Supongo que no habrá acabado hasta que el corpulento golfista cante, pero parece que la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible (ACA, por sus siglas en inglés), el llamado Obamacare, va a sobrevivir. Al final, Mitch McConnell no logró encontrar los votos que necesitaba; debemos estarles muy agradecidos a los senadores Susan Collins, Lisa Murkowski y John McCain (que resulta ser mejor hombre de lo que yo creía), por no mencionar el sólido muro de demócratas que se erigieron en defensores de algo que está bien. Por otra parte, todo indica que los mercados de seguros están estabilizándose, que la rentabilidad de las aseguradoras ha aumentado, y que solo un 0,1% de los beneficiarios han perdido el servicio.
Es cierto que el tuitero en jefe conserva una considerable capacidad para sabotear la sanidad, pero los republicanos están básicamente pidiéndole que pare, creyendo –con razón– que la ciudadanía los culpará de cualquier deterioro futuro de la cobertura.
¿Por qué ha sobrevivido Obamacare? La respuesta chocante es que sigue porque hace mucho bien. Decenas de millones de estadounidenses disfrutan de cobertura sanitaria –imperfecta, pero mucho mejor que ninguna– gracias a la ley. Varios millones más descansan mejor sabiendo que seguirán disponiendo de cobertura si algo se tuerce; si, por ejemplo, pierden el seguro pagado por la empresa o desarrollan una enfermedad crónica.
Y esto plantea la gran pregunta: ¿por qué la perspectiva de reforma sanitaria provocó tanta ira popular en 2009 y 2010?
No hablo de la ira del aparato republicano, que odiaba y temía la ley no por la posibilidad de que fracasase, sino porque temía que funcionase (como lo ha hecho). Y tampoco hablo de la ira de unos cuantos ricos furiosos ante la idea de que sus impuestos se dedicasen a pagar la sanidad de los mortales inferiores.
No. Hablo de las personas que les gritaban a sus representantes parlamentarios en los ayuntamientos. Personas como, por ejemplo, el hombre que empujó a su hijo con parálisis cerebral y en silla de ruedas delante de un congresista, gritando que el plan sanitario del presidente Obama no le proporcionaría al niño "ninguna atención" y sería una "pena de muerte".
Pero, por supuesto, el hecho es que las personas con afecciones médicas preexistentes se encuentran entre los principales beneficiarios de la ACA, y habrían sido las que más hubiesen tenido que perder si los republicanos hubiesen logrado revocar la ley. Y esto debería haber sido evidente desde el principio.
Aparte de eso, ahora está claro (como también debería haberlo estado desde el principio) que, a excepción de los contribuyentes ricos, muy pocos han sido los perjudicados por la reforma sanitaria, diseñada para distorsionar lo menos posible el sistema sanitario existente.
Es cierto que a unos 2,6 millones de personas que tenían pólizas individuales con elevados copagos y/o cobertura limitada se les dijo que sus pólizas eran demasiado económicas para cumplir los requisitos de la ACA. Pero se les ofreció la oportunidad de adquirir mejores pólizas, y muchas probablemente recibieron subvenciones que hicieron esas pólizas más baratas que las originales. Por otro lado, algunas personas jóvenes, sanas y ricas vieron cómo aumentaban sus primas. Pero las predicciones de perjuicios masivos erraron por completo.
O, si consideran las pruebas estadísticas como "noticias falsas", piensen en lo que pasa cada vez que los republicanos piden a los ciudadanos que aporten relatos de terror sobre cómo les ha perjudicado la reforma: el resultado sigue siendo un efusivo apoyo apoyo a la ley, reforzado por relatos de vidas y economías salvadas por la ACA.
Así que, una vez más, ¿a qué se debía la ira contra Obamacare?
En buena medida estuvo orquestada por grupos de presión como Freedom Works, y es fácil suponer que algunos de los "ciudadanos corrientes" que se presentaron en los ayuntamientos eran de hecho activistas de derechas. Aun así, hubo mucha ira popular genuina, avivada por la información tergiversada y por las mentiras descaradas de los sospechosos de rigor: Fox News, talkRadio, etcétera. Por ejemplo, aproximadamente el 40% de los ciudadanos creían que la ley crearía "comités de la muerte" y privaría de atención a los más ancianos.
La pregunta, por tanto, es por qué tantas personas creyeron esas mentiras. La respuesta, creo, se reduce a una combinación de política de identidad y fraude por afinidad. Siempre que veo a alguien criticar a los progresistas por practicar una política de identidad, me pregunto qué se imagina esa gente que la derecha lleva haciendo todos estos años. Durante generaciones, los conservadores han condicionado a muchos estadounidenses para que crean que los programas públicos de seguridad social consisten en quitarles cosas a los blancos para dárselas a las minorías.
Y creyeron a los que avivaron la ira contra Obamacare porque a algunos estadounidenses les parecían de los suyos, es decir, blancos que los defendían de ya-saben-quién.
¿Cuál es la moraleja de todo esto? Hay una noticia mala y una buena. Ciertamente no es alentador comprender con qué facilidad muchos estadounidenses se dejaron embaucar por las mentiras de la derecha y prorrumpieron en gritos airados contra una reforma que de hecho les mejoraría la vida.
Por otro lado, finalmente se ha impuesto la verdad, y la incapacidad de los republicanos para asumir esa verdad se está convirtiendo en un verdadero lastre político. Y mientras tanto, la ACA de Obama ha convertido Estados Unidos en un lugar mejor.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2017.
Traducción de News Clips.
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