Por Michel E. Torres Corona 14/11/2018
El proyecto de reforma constitucional, de cuyo proceso de consulta popular a concluir este jueves ha suscitado tanto interés por parte de amigos y no tan amigos de Cuba, incluye en su articulado la regulación de los fundamentos económicos del Estado socialista de Derecho. En su artículo 20, señala que regirá nuestro país el sistema de economía basado en la propiedad socialista de todo el pueblo sobre los medios fundamentales de producción, precepto que hereda de la Constitución vigente, pero añade después que esa forma de “propiedad principal” será acompañada por otros tipos de propiedad (art. 21).
Mucho se ha hablado sobre los distintos tipos de propiedad e incluso sobre la inclusión de la propiedad privada sobre “determinados medios de producción”, y aunque es evidente que el tema no está agotado no es el objetivo principal de este brevísimo artículo volver a esa polémica, que es sin dudas muy necesaria. El fin fundamental que perseguimos apunta al artículo 22 del proyecto, que en concordancia con lo anteriormente regulado, plantea la obligación estatal de regular que “no exista concentración de la propiedad en personas naturales o jurídicas no estatales, a fin de preservar los límites compatibles con los valores socialistas de equidad y justicia social”.
Pero, ¿qué es la concentración de la propiedad? Si uno hace una búsqueda en Internet, lo primero (y casi que lo único) que “the old reliable” Google nos muestra es algún que otro análisis sobre la concentración de la propiedad rural, es decir, lo que en Cuba se conoció como latifundio: que unas pocas personas ostenten la propiedad sobre tierras agrícolas que trabajan los campesinos.
Este caso es claro y casi que no admite discusión. Aunque ya no se defienda como antes el principio de “la tierra es para el que la trabaja” (en función de la propiedad estatal sobre determinados terrenos que pueden resultar de valor estratégico para la economía nacional y para la seguridad alimentaria del pueblo), está claro que es inadmisible que unos cuantos “terratenientes” vivan holgadamente del sudor del campesino.
Al respecto, el Observatorio de Tierras y Derechos nos informa[1]:
“La concentración de la propiedad rural es uno de los fenómenos que contribuyen al aumento de la desigualdad. (…) Cada día hay más tierra en poder de menos dueños y más desocupados en las ciudades.”
“Este fenómeno es visto a escala mundial y se caracteriza por las grandes adquisiciones de tierras y generar una presión por los recursos naturales por parte de grandes grupos económicos y empresas transnacionales.”
Nuestro proyecto de reforma constitucional se declara al respecto, dictaminando en su artículo 29 un “régimen especial” [2] para la propiedad privada sobre la tierra y regulando incluso un derecho preferente del Estado para su adquisición mediante pago de un justo precio. También se prohíben el arrendamiento, la aparcería, los préstamos hipotecarios y cualquier acto que implique gravamen o cesión a particulares de los derechos emanados de la propiedad privada sobre la tierra.
Lo anterior es una conjunción del tradicional principio revolucionario de “la tierra para el que la trabaja”, la necesidad del Estado de explotar tierras sobre la base de intereses nacionales y la prohibición a viejos negocios turbios como los que abundaban en la República neocolonial. Mucho dueño de tierra cómodamente en su casa de La Habana, mientras otro se desgasta trabajando el terruño ajeno.
Algo que quizás podamos echar en falta es la prohibición expresa de que se enajenen las tierras cubanas en favor de capitales extranjeros. La experiencia histórica de Cuba con entidades transnacionales como la infame United Fruit Company nos debe ilustrar al respecto.
Sin embargo, más allá de la propiedad rural, ¿cómo podemos entender esa concentración de la propiedad? ¿Cómo se concentra la propiedad en otros ámbitos?
El ejemplo más claro (y también un ejemplo clásico) es el de los monopolios. Para la escuela tradicional del capitalismo liberal, uno de los valores fundamentales es la libre competencia entre agentes económicos. El siglo XIX y los albores del siglo XX vieron como esa “mano invisible del mercado” que desarrollara teóricamente Adam Smith era manipulada por los “hilos invisibles” de empresarios “muy exitosos” que comenzaban a concentrar bajo su poder económico distintas empresas que antes le hacían competencia; se extinguía la posibilidad de la cacareada competencia porque en el mercado solo competía una sola entidad.
Por supuesto, los economistas se manifestaron en contra. Independientemente del signo político e ideológico, es irracional apoyar la noción del monopolio. Una empresa que concentra toda la oferta no obedece necesariamente a la demanda, sino que la modifica y trastoca a su antojo. Frustra la iniciativa económica privada (piedra angular del liberalismo), ya sea mediante políticas de “precios predatorios” o por la compra de negocios incipientes (a veces, compra forzosa y con violencia mediante).
Es por ello que, incluso en las naciones decanas del imperialismo global, están vigente leyes antimonopolios, que buscan “preservar” la competencia como mecanismo idóneo (a su juicio) para el desarrollo económico.
Para la élite mundial, los monopolios son un óbice para el pleno desarrollo de un sistema que coadyuva a su status especial. Pero para Cuba y el socialismo que nos proponemos construir, las implicaciones de la concentración de propiedad no solo pasan por el tamiz de los monopolios. Para el capitalismo puede ser muy provechosa la competencia, aunque solo salgan ganando unos pocos.
Para más señas, antes de 1959, 550 personas se podían considerar los dueños de la isla[3]. Entre ellos había 102 extranjeros: el mayor era un venezolano, Julio Lobo Olavarría, dueño de 16 centrales azucareros, una corredora de azúcar, 22 almacenes de azúcar, una agencia de radiocomunicaciones, un banco, una naviera, una aerolínea, una aseguradora y una petrolera.
El caso de Fulgencio Batista Zaldívar también sobresale: poseía 9 centrales azucareros, un banco, tres aerolíneas, una papelera, una empresa contratista, una empresa transportista por carretera, una productora de gas, dos moteles, varias emisoras de radio, una televisora, periódicos, revistas, una fábrica de materiales de construcción, una naviera, un centro turístico, varios inmuebles urbanos y rurales, varias colonias y varias firmas norteamericanas, pues en el entramado de pertenencias utilizaba el nombre de amigos, familiares, socios y de testaferros; y muchas de sus posesiones no aparecían inscritas con su nombre.
Muchos de los que hoy defienden la concentración de la propiedad en Cuba alegan que de lo contrario, se obliga a los “emprendedores” a la ilegalidad. Que si no se le permite a una persona (por poner un ejemplo) tener quince barberías, se las agenciará para que familiares y amigos concurran como “cabezas visibles”, y presten sus nombres para validar el negocio.
¿Es que acaso podemos justificar lo mal hecho con la incapacidad de velar por lo justo? ¿Es que tenemos que resignarnos a que un puñado de “mentes brillantes” para los negocios concentren en sus manos la propiedad y la riqueza? ¿Podríamos decir que “modernizamos” el socialismo cuando únicamente lo vaciamos de contenido, dejando un título bonito para otro modelo más de capitalismo?
Es un asunto de justicia social, claro. Pero también tenemos que entender que, como decía nuestro amigo Carlos Marx, “la política es expresión concentrada de la economía”. Y si permitimos que la base económica dependa de la voluntad de una élite, tarde o temprano entregaremos las llaves de la soberanía.
No pensemos como una minoría. Actuemos y propugnemos un sistema que valide nuestros verdaderos intereses, los intereses de la mayoría. En palabras simples: aboguemos por los barberos y no por el dueño de las quince barberías.
[1] Estadísticas y otros datos están disponibles en el sitio web de la organización
[2] Evidencia de ello es el decreto-ley 300, que impone un límite de 67 hectáreas a la propiedad rural. De aprobarse el proyecto constitucional, otras leyes complementarias serán necesarias para desarrollar y atemperar el ordenamiento jurídico a la realidad socioeconómica del país.
[3] Véase al respecto el libro Los propietarios de Cuba, Guillermo Jiménez Soler
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