Por Rolando Astarita
La idea, que he defendido en otras notas (aquí y aquí), de que las relaciones de producción tienen primacía por sobre las relaciones de distribución, ha dado lugar al envío de bastantes críticas a “Comentarios”. Algún lector ha llegado a decir que mi posición es de derecha.
Dada la importancia del tema, en esta nota presento otros dos argumentos a favor de la primacía de la producción sobre la distribución. El primero surge de la lectura del libro de Fred Moseley, Money and Totality (ver aquí para una reseña).
En ese texto Moseley destaca que Marx construye su teoría siguiendo dos niveles de abstracción. El primer nivel es el del “capital en general”, desarrollado en los volúmenes I y II de El Capital. Allí Marx explica cómo se genera la plusvalía total en la economía, y qué factores determinan su monto. En esta instancia, las variables esenciales son las formas en que el capital puede incrementar la plusvalía –plusvalía absoluta o plusvalía relativa-, y la relación entre la masa de plusvalía y el valor de la fuerza de trabajo (o tasa de plusvalía).
Este primer nivel de abstracción define entonces la contradicción fundamental del modo de producción capitalista, la que existe entre el capital (en general) y el trabajo. Por un lado, la hermandad de los capitales en la extracción de la plusvalía. Por otro, la hermandad de clase de los explotados, de los que generan la plusvalía.
En el segundo nivel de abstracción –volumen III de El Capital-, Marx analiza la división de la plusvalía en partes individuales. División de la plusvalía entre los diferentes capitales según sus magnitudes, determinándose la tasa media de ganancia y los precios de producción. Y división de la plusvalía entre el capital industrial y el capital mercantil (comercios, bancos); y entre ganancia empresaria, interés y renta de la tierra.
Lo importante para lo que nos ocupa es que este segundo nivel de abstracción presupone lógicamente al primero, la generación de plusvalía. En otros términos, la producción de plusvalía debe preceder a su distribución entre las diferentes fracciones del capital (o entre los propietarios de la tierra y otros recursos naturales). Moseley subraya repetidas veces este punto. Se trata, en última instancia, de un criterio materialista que está orgánicamente vinculado a la teoría del valor trabajo: el valor es trabajo socialmente necesario, objetivado en la mercancía. Esto es, no puede generarse en la distribución; esta última presupone que el valor se ha generado mediante el trabajo humano. Puede verse, de manera muy sencilla, que es imposible que la distribución no dependa de la producción.
La crítica moral y abstracta de la ganancia
El segundo argumento tiene que ver más directamente con las variables distributivas, fundamentalmente con la ganancia. Es que el reformismo burgués y el socialismo vulgar con frecuencia atacan a las ganancias, pero jamás cuestionan a la relación capitalista que le da origen. De la misma manera, atacan al interés, pero no al capital dinerario; o atacan a la renta de la tierra, pero no a la propiedad privada de la tierra.
El resultado de estos enfoques es que critican al sistema capitalista superficialmente, y como si estuvieran por fuera de las relaciones sociales. Tomemos como ejemplo la ganancia, tema preferido de muchos amigos de la humanidad. La Iglesia dice, por caso, que “hacer del lucro la norma y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable”. Otros, justamente indignados, afirman que “nuestras vidas valen más que sus ganancias”; o protestan porque hay “mucho para pocos, poco para muchos”; y reclaman “satisfacer las necesidades humanas, y no las ganancias”. En definitiva, la ganancia, tomada en su abstracción, se transforma en el epítome de todos los males sociales. A lo que se le opone un ideal de sociedad “justa y racional” (cualquier similitud con el viejo socialismo utópico no es casualidad).
Así, paulatinamente se construye una especie de imperativo moral –y a principios de siglo XX floreció un socialismo kantiano- que clama por una sociedad “donde el ser humano no sea un medio para el enriquecimiento de los privilegiados, sino un fin en sí mismo” (fórmula preferida de los socialistas kantianos).
Es innegable la buena voluntad y predisposición de mucha de esta gente (aunque también están los cínicos). Pero incluso admitiendo esa sana intención, el marxismo no puede compartir esta crítica. ¿Por qué? Pues por lo que hemos planteado antes: en tanto subsistan las relaciones de producción capitalistas, el afán de ganancia sin fin no se puede eliminar. Es que el mismo circuito capitalista, -dinero que genera dinero- impulsa a la incesante valorización del valor adelantado. Por eso, el impulso a obtener más y más ganancia no se debe a un rasgo psicológico perverso del capitalista, sino a la propia estructura del actual modo de producción, basada en el dominio del capital. El capitalista, sea grande o pequeño, personifica esa relación social. Por eso no es una cuestión de su “maldad”, de que “no tiene sentimientos”, y cosas por el estilo. Como explicaba Marx, son las mismas relaciones de la competencia las que empujan a los capitalistas a intentar extraer el máximo de plusvalía, al margen de sus creencias morales o religiosas. De ahí que los males de la sociedad actual no se solucionen atacando sus expresiones de superficie. Es necesario que la crítica se dirija a las relaciones de producción (esto es, de propiedad). Esta es una gran diferencia entre el marxismo y el socialismo vulgar, que hace eje en la distribución. Y que de ahí se desliza, invariablemente, a una crítica abstracta y moralista.
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