De esto que se acerca un oficial al rey en plena batalla y le dice:
—"¡Señor, los campesinos nos repelen!".
—"A mí, desde siempre. ¿A vosotros no?".
Es un chiste muy viejo, pero yo diría que viene como anillo al dedo a la actual situación del Partido Republicano. Mientras las bases iracundas rechazan a los candidatos de la cúpula para decantarse por ya saben quién, una buena parte de la élite del partido no se culpa a sí misma, sino a los defectos morales y de carácter de los votantes.
Durante estos últimos días, se ha hablado mucho de un artículo de Kevin Williamson publicado en National Review, y defendido a capa y espada por otros miembros del personal de la revista, en el que se niega que la clase trabajadora blanca —"el núcleo de los adeptos de Trump"— sea, en ningún sentido, víctima de influencias externas. Muchas cosas han ido mal en la vida de estos estadounidenses —"la dependencia de las ayudas sociales, la adicción al alcohol y a las drogas, la anarquía familiar"— pero "nadie les ha hecho esto. Son ellos los que se han defraudado a sí mismos".
Vale, es cierto que hablamos de un par de escritores de una revista conservadora. Pero resulta evidente, si miramos a nuestro alrededor, que esta actitud es compartida por muchos en la derecha. Cuando Mitt Romney hablaba del 47% de los votantes que nunca le apoyaría porque "creen que el Gobierno tiene la obligación de ocuparse de ellos", estaba canalizando una corriente muy influyente del pensamiento conservador. Igual que hacía Paul Ryan, el presidente de la Cámara, cuando advertía sobre una red de seguridad social que se convierte en "una hamaca que adormece a personas perfectamente capacitadas y las conduce a una vida de dependencia y pasividad".
O piensen en la actitud hacia los trabajadores estadounidenses que, sin darse cuenta, dejaba traslucir Eric Cantor, por entonces líder de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes, cuando decidió conmemorar el Día del Trabajocon un tuit en el que elogiaba... a los empresarios.
¿Qué está pasando aquí?
No cabe duda de que el fracaso social de la clase trabajadora blanca es un problema extremadamente grave. En sentido literal. El otoño pasado, los economistas Anne Case y Angus Deaton captaron la atención de muchos con un artículo que ponía de manifiesto que la mortalidad de los estadounidenses blancos de mediana edad, que llevaba varias generaciones reduciéndose, había empezado a aumentar de nuevo en torno al año 2000. Este aumento de la tasa de mortalidad se debía principalmente a los suicidios, el alcohol y las sobredosis de fármacos, especialmente de opiáceos. (Marx afirmaba que la religión era el opio del pueblo. Pero, en los Estados Unidos del siglo XXI, parece ser que los opiáceos son el opio del pueblo).
Y hay otros síntomas de desmoronamiento social, desde el deterioro de la salud hasta el aumento del aislamiento, que también proliferan entre los estadounidenses blancos. Algo va terriblemente mal en el corazón de EE UU.
Es más, los escritores de National Review aciertan al vincular estos males sociales con el fenómeno de Trump. Podemos llamarlo la muerte y El Donald: el análisis de los resultados de las elecciones primarias hasta ahora pone de manifiesto que los condados cuya población blanca tiene una tasa de mortalidad elevada también tienen tendencia a votar a Trump.
La pregunta, sin embargo, es por qué sucede esto. Y el diagnóstico que prefiere la élite republicana es, sencillamente, erróneo (de tal modo que nos ayuda a entender la razón por la que la élite ha perdido el control sobre el proceso de elección de su candidato).
Reducida a su esencia, la opinión de la élite del Partido Republicano se resume en que el Estados Unidos de clase trabajadora sufre una crisis no de oportunidades, sino de valores. Es decir, que por alguna razón misteriosa, muchos de nuestros conciudadanos han perdido, como dice Ryan, "la voluntad y la motivación para sacar el máximo partido a su vida". Y esta crisis de valores, según dan a entender, se ha visto agravada por unos programas sociales que les facilitan demasiado la vida a los vagos.
Los problemas de este diagnóstico deberían resultar evidentes. Decenas de millones de personas no sufren una crisis de valores sin motivo alguno. Recuerden que, hace varias décadas, el sociólogo William Julius Wilson explicaba que los males sociales de la comunidad negra de Estados Unidos no surgían de la nada, sino que eran consecuencia de la desaparición de las oportunidades económicas. Si estaba en lo cierto, sería de esperar que una disminución de las oportunidades tuviese el mismo efecto sobre los blancos, y no cabe duda de que eso es exactamente lo que estamos viendo.
Por otro lado, el argumento de que la red de seguridad social causa un deterioro social porque malacostumbra a los vagos tropieza con la cruda realidad de que cualquier otro país desarrollado tiene una seguridad social más generosa que la nuestra, mientras que el aumento de la mortalidad entre los blancos de mediana edad es exclusivo de Estados Unidos: en el resto del mundo, continúa la tendencia histórica a la baja.
Pero la élite republicana no puede afrontar la verdad. Está demasiado influida por el argumento a lo Ayn Rand sobre el choque entre los gorrones y los heroicos creadores de empleo como para admitir que la economía vertical puede ser incapaz de generar empleo de calidad o que, a veces, las ayudas públicas son un salvavidas esencial. Así que acaba arremetiendo contra sus propios votantes cuando estos se niegan a tragarse esa historia.
Para que quede claro, no pretendo decir que Donald Trump tenga ideas mejores sobre lo que necesita el país; él no hace más que vender otra fantasía, ésta relacionada con el supuesto poder de la beligerancia. Pero, al menos, reconoce los problemas reales a los que se enfrentan los estadounidenses de a pie, en vez de darles lecciones sobre sus defectos morales. Y esa es una de las principales razones por las que va ganando.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips.
No hay comentarios:
Publicar un comentario