Trump promete a sus votantes una reindustrialización, pero sus políticas fomentan todo lo contrario
Donald Trump romperá la mayoría de sus promesas electorales. ¿Cuáles cumplirá?
La respuesta, sospecho, guarda más relación con la psicología que con la estrategia. Trump se muestra mucho más vehemente a la hora de castigar a la gente que a la de ayudarla. Puede que haya prometido no recortar la Seguridad Social ni la asistencia sanitaria gratuita a los más mayores, ni dejar sin seguro médico a las decenas de millones de personas que lo han obtenido gracias al Obamacare, pero en la práctica parece absolutamente dispuesto a satisfacer a su partido destruyendo el colchón de seguridad.
Por otro lado, su afán por trastocar los 80 años de compromiso de EE UU con el crecimiento del comercio mundial parece ir en serio. El jueves, la Casa Blanca declaraba que se estaba planteando imponer un arancel del 20% a todas las importaciones procedentes de México, lo cual no solo sacaría a Estados Unidos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés), sino que también violaría todos sus acuerdos comerciales.
¿Por qué quiere hacerlo? Porque ve el comercio internacional del mismo modo que todo lo demás: como una lucha por el dominio, en la que uno solo gana a costa de otro.
Su discurso de investidura lo dejó completamente claro: “Durante muchas décadas, hemos enriquecido a la industria extranjera a costa de la estadounidense”. Y considera que los aranceles punitivos son un modo de evitar que los extranjeros nos vendan sus productos, y por tanto, de revivir las “oxidadas fábricas esparcidas por el paisaje como lápidas”.
Por desgracia, como casi cualquier economista podría explicarle —aunque probablemente no en los tres minutos en que el presidente es capaz de mantener la atención—, las cosas no funcionan así. Aunque los aranceles sirviesen para contrarrestar un poco el largo declive del empleo en el sector manufacturero, no crearían puestos netos, sino que tan solo los redistribuirían. Y puede que ni siquiera sirvan para eso: en conjunto, las políticas del nuevo régimen probablemente acelerarán, en vez de ralentizar, el declive de la industria estadounidense.
¿Cómo lo sabemos? Podemos analizar la lógica económica subyacente y también podemos fijarnos en los que pasó durante el mandato de Ronald Reagan, que en ciertos aspectos representa un ensayo general de lo que se avecina.
Ahora bien, me refiero a la realidad de Reagan, no a la leyenda de los republicanos, que culpa enteramente a Jimmy Carter de la recesión de principios de la década de 1980 y atribuye a San Ronald todo el mérito de la recuperación posterior. De hecho, todo ese ciclo no tiene casi nada que ver con las políticas de Reagan.
Lo que sí hizo Reagan, en cambio, fue hinchar el déficit presupuestario a base de gastos militares y reducciones tributarias. Esto empujó al alza los tipos de interés, lo cual atrajo capital extranjero. La entrada de capital, a su vez, fortaleció el dólar, lo que restó competitividad al sector manufacturero estadounidense. El déficit comercial se disparó, y el prolongado declive del peso relativo de la industria en el empleo total se aceleró bruscamente.
Cabe destacar que con Reagan empezó a hablarse de forma generalizada de "desindustrialización” y se acuñó la expresión Rust Belt, el "Cinturón del Óxido"
También vale la pena señalar que el declive de la fabricación durante la era de Reagan se produjo a pesar del considerable grado de proteccionismo, en especial la cuota impuesta a las exportaciones de coches japoneses a Estados Unidos, que acabó costando a los consumidores más de 30.000 millones de dólares al cambio actual.
¿Repetiremos la misma historia? Está claro que el régimen de Trump inflará el déficit, principalmente mediante rebajas fiscales a los ricos. (¿No resulta curioso lo calladitos que están todos los cascarrabias del déficit?) Es cierto que, a lo mejor, no se impulsará demasiado el gasto, puesto que los ricos ahorrarán muchas de sus ganancias inesperadas mientras que los pobres y la clase media se enfrentarán a un recorte drástico de las ayudas. Aun así, los tipos de interés ya han subido, anticipándose al repunte de los préstamos, y el dólar también. Así que parece que estamos siguiendo el manual de Reagan para reducir la producción industrial.
Es verdad que Trump parece dispuesto a practicar una clase de proteccionismo mucho más radical que la de Reagan; este último no llegó a violar flagrantemente acuerdos comerciales ya firmados. Esto podría ayudar a algunas industrias, pero también hará que el dólar suba más, lo que perjudicará a otras.
Y he aquí otro factor a tener en cuenta: la economía mundial se ha vuelto mucho más compleja a lo largo de las tres últimas décadas. Hoy en día, casi nada está “fabricado en Estados Unidos”, o ya puestos, “fabricado en China”: el sector manufacturero es un negocio mundial en el que los coches, los aviones y demás se ensamblan a partir de piezas fabricadas en distintos países.
¿Qué le pasará a ese negocio si Estados Unidos les pega un hachazo a los acuerdos que rigen el comercio internacional? Será inevitable que se produzcan grandes perturbaciones: algunas fábricas y localidades estadounidenses se beneficiarán, pero otras se verán perjudicadas, y mucho, por la pérdida de mercados, componentes cruciales o ambas cosas.
Los economistas hablan del “impacto de China”, los trastornos sufridos por algunas comunidades a causa del auge de las exportaciones chinas durante la década de 2000. Pues bien, el impacto de Trump que se avecina será, como mínimo, igual de dañino.
Y los más perjudicados, tal como sucede con la sanidad, serán los votantes blancos de clase trabajadora que fueron lo bastante estúpidos como para creer que Donald Trump estaba de su parte.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2017.
Traducción de News Clips.
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