NUEVA YORK – Ante la crisis de la COVID‑19, gobiernos de todo el mundo están dando una vigorosa respuesta fiscal y monetaria combinada que ya llegó al 10% del PIB global. Pero según la última evaluación general del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas, es posible que estas medidas no estimulen el consumo y la inversión tanto como esperan las autoridades.
El problema es que una porción significativa del dinero se está canalizando directamente a la formación de colchones de capital, en un proceso de aumento de balances precautorios. La situación es análoga a la «trampa de liquidez» que tanto preocupó a John Maynard Keynes durante la Gran Depresión.
La implementación de las medidas de estímulo actuales para contener las consecuencias económicas de la pandemia se ejecutó con comprensible prisa, casi con pánico. No fue una estrategia selectiva ni precisa, pero muchos analistas dirán que era la única opción posible: sin una inyección masiva de liquidez de emergencia, podían esperarse numerosas quiebras, pérdidas de capital organizacional y un camino todavía más difícil hacia la recuperación.
Pero ya es evidente que la pandemia durará mucho más que algunas semanas, como se suponía cuando se aprobaron estas medidas de emergencia. De modo que se necesita una evaluación más cuidadosa de todos estos programas, con la mirada puesta en el largo plazo. En períodos de gran incertidumbre, es común que haya un aumento del ahorro precautorio, ya que particulares y empresas se aferran al efectivo por temor a lo que vendrá.
La crisis actual no es una excepción. La angustia por el futuro y la reducción general de las oportunidades de gasto hacen probable que buena parte del dinero entregado a familias y empresas termine ocioso depositado en cuentas bancarias, y que los bancos no puedan otorgar nuevos préstamos con el excedente de liquidez por falta de destinatarios solventes dispuestos a endeudarse.
No sorprende que entre febrero y abril los excedentes de reservas en las instituciones de depósito estadounidenses se hayan casi duplicado, desde 1,5 billones de dólares hasta 2,9 billones. En comparación, durante la Gran Recesión los excedentes bancarios apenas llegaron a un billón de dólares. Este enorme aumento de las reservas bancarias hace pensar que las políticas de estímulo implementadas hasta ahora han tenido poco efecto multiplicador. Es evidente que el crédito bancario por sí solo no nos sacará de este atasco económico.
Para colmo de males, el exceso actual de liquidez puede conllevar un alto costo social. Además de las inquietudes habituales relacionadas con la deuda y la inflación, hay también buenos motivos para temer que el exceso de efectivo en los bancos se canalice a la especulación financiera. Las bolsas ya exhiben grandes oscilaciones diarias; esta volatilidad puede, a su vez, perpetuar el clima de incertidumbre, lo que estimulará todavía más conductas precautorias y desalentará el consumo y la inversión que se necesitan para motorizar la recuperación.
En este caso, no sólo habrá una trampa de liquidez, sino también una paradoja de liquidez: un enorme aumento de la oferta de moneda, con escasez de oportunidades para su uso por parte de familias y empresas. Medidas de estímulo bien diseñadas pueden ayudar cuando la COVID‑19 esté bajo control. Pero mientras la pandemia siga haciendo estragos, no puede haber regreso a la normalidad.
De modo que por ahora la clave está en reducir el riesgo y aumentar los incentivos al gasto. Mientras las empresas teman que de aquí a seis meses o a un año la situación económica siga siendo desfavorable, pospondrán la inversión y al hacerlo demorarán la recuperación. El único que puede romper este círculo vicioso es el Estado. Los gobiernos deben hacerse cargo de los riesgos actuales, ofreciendo a las empresas compensación en caso de que transcurrido cierto lapso la economía todavía no se haya recuperado.
Para hacerlo, ya existe un modelo: los «títulos contingentes de Arrow‑Debreu» (por los premios Nobel de Economía Kenneth Arrow y Gérard Debreu), instrumentos cuya ejecución estaría supeditada a condiciones predeterminadas. Algunos ejemplos pueden ser: que a una familia que compre un auto hoy, el Estado le garantice la suspensión de los pagos mensuales si dentro de seis meses la curva de la epidemia se mantiene en cierto punto; préstamos e hipotecas atados a los ingresos para alentar la compra de diversos bienes duraderos (incluida la vivienda); y disposiciones similares para inversiones reales de las empresas.
Los gobiernos también deben analizar la emisión de vales de gasto para estimular el consumo privado. Ya ocurre en China, donde unos cincuenta municipios han comenzado a emitir cupones digitales que pueden usarse para comprar diversos bienes y servicios dentro de un plazo determinado. La fecha de caducidad los convierte en poderosos estimulantes del consumo y de la demanda agregada en el corto plazo, cuando más necesarios son.
Como es probable que la pandemia dure mucho más de lo que se pensó al principio, se necesitará todavía más estímulo. Por ejemplo, aunque Estados Unidos ya gastó más de tres billones de dólares en diversas formas de asistencia, si no se implementan más medidas (y, esperemos, mejor diseñadas), ese dinero sólo habrá prolongado unos pocos meses la vida de muchas empresas, en vez de salvarlas realmente.
Una idea que funcionó en varios países es ayudar a las empresas a pagar salarios y afrontar otros costos, en proporción a los ingresos perdidos, con la condición de que no despidan trabajadores. En Estados Unidos, la legisladora Pramila Jayapal, integrante de la Cámara de Representantes por el estado de Washington, propuso una ley de estas características, lo mismo que diversos senadores.
Los programas de estímulo mal diseñados no sólo son ineficaces, sino que pueden ser peligrosos. Políticas erradas pueden aumentar la desigualdad, sembrar la inestabilidad y debilitar el apoyo político a los gobiernos justo cuando se lo necesita para evitar que la economía caiga en una recesión prolongada. Felizmente hay alternativas, pero todavía no es seguro que los gobiernos las adopten.
Las ideas expresadas en este artículo no reflejan posturas de Naciones Unidas ni de sus estados integrantes.
JOSEPH E. STIGLITZ, a Nobel laureate in economics and University Professor at Columbia University, is Chief Economist at the Roosevelt Institute and a former senior vice president and chief economist of the World Bank. His most recent book is People, Power, and Profits: Progressive Capitalism for an Age of Discontent.
HAMID RASHID, a former director-general for multilateral economic affairs at the Ministry of Foreign Affairs in Bangladesh and senior adviser at the UNDP's Bureau for Development Policy, is Chief of Global Economic Monitoring at the United Nations Department of Economic and Social Affairs.
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