Apremiados por el desafío de la pandemia más grande del siglo, los investigadores cubanos ponen su extra para responder a la demanda de medicamentos en los hospitales y reorientan con éxito algunos productos previamente destinados para otras enfermedades. De estos, algunos han resaltado por su decisiva efectividad, en tanto nuevas propuestas buscan convertirse en vacunas. Mientras, los médicos salvan vidas con esos fármacos y truecan sus salones terapéuticos en creativos laboratorios científicos
Por MARIETA CABRERA y TONI PRADAS, Bohemia
“No hay tiempo para desarrollar farmacéuticamente un producto, porque la pandemia no nos lo da”, resumió hace varias semanas, ante las cámaras HD de la televisión nacional, el doctor Vicente Verez Bencomo, director general del Instituto Finlay.
El autor principal de la vacuna de antígeno sintético contra el Haemöphilus influenzae tipo b (Hib), causante de la mitad de las infecciones bacterianas que padecen los niños menores de cinco años, explicaba entonces la encrucijada en la que se encontraba la ciencia cubana –como mismo la de otros países– para borrar de la faz de la Tierra un minúsculo coronavirus, el SARS-CoV-2, ante la imposibilidad de contarse ahora mismo con un medicamento preventivo universal que, de un solo golpe, resuelva el problema de la pandemia generada por la ignota enfermedad COVID-19.
El tono del experto era realista más que dramático, aun cuando el escenario al que se refería era espeluznante. En poco tiempo, el morbo se instaló en los cuerpos de cientos de miles de personas y se cobraba centenares de vidas diariamente. También comenzaba a hacer trizas a robustos sistemas sanitarios primermundistas. El virus había tomado por rehén a la especie humana, y a esta no le quedó más remedio, para evitarlo, que refugiarse en sus hogares mientras cumplía un contranatural alejamiento social.
Aun así, no dejó de entrar a las casas, pero en forma de noticias e incertidumbre: El mundo, trastrocado, empezó a rezar por una vacuna salvadora; también los cubanos. Mas los científicos saben que no se dan los milagros a contrarreloj y mucho menos es posible garantizar la salud con fármacos improvisados a media luz.
La vacuna demoraría, sí. Verez recordó que antes de extinguirse la epidemia de SARS, no apareció alguna que acabara esa enfermedad. Cuando el ébola, tampoco se logró. “Estos procesos tienen que estar en el momento en que hace falta, porque si no, incluso, desaparecen los enfermos y no es posible obtenerla”, aseveró el doctor al intervenir en el programa televisivo Mesa Redonda, escoltado por el policromático vitral de unos 24 metros cuadrados, Sol de América, que engalana el capitalino Palacio de la Revolución.
“Entonces lo que estamos haciendo hoy es para resolver la urgencia con lo que tenemos”, cortó el nudo gordiano el químico Verez, sabedor del amplio botiquín con medicamentos de punta desarrollados por la ciencia cubana durante al menos tres décadas.
En enero pasado, cuando en Cuba la COVID-19 apenas era un tema tan enigmático como lejano, llegaron las primeras noticias sobre la incorporación de un fármaco de la Isla al protocolo médico que se seguía en China, entraña inicial de la epidemia. Escogido por su potencial para curar la afección respiratoria entre otros 30 productos por la Comisión Nacional de Salud, la aplicación del Interferón alfa 2b recombinante, por si fuera poco, contribuyó notablemente con el mejoramiento de los pacientes y el testimonio de su acierto destapó una inusitada demanda internacional del viejo preparado antiviral.
No tardó entonces la Organización Mundial de la Salud (OMS) en recomendar el producto, que ya había sido probado en epidemias anteriores contra otros coronavirus.
Como se sabe, el organismo humano produce interferones que forman parte de su sistema inmunológico con acción antiviral. Es decir, actúa directamente para que ese sistema responda y active los mecanismos inhibidores capaces de evitar la replicación viral.
Cuando los médicos chinos confirmaron que una de las características del SARS-CoV-2 era la reducción de los niveles de interferón en los pacientes infectados, le echaron mano al medicamento cubano para aplicarlo cuando el virus alcanzaba altos niveles, sobre todo en pacientes inmunodeprimidos.
Desde su invención en 1986, el Interferón alfa 2b recombinante nutrió sorprendentemente su hoja de servicios tras ser empleado con éxito en terapias virales contra la hepatitis B y C, el herpes zóster o culebrilla, el VIH, el dengue, la papilomatosis respiratoria recurrente causada por el virus del papiloma humano, el condiloma acuminado y algunos tipos de cáncer. Mejor, imposible.
Con tales señas, la compañía mixta chino-cubana ChangHeber, junto a Biotech y Changchun Heber Biological Technology, impulsó la producción de ese fármaco modelado en las mentes de investigadores del habanero Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB), del cual es no solo un producto líder, sino el parteaguas que marcó la mayoría de edad de la historia científica insular.
Pasaban los días y algo iba quedando claro: la COVID-19 llegaría en algún momento a las vías respiratorias cubanas con visado internacional, por más medidas de observación epidemiológica que adoptaran los puertos, marinas y aeropuertos. Ni se diga más: Había que prepararse para cuando se izara la bandera amarilla.
No existía una cura, pero ya se sabía que las personas se agravaban cuando acarreaban otros padecimientos: hipertensión, diabetes, enfermedades coronarias… y estas son más frecuentes cuando el organismo tiene más edad y desgaste y, por tanto, sería más complicado despertar una respuesta antiviral propia.
Por eso, tal como dio a conocer el doctor Eduardo Martínez Díaz, presidente del Grupo Empresarial BioCubaFarma –del que forma parte el CIGB y otros centros del llamado Polo Científico del Oeste–, el país se dio a la tarea de garantizar los fármacos exigidos por el protocolo médico –rápidamente definido por el Ministerio de Salud Pública (Minsap)– que se seguiría con los pacientes de la forastera enfermedad, además de medios de protección como nasobucos para el personal sanitario, jabones medicinales con acción desinfectante y soluciones hidroalcohólicas.
A pesar de las limitaciones de producción que ha sufrido la industria médico-farmacéutica nacional en los últimos años, BioCubaFarma se comprometió a asegurar los 22 medicamentos imprescindibles para el mencionado protocolo. Y a medida que este fue actualizándose como consecuencia de la ampliación del conocimiento internacional y las experiencias autóctonas sobre la enfermedad, igual creció la cantidad de fármacos demandados.
Los terapeutas, de esta forma, tendrían a mano un grupo de antivirales, encabezado por el interferón, así como otros antivirales químicos. También medicamentos de uso hospitalario, destinados a las diferentes fases de gravedad por las que puede transitar un paciente.
“Contamos con el respaldo de todos los necesarios, incluso para el escenario más crítico, de acuerdo con los modelos de pronóstico”, tranquilizó el doctor Martínez Díaz.
También fue creado un grupo de trabajo para aprovechar las capacidades de producción de dispositivos y así contribuir a la reparación de equipos de terapias intensivas y a la fabricación de medios de protección.
BioCubaFarma, digamos, estableció para iguales fines un estrecho vínculo laboral con otras empresas, con la Unión de Industrias Militares y con trabajadores del sector no estatal que se sumaron para desafiar un dilema sanitario que se sabe cómo empezó, pero difícilmente se sepa a ciencia cierta cómo terminará.
Cuando suena la sirena
Desde que en diciembre pasado aparecieron en Wuhan, China, los primeros casos reportados en el mundo, el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí (IPK), de La Habana, empezó a acondicionarse y a buscar información acerca de este nuevo virus.
“Sabíamos que los primeros casos que aparecieran en el país iban a venir para el IPK”, resaltó el director de este centro, el doctor Manuel Romero Placeres, máster en Salud Ambiental.
Según explicó a BOHEMIA el también especialista en Medicina General Integral, en Higiene y Epidemiología, y en Administración Pública, los investigadores y profesionales del instituto se fueron preparando para organizar el centro ante la emergencia.
Así fue como Amely Arencibia García, máster en Virología, entre el 11 y 14 de febrero asistió a un taller en México convocado por la Organización Panamericana de la Salud (OPS) para los países de la región de las Américas y el Caribe.
“El objetivo del encuentro era conocer las especificidades del kit comercial –en este caso de la firma suiza Hoffmann-La Roche–, para tenerlas en cuenta al estandarizar la técnica en Cuba que haría el diagnóstico con la tecnología de PCR en tiempo real”, precisa la también licenciada en Microbiología y trabajadora del Laboratorio Nacional de Referencia de Influenza y otros Virus Respiratorios en el IPK. Asimismo, recibió conferencias magistrales sobre cómo transportar las muestras y las medidas de bioseguridad que debían seguirse, cómo sería la definición de casos, y otros temas.
Apenas regresó, sin perder un minuto se reunió con los colegas de su laboratorio y luego de varias pruebas con los kits, lograron estandarizar la técnica e inmediatamente comenzaron a estudiar las muestras sospechosas que llegaban al instituto.
Entonces se amplió la preparación para los microbiólogos no solo del centro, sino de todo el país, donde existen tres laboratorios de virología fundamentales: uno en Santiago de Cuba, que atiende la región oriental; otro en Villa Clara, para la central; y el tercero en el Centro Provincial de Higiene, Epidemiología y Microbiología de La Habana, además del laboratorio del IPK.
Posteriormente se incrementó el número de laboratorios capacitados para hacer este diagnóstico, al incorporarse el de la Defensa Civil, en San José de las Lajas; y los del hospital Hermanos Ameijeiras y el CIGB. De tal suerte, Cuba logró promediar el análisis de PCR en unas 2 000 muestras diarias y, solo el IPK, casi 800.
Una estrecha vigilancia virológica, epidemiológica y clínica se estableció entonces sobre cada viajero que llegaba al país, así como sus contactos en la población, para detectar a tiempo los portadores del virus.
Fue en medio de esa vigilancia –recuerda el director Romero Placeres– que aparecieron los primeros casos: tres italianos, diagnosticados el 11 de marzo, justo el día en que la OMS declaró el estado de expansión pandémica de la COVID-19.
Para esa fecha, a fin de atender a los enfermos y a los portadores asintomáticos del virus, ya la dirección política del país había designado como centros de internamientos, además del IPK, a todos los hospitales militares de la Isla excepto el Doctor Carlos J. Finlay, ubicado en el municipio habanero de Marianao.
Pero cualquier institución hospitalaria civil del territorio nacional podría ser activada para, de ser necesario, prestar servicios a un presunto número creciente de pacientes de la pandemia. De hecho, hubo que incorporar a esa atención los capitalinos hospitales Ortopédico Frank País y Docente Dr. Salvador Allende.
El coronel Julio Andrés Pérez Salido, especialista en Medicina Interna y Medicina Intensiva, no oculta su orgullo por que la institución que dirige –el Hospital Militar Central Doctor Luis Díaz Soto, de La Habana del Este, popularmente conocido como Naval– haya sido llamada para cumplir con esta tarea. Pesa en la decisión, dice, su nivel de organización, protocolizado por las dos entidades rectoras: el Ministerio de las Fuerzas Armadas (Minfar) y el Minsap.
Admite, además, que los médicos militares tienen una formación adicional para enfrentar desastres y traumas de guerra, así como disciplina, preparación política e ideológica más acentuadas, de más rigor.
No extraña saber, entonces, que los de bata blanca sobre traje verde olivo hayan asistido activamente a las víctimas de ciclones en Cuba, o que su esfuerzo haya servido para revertir el caos sanitario provocado por delicadas contingencias como la epidemia de ébola en África o el terremoto de Pakistán, por citar dos ejemplos.
Con la llegada de las primeras ambulancias al Cuerpo de Guardia, el Naval entró en acción clínica contra la COVID-19 el 13 de marzo a las cuatro de la madrugada, y desde entonces se convirtió en uno de los centros que más casos ha atendido hasta hoy.
Ya habían previsto mantener, el 50 por ciento de sus servicios a los usuarios habituales (militares, familiares y población circundante), pero en breve tiempo hubo que destinar toda la institución para recibir oleadas de pacientes del sobrevenido trance. De esta manera, de 120 camas iniciales (en realidad, prepararon 137), llegaron a incrementar los cupos hasta completar 410 con el distanciamiento requerido.
En el Naval, cada cama en cuidados mínimos tiene como promedio todos los recursos básicos de un hospital general o clínico quirúrgico. Eso incluye atención de enfermería con signos vitales y medicamentos de todo tipo: los de vía endovenosa, parenteral u oral. El protocolo de la COVID-19 incorpora otros como el oseltamivir y azitromicina para los sospechosos; para los confirmados, interferón, kaletra y cloroquina (esta última, al menos hasta el momento en que la OMS recomendó estudiar más profundamente los beneficios de su aplicación).
También se previó ventilación artificial para 40 personas graves a la vez. El coronel Pérez Salido celebró que nunca fuera necesario llegar ni siquiera a 10 en un mismo intervalo, gracias al protocolo creado y al enriquecimiento de este con varios proyectos terapéuticos que ayudaron a disminuir la carga viral y a buscar bondades dentro de la enfermedad.
Gracias a una ejemplar integración multidisciplinaria, a la que se sumó una gran coordinación entre los centros científicos y hospitalarios, la medicina cubana logró acumular resultados alentadores, en la medida que se aplicaron fármacos que estaban pensados para diferentes enfermedades. Al ser estos reorientados hacia el tratamiento de la COVID-19, alcanzaron diferentes niveles de respuestas en los pacientes, entre estas la detención del estado crítico y con esto, un muy posible fallecimiento.
Para lograrlo, fueron fundamentales tres ensayos clínicos de productos desarrollados por el CIGB. Así, el intercambio de información entre investigadores y terapeutas no ha cesado de sobrevolar etéreamente la ciudad desierta, de este a oeste, y viceversa.
El primero de estos es el Proyecto Esperanza, que descansa en la unión del Interferón alfa 2b recombinante con el HeberFERON. Otro ensayo clínico se realiza con el CIGB 2020, que suministrado en gotas potencia la inmunidad innata.
“El tercero es el CIGB 258, que a nuestro juicio es el que dio el vuelco en la atención a los pacientes en estado grave y crítico, al menos en el Naval”, inclina la balanza el doctor coronel.
Cuando va siendo hora de apuntar algunas experiencias ganadas, resalta la colaboración establecida minuto a minuto entre los grupos de expertos médicos y de centros científicos como el IPK, el CIGB, el Centro de Inmunología Molecular, entre otros.
En tanto, el Minsap, en coordinación con todos los hospitales, por iniciativa del Naval comenzó a realizar el estudio de las autopsias de todos los pacientes fallecidos.
“Los resultados que obtenemos los discutimos en un grupo de expertos para, al final, definir si la persona murió por COVID o con COVID. Los pacientes tienen muchas comorbilidades y a la hora de dar respuesta a qué llevó al fallecimiento, lo debemos hacer con toda la responsabilidad”, explica la teniente coronel Teresita Montero González, especialista en Anatomía Patológica, quien está al frente del Centro de Desarrollo del Naval.
Por su parte, el doctor Pérez Salido también enfoca hacia el tema epidemiológico en Cuba. “Hay que fortalecerlo en cuanto a recursos humanos. Tiene que haber epidemiólogos en todos los sectores de la sociedad, porque esta ha sido una enseñanza”, dice, y propone “recuperar los famosos locales o salas de infectología en el país, en todos los niveles que sea posible”.
Y la otra lección, reconoce el coronel, son las medidas higiénicas y antiepidémicas que tienen que ser cada vez mayores. “El nasobuco llegó a los hospitales para quedarse. Pasarán cinco años, alguien se quitará el nasobuco y le dirán: tenga cuidado”.
No van lejos los de adelante
Promisorio también en el tratamiento de los pacientes graves y críticos ha sido el fármaco Itolizumab, anticuerpo monoclonal humanizado creado en el Centro de Inmunología Molecular (CIM), y que forma parte del protocolo de atención médica a la COVID-19.
La doctora en Ciencias Tania Crombet Ramos, directora de Investigaciones Clínicas de esa institución, ha explicado que conocían que esta molécula, desarrollada originalmente para leucemias y linfomas, controla la inflamación a gran escala, por lo que se usaba hace años en enfermos de psoriasis severa y artritis reumatoide.
Se sabe, explicaba, que en la última etapa de la COVID-19 prevalece la inflamación sistémica, que daña al paciente, y es en esta fase donde actúa el Itolizumab para reducir la secreción de las citocinas inflamatorias, causantes de la extravasación masiva de sustancias y líquido en los pulmones.
El ensayo clínico de este fármaco tiene lugar principalmente en el hospital Manuel Piti Fajardo, de Santa Clara.
Con un enfoque profiláctico, el CIGB 2020 se halla igualmente en estudio clínico. Refiere el doctor Gerardo Guillén, director de Investigaciones Biomédicas del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología, que este preparado se puede usar también en etapa temprana de la infección por el SARS-CoV-2, para estimular la respuesta inmune innata, a fin de que el sistema inmunológico combata el virus y no se desarrolle la enfermedad.
LA MOLÉCULA MONUMENTAL
El ingenio en la investigación y la audacia intelectual en la terapéutica hicieron posible que durante la pandemia los pacientes cubanos cuenten con un fármaco salvador
Muchos habaneros circulan diariamente por la Vía Monumental, en La Habana del Este. Pero el doctor Rafael Venegas Rodríguez no: Él suele atravesarla. La autopista de losas separa el reparto donde vive –el mítico Camilo Cienfuegos– del centro donde trabaja –el legendario Hospital Militar Central Doctor Luis Díaz Soto.
Esa rutina de ir y volver, de cruzar y recruzar la Monumental, fue interrumpida una mañana de marzo, cuando echó en su mochila algo de ropa interior y su cepillo de dientes. Se había preparado mentalmente para permanecer 15 días con sus noches sin salir de una hermética sala refrigerada, brindando su especialidad y conocimientos en Terapia Intensiva y Emergencias a los primeros pacientes de COVID-19 que llegaron agravados al hospital Naval.
Como Odiseo, jamás imaginó Rafael que regresaría más de 40 días después. Ya en casa, su asombro sería mayúsculo cuando le palpó el pipote a la esposa Ana Garcés Beltrán, especialista en Medicina General Integral: Caramba, cuánto había crecido y cómo pateaba su futura niña, entrado ya el séptimo mes de gestación.
Poco antes del reencuentro de Venegas con su compañera, bastante lejos de allí la joven María Isabel Duménigo festejaba de la manera más insospechada sus 15 años: cumpliendo el aislamiento social que impuso la pandemia de COVID-19 y acompañada únicamente por sus padres, con bailes de tres y tres sabrosos cakes.
Tuvo suerte María Isabel porque su madre, la doctora María del Carmen Domínguez Horta, pudo estar ese día junto a ella. Durante las últimas semanas les era difícil pasar mucho tiempo cerca.
Es que María del Carmen, trabajadora del Laboratorio de Autoinmunidad del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB), se traía entre manos una idea brillante como un astro, una molécula manejada a su antojo que prometía tener dotes terapéuticas para evitar muchas muertes provocadas por la pandemia.
Cientos de veces debió haber recorrido la Vía Monumental la hoy científica, al viajar desde y hacia su natal Jovellanos, en Matanzas, mientras estudiaba la licenciatura en Bioquímica en la Universidad de La Habana. En 1988, al graduarse, comenzó a trabajar en el centro biotecnológico y se involucró en varios proyectos que apuntaban a las ciencias médicas y la industria farmacéutica.
Vaya caprichos que tiene la vida, porque su padre, obrero, quería que ella fuese médico. “Pero fui comprendiendo que yo no tengo carácter para enfrentar el dolor humano: me desarma”, confiesa a BOHEMIA y gesticula sus manos como una bailarina.
Le gustaban, eso sí, las ciencias: las matemáticas, la biología… Desde pequeña incluso. Estando en el preuniversitario, su profesor de Química la estimulaba a estudiar carreras nucleares en la entonces Unión Soviética, pero ella sabía ya lo que quería: Bioquímica. “Lo mío eran las células”.
Rafael Venegas, sin embargo, sí eligió estudiar Medicina, aunque afirma que el médico no nace, se hace.
Cursando los Camilitos, sus referencias sobre esa carrera eran muy distantes, pero siempre le llamó la atención cómo unas personas se podían entregar a una profesión para ayudar a los demás. Finalmente pesó la formación vocacional que recibió de profesores muy prestigiosos, quienes le hablaban de las ciencias médicas.
Ya como cadete en el Instituto de Medicina Militar Doctor Luis Díaz Soto, se preguntó muchas veces qué hacía allí en pleno Período Especial. Estudiaba con sus amigos bajo las lámparas de la Vía Monumental en medio de un apagón, o buscaban una “chismosa” de petróleo, porque al otro día tenía un seminario y había que estar preparado, y nada de excusas.
“Llevaba mucho sacrificio tener la mente clara sobre qué queríamos. A pesar de eso, nos mantuvimos y terminamos la carrera”, medita el hoy mayor de los servicios médicos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Incluso jugó más fuerte. Eligió la especialidad de Terapia Intensiva, una de las más complicadas, de mayor sacrificio y abnegación.
“Es quien trabaja con las formas graves de las enfermedades”, reflexiona el joven de 43 años. “Tiene en sus manos la vida de los pacientes, y todo lo que haga por él puede llegar a salvarlo. Es un estímulo muy grande para cualquier médico, y el intensivista tiene esa posibilidad”.
Fábula de Lewis y Beagle
Cuando Venegas se graduó de médico en 2001 (la especialidad la obtuvo en 2013), la doctora Domínguez Horta se encontraba acunando un proyecto destinado a obtener fármacos para el tratamiento de las enfermedades autoinmunes. Ya había dirigido uno antes, su primero, diseñado para la obtención de antígenos para el diagnóstico de la sífilis. Cuando ese maduró, posteriormente presentó la nueva idea, la cual le fue aprobada en el año 2000.
Las enfermedades autoinmunes son muy complejas. En estas, el sistema inmunológico pierde su autocontrol y empieza a producir células y moléculas contra componentes propios. Es decir, se torna autodestructivo, como si bombardeáramos nuestra propia casa.
Es el caso de la artritis reumatoide, una enfermedad multifactorial, crónica e irreversible en la que el sistema inmunológico provoca una inflamación constante sobre las articulaciones de manos y pies, y quizás hasta los ojos, pulmones, la piel y otros órganos.
En el tratamiento de este padecimiento es en lo que más ha adelantado el equipo de trabajo de María del Carmen Domínguez, al punto de ya poseer un fármaco en estudios clínicos humanos.
Para llegar a obtenerlo, la doctora y sus colegas usaron herramientas de la bioinformática a fin de diseñar diferentes moléculas en la pantalla de una computadora, en este caso péptidos (la unión de varios aminoácidos) que reforzaran su capacidad reguladora, es decir, atenuaran esa respuesta inflamatoria.
Entonces las evaluaron en diversos laboratorios, hasta estar en condiciones de escalar a la parte preclínica. En esta, primero se obtuvieron las moléculas o péptidos, luego se sintetizaron químicamente y se experimentó a escala de laboratorio en células de pacientes con artritis reumatoide, cultivadas in vitro. ¿Aumentaron las citosinas inflamatorias? Y si disminuyeron, ¿cuáles lo hicieron?
Así fue como los informes, durante años, fueron engordando con las respuestas y con acotaciones y nuevas sugerencias.
Hasta que llegó la etapa crítica de seleccionar un candidato, o varios, y evaluarlos en modelos animales. Es como tirar la moneda al aire: Si cae cara, se demuestra tener un concepto terapéutico; si cruz, todo vuelve atrás.
Las moléculas logradas por María del Carmen se aplicaron entonces en ratas Lewis para realizar los estudios de toxicología, demostrando que eran seguras. Listas para pasar a la Fase I de pruebas en humanos, se presentó un expediente con los resultados de 12 años de investigación al Centro para el Control Estatal de Medicamentos, Equipos y Dispositivos Médicos (Cecmed).
Tras recibir la aprobación, se iniciaron en 2014 los ensayos clínicos en 20 pacientes con actividad moderada de artritis reumatoide, junto a especialistas de Reumatología del Centro Nacional de Referencia para las Enfermedades Reumáticas (ubicado en el Hospital Clínico Quirúrgico de Diez de Octubre) y del Laboratorio Clínico del Centro de Investigaciones Médico-Quirúrgicas.
El producto resultó ser muy seguro y muy bien tolerado por los pacientes. Apenas provocó efectos adversos, aun cuando son habituales esas reacciones al usarse los fármacos que hoy existen para modular la inflamación provocada por esta enfermedad.
Así llegó la hora de hacer otro expediente, esta vez para solicitar el pase a la Fase 2, con los resultados de la primera y la evaluación en otro animal de laboratorio, los perros Beagle. Utilizar dos especies de troncos evolutivos diferentes, certificaba mayor seguridad.
Cumplido el proceso de aprobación, el 13 de agosto de 2018 comenzó la segunda fase de ensayos de la molécula codificada como 814. Las pruebas clínicas –a las que se sumó el servicio de Reumatología del hospital Hermanos Ameijeiras–, realizadas a ciegas, con péptido o placebo sobre 185 pacientes que habían firmado su consentimiento informado, iban resultando alentadoras.
Y en eso llegó la pandemia de COVID-19.
En “piyama”
“Teníamos la convicción de que la única forma de poder enfrentar esta situación y que todo saliera bien, era manteniendo la investigación constante, el trabajo permanente con los pacientes, y observarlos bien”, recuerda el doctor Venegas sobre aquellos días en que estrenándose como jefe de Terapia Intensiva, precisamente con pacientes desmejorados por la enfermedad del nuevo coronavirus, sugirió a su equipo médico estar a menos de un metro de esas personas para poder observar bien la evolución de cada uno.
Aislados totalmente del exterior –incluso todo el edificio se declaró “zona roja”–, la comunicación con el grupo de expertos del Minsap, con sus profesores y directivos, era mediante el teléfono.
De esa manera aprendieron a utilizar una modalidad de ventilación artificial, llamada APRV (sus siglas en inglés), que nunca habían tocado y de la que insistían los asesores usar según valoraran.
Con esta variante, el doctor se arriesgó a aplicarla a los pacientes intubados para brindarles aire de manera más suave, y que ellos participaran en la ventilación a pesar de estar sedados.
Habían visto ya que en China hicieron algo similar en unos 50 pacientes y aunque todos murieron, desde el punto de vista ventilatorio observaron una evolución diferente. “Fue un reto asumir esta nueva modalidad ventilatoria, y podemos decir con satisfacción que todos ellos están en sus casas”, destaca el intensivista.
Cuenta Rafael que cuando se cumplían los 15 días de estar en la sala, llamó al director del hospital para decirle que no le planificara relevo, pues se iba a quedar en la terapia. “Él insistió en que saliera, pero le dije: eso no tiene discusión”. Después su esposa le mandó alguna ropa interior, lo único que necesitaba, pues allí dentro todo el tiempo se anda en “piyama” (la ropa verde clínica).
Estar adentro más de 40 días seguidos fue difícil. “Nunca había estado en una situación semejante”, confiesa. A la presión del trabajo médico se le sumaban las labores organizativas para las acciones asistenciales de sus subordinados, la bioseguridad… el consuelo fue hablar con su esposa cuando la jornada se presumía quieta.
Una noche, justo a las nueve, Ana llamó y tuvo suerte de que Rafael no estuviera ocupado. Quería que él escuchara los aplausos que sus vecinos, al otro lado de la Monumental, le dedicaban –también a todo el personal de salud– en agradecimiento por su entrega. ¿Qué hubiera sido de él si no existieran los celulares?
Del 814 al 258
Estando aún en zona roja, el doctor Venegas marcó el número de la doctora Domínguez y le pidió que le explicara mejor acerca de ese péptido de su creación sobre el cual había disertado en el Naval, había dejado varios bulbos y con estos, su tarjeta de teléfono.
Semanas antes, la experta había leído un artículo en la revista The Lancet, de mediados de marzo, en el que un grupo de investigadores chinos describía que en pacientes graves y críticos de COVID-19 ocurría la tormenta de citocinas. Esta paralizaba el sistema inmunológico y los órganos fallaban. Entonces sucedía un distrés respiratorio, una neumonía muy fuerte, a nivel de pulmón.
La bioquímica observó que existen puntos de contacto entre la COVID-19 y las enfermedades autoinmunes, en las que no hay esa tormenta de citocinas, pero sí un aumento de la producción de estas de forma crónica, mantenida durante años.
Días después le planteó a su jefe, el doctor Gerardo Guillén, secretario del Consejo Científico, la idea de que el mecanismo de acción del 814 pudiera probarse contra la enfermedad pandémica.
Rápidamente, el Consejo Científico del CIGB aprobó la propuesta, y el homólogo de BioCubaFarma también. Como aparecían los primeros casos bien complicados, todo fue expedito.
Luego consiguió el espaldarazo del Minsap, en un momento en que estaban muriendo personas y no tenían opción terapéutica.
Así fue aprobado el uso del 814, que entonces tomó el código de CIGB 258, para el tratamiento de esos pacientes en un estudio compasional. Es decir, que llegan a fase crítica, no hay opción terapéutica y el clínico decide aplicar la molécula con el consentimiento de los familiares y la alta responsabilidad asumida por él.
Como era un producto no registrado todavía para ninguna condición, aprobaron iniciar el estudio en los pacientes críticos y ventilados del Naval, que ya contaba con casi 200 hospitalizados.
Mas el primero que trataron se puso muy mal, pero no debido al medicamento, que tenía un alto margen de bioseguridad. Tras siete u ocho días ventilado, el paciente se burló de la muerte.
“El péptido fue para nosotros el caballo de batalla, pues logró neutralizar o bloquear la tormenta de citoquinas y cuando lo hizo, junto con el resto de medidas impidió que el paciente evolucionara a la fase mortal de la enfermedad”, valora Venegas.
Mostrada la efectividad del 258 para sacar de su condición de crítico a los pacientes, el mayor apostó por suministrarlo a algunos pacientes graves, de forma profiláctica, para que no transitaran a la fase crítica, y jamás llegaron a ese estado.
Rápidamente, el fármaco ocupó un espacio en el protocolo del país y su aplicación en todos los hospitales destinados a la enfermedad siguió sumando éxitos y admiración.
“Si en este medicamento unimos toda la evidencia científica que hay y se logra avalar como una propuesta de modulación, de control de la respuesta inmunológica en la tormenta de citoquinas, creo que la COVID-19 va a pasar a la historia, porque vamos a tener un medicamento que va a impedir que los ancianos, los pacientes con predisposición oncológica, evolucionen a una fase crítica mortal por esta enfermedad”, sentencia el terapeuta.
De momento, mientras algunos países negocian con Cuba para adquirir el medicamento, ya fue aprobada su solicitud de patente de derecho intelectual, perteneciente al CIGB, y en esta aparece el nombre de la doctora María del Carmen Domínguez Horta como autora del producto, y el del doctor Rafael Venegas Rodríguez por los aportes que hizo a la aplicación de la molécula Monumental.
FÓRMULA PROBADA
Gerardo Guillén Nieto, director de Investigaciones Biomédicas del CIGB, considera que la integración entre la salud pública y los centros de investigación es una lección aprendida que los preparó para enfrentar la epidemia
El doctor en Ciencias Biológicas Gerardo Guillén Nieto debe haber perdido en los últimos meses no solo el sueño, sino algunas libras de peso. Confiesa a BOHEMIA que, como muchos colegas, trabaja hasta tarde en las noches, incluidos los sábados y domingos. “No sabemos a veces ni qué día de la semana es”, dice con ese hablar pausado que lo distingue.
Un abultado expediente sobre un ensayo clínico del proyecto CIGB 2020 ocupa una de las sillas de la oficina del científico, ante la falta de espacio en el buró colmado de papeles, lo cual deja entrever el ajetreo que ha reinado allí desde que en Cuba fueran reportados los primeros casos de enfermos por la COVID-19.
“Es una experiencia enorme, pero pienso que de cierta forma estábamos preparados para enfrentarla”, afirma el director de investigaciones biomédicas del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB). “En el manejo de situaciones de emergencia como esta –explica–, no hemos hecho más que aplicar el método de trabajo concebido por Fidel cuando creó las bases de la ciencia en Cuba, estrategia sustentada en principios éticos, de integración, de coordinación entre las instituciones, de interés por el impacto en la salud y no por intereses económicos”.
Cuba, como ningún país, ha trabajado de forma coordinada para integrar el Ministerio de Salud Pública (Minsap) con las potencialidades de los centros de investigación en las diferentes esferas. Porque no solo es con el sector biotecnológico, sino con los matemáticos, los geógrafos, y muchos otros, considera Guillén.
Y acota: “Quienes conformamos estos grupos de trabajo nos reunimos con expertos de Salud Pública y con la máxima dirección del país para coordinar las tareas, y esa es una enseñanza del Comandante en Jefe”.
Recuerda que en la década de los años 90 del siglo pasado, ante la epidemia de neuromielitis óptica que afectó a la población cubana, él y otros científicos tuvieron el privilegio de adquirir esa experiencia directamente de Fidel, quien dirigió las acciones para controlar la enfermedad, como mismo ha hecho ahora el presidente Miguel Díaz-Canel.
“Las bases para enfrentar la COVID-19 estaban creadas. Muchos investigadores hemos vivido esto con anterioridad y fuimos capaces de transmitir esa práctica a la nueva generación, que la ha asumido con rapidez”. Ilustra el doctor Guillén que cuando se solicitó al personal del CIGB sumarse a la realización del diagnóstico del virus por la técnica de PCR en tiempo real –lo cual supone un nivel de riesgo–, “los jóvenes no titubearon: se incorporaron de inmediato, incluso más de los que se necesitaban”.
Muchos de ellos laboran directamente en los proyectos de ese centro que forman parte del protocolo de tratamiento cubano. “Es un grupo numeroso de investigadores y cada uno hace una contribución importante”.
Pero no solo eso. Especialistas de esa institución científica también aportaron sus conocimientos para la realización en el país del diagnóstico molecular del virus por la tecnología SUMA. Experimentados investigadores diseñaron y sintetizaron más de 40 péptidos que luego fueron evaluados y seleccionados, de conjunto con expertos del Centro de Inmunoensayo, a fin de que estos últimos realizaran el montaje de un sistema de diagnóstico tipo ELISA basado en la tecnología SUMA, lo cual lograron en tiempo record.
Sin perder tiempo, ni rigor
Una llamada telefónica al doctor Guillén, de las varias que ocurrirían durante la entrevista, obliga a una pausa en el diálogo.
–Dime, Tere… ¿Negativizaron?
Minutos después, Guillén se disculpó: “Era del hospital Naval. Hay datos que refieren que 80 por ciento de los pacientes resultan negativos al virus en siete días. Eso demuestra que el interferón está teniendo un efecto, y ya el nuevo protocolo de tratamiento va a incluir la realización de la prueba de PCR en el séptimo día, para poder dar el alta médica en ese momento y no esperar a los 15.
“Como es una enfermedad emergente, a partir de las evidencias que se obtienen en la clínica se va modificando dicho protocolo y aprobando cambios que realmente impactan”, afirma.
Del otro lado de la línea telefónica, intuimos, estaba la doctora Teresita Montero González, especialista en Anatomía Patológica, quien días antes había comentado a BOHEMIA que se comunicaba casi a diario con el doctor Guillén para mantenerlo al tanto sobre los resultados del protocolo, o consultarlo acerca de alguna particularidad de esas guías cubanas.
“El binomio Biotecnología-hospital Naval ha funcionado muy bien”, dijo entonces la teniente coronel de las FAR.
“En ocasiones, hemos tenido pacientes –de los que están incluidos en los ensayos clínicos que se realizan en el hospital con productos del CIGB– que luego de realizarles la prueba de PCR y resultar negativa, desean irse para su casa y se les da el alta médica. Pero como hay que tomarles muestras para dicho estudio, el equipo de investigación ha ido hasta la vivienda de esa persona para hacerlo y también llevarles medicamentos propios del ensayo clínico. Eso ha marchado de manera muy coordinada”.
Ver cómo el complejo engranaje de un ensayo clínico transita de una fase a otra en breve tiempo ha sido, para muchos, revelador, aun cuando se trata de productos registrados como medicamentos para otras afecciones, y ahora se reposicionan con fines diferentes.
En opinión del director de Investigaciones Biomédicas del CIGB, ante la actual emergencia de salud “todo se ha hecho muy rápido y sin perder el rigor”. Refiere que los estudios clínicos, así como las modificaciones al protocolo, reciben ante todo el aval del grupo de expertos que desde el inicio de la epidemia sesiona en el Minsap.
Sobre la mesa las propuestas, se someten al ojo crítico de investigadores de las instituciones científicas, médicos especializados en Terapia Intensiva y Medicina Interna, expertos de otras áreas, directivos del Minsap, así como representantes del Centro para el Control Estatal de Medicamentos, Equipos y Dispositivos Médicos (Cecmed) y del Centro Nacional Coordinador de Ensayos Clínicos (Cencec), autoridades regulatorias.
Luego de aprobar la conveniencia de realizar un estudio clínico, por ejemplo, se elabora la propuesta en detalle, la cual es presentada al Cecmed y al Cencec, y conciliada con los clínicos en el hospital donde va a tener lugar la investigación para ajustar los elementos que la hagan viable.
“Son cosas que normalmente ocurren aisladas en el tiempo. Sin embargo, ahora todo eso sucedió en ocasiones en 72 horas”, resalta el doctor Guillén, y agrega que las reuniones entre los participantes se hicieron de forma simultánea y acelerada; cuando se presentaba la edición final del estudio al Cecmed, era aprobada por esta entidad regulatoria en 24 horas.
Y mientras esto marchaba, garantizaban la disponibilidad de productos para llevar a cabo el estudio clínico e, incluso, producían un poco más con la mente puesta en el momento de la introducción del ensayo, su continuidad y extensión nacional.
“Se hizo en paralelo, a riesgo, porque después podía no funcionar. Pero no daba tiempo a terminar la investigación para entonces empezar a producir el producto”, patrocina el investigador.
“Comparado con lo que existe en el mundo –concluye el científico–, ninguna nación ha sido capaz de hacer lo que Cuba. Y no me refiero a los productos de la ciencia, sino al enfoque integral como país”. Ese que ha demostrado nuestra fortaleza en el combate contra la pandemia.
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