha disminuido al 41 por ciento.32
Las  consecuencias  concretas  de  todo  ello  las  iremos  viendo  en  las páginas siguientes.

Citas:


 31.  J. K. Galbraith,  El dinero.  De dónde  vino, a dónde  fue, Ediciones  Orbis, Barcelona, 1983, p. 13.


32. J. Brennan, «Rising corporate concentration, declining trade union power, and the growing income gap», Levy Economics Institute, marzo de 2016, pp.
29-30. Disponible en: <http://bit.ly/29AkYEw>. [Consulta: 15/09/2016]


Continuará

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