J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research.
BERKELEY – Resulta prácticamente imposible evaluar el progreso de la economía de Estados Unidos en los últimos 40 años sin sentirse desilusionado. Desde la perspectiva del norteamericano promedio, casi un tercio del potencial productivo del país se ha despilfarrado en un gasto que no suma nada a la riqueza real o destruida por la crisis financiera de 2008.
Desde mediados de los años 1970, Estados Unidos incrementó el gasto en la administración de la atención médica en aproximadamente el 4% del PIB y aumentó el gasto en sobretratamientos en alrededor del 2% del PIB. Países como Canadá, el Reino Unido y Francia no han seguido sus pasos y, aun así, les está yendo igual de bien -si no mejor- a la hora de asegurar que sus ciudadanos se mantengan saludables.
Mientras tanto, en el mismo período, Estados Unidos ha desviado el gasto en educación, infraestructura pública e industria hacia la oferta de incentivos para los ricos -principalmente en forma de recortes impositivos-. Estados Unidos gasta 10% más de lo que gastaba antes en facilitarles a los ricos la tarea de acumular riqueza, pero ha recortado la inversión pública en capital físico y humano en aproximadamente el 4% del PIB, comparado con lo que se habría esperado si los patrones de gasto hubiesen seguido las tendencias históricas.
Hace 40 años, por ejemplo, Estados Unidos gastaba alrededor del 4% de su PIB en finanzas. Hoy, gasta el doble que eso. Y los resultados han sido catastróficos. A pesar de los argumentos plutocráticos de que los jefes de las compañías financieras y otros CEOs merecen sus paquetes de compensación cada vez más desmesurados, no existe ninguna evidencia de que estén haciendo un mejor trabajo que antes en lo que concierne a dirigir sus empresas o asignar capital de manera más eficiente. Por el contrario, la mayor cuota de responsabilidad por las continuas dificultades económicas se puede asignar tranquilamente al sector financiero hipertrofiado y disfuncional de Estados Unidos.
Este redireccionamiento de la inversión se suele atribuir a los esfuerzos por fomentar el crecimiento. Y, sin embargo, más allá de cuánto distorsionemos los puntos de partida o manipulemos los puntos de referencia, es claro que ha fracasado. En verdad, cuesta ver las decisiones de los últimos 40 años como algo que no sea un profundo fracaso por parte de las instituciones públicas responsables de forjar el progreso económico del país.
Este es un hecho sorprendente. Hasta alrededor de 1980, estas instituciones eran claramente de primera categoría. Durante más de 200 años, el gobierno de Estados Unidos fue sumamente exitoso en cuanto a expandir las oportunidades y alimentar el crecimiento económico. Desde la insistencia de Alexander Hamilton de promover la industria y las finanzas, hasta la construcción de infraestructura que se propagó por el continente y la introducción de la educación pública, las inversiones del gobierno se amortizaron generosamente. De hecho, el gobierno, en repetidas ocasiones, empujó a la economía a lo que se creía eran las industrias del futuro, lo que resultó en una expansión económica y una clase media más grande y más pudiente.
Sólo hace relativamente poco tiempo se empezaron a hacer apuestas equivocadas. Los últimos 40 años de políticas no han logrado producir una sociedad más rica; sólo han generado una elite más rica.
No sorprende que los ideólogos de la izquierda y de la derecha no coincidan respecto de qué fue lo que salió mal. La izquierda, de manera bastante creíble, culpa a la idea de que el libre mercado siempre tiene razón y necesita estar desencadenado, y de que aquellos a los que recompensa siempre lo merecen. En la derecha, de manera menos creíble, atribuyen la decadencia a la supervivencia y expansión del sistema de asistencia social (comparativamente exiguo) de Estados Unidos. Programas como Medicare, Medicaid, la seguridad social, el Crédito Tributario por Ingreso Ganado, el seguro de desempleo y el seguro por discapacidad, sostienen, han convertido a Estados Unidos en un país de tomadores, no de hacedores.
En un nuevo libro, Economía concreta: el enfoque Hamilton para el crecimiento y la política económica, junto con el otro autor, Steve Cohen, demostramos que el problema es aún más fundamental. El pobre desempeño económico de Estados Unidos no es el resultado de alguna ideología particular, sino de permitir que los ideólogos guíen las políticas públicas.
El objetivo de una ideología en el mundo real no consiste en brindar esclarecimiento, sino en ofrecerles a sus adherentes una sensación de certeza mientras transitan un mundo complejo. Una ideología se vuelve exitosa no por sugerir políticas que funcionan, sino por ayudar a la gente a sentirse cómoda, feliz y segura de lo que está haciendo.
Cohen y yo sostenemos que hay una mejor alternativa que el enfoque ideológico: el pragmatismo. En lugar de buscar reglas dominantes o una gran teoría, hay que buscar, en cambio, algo que probablemente funcione -e implementar políticas en consecuencia.
Hemos bautizado esta estrategia con el nombre del fundador estadounidense más adepto a ajustar sus prescripciones en materia de política a la realidad. Pero es un método de toma de decisiones que ha tenido numerosos defensores a lo largo de la historia del país. Los presidentes norteamericanos Dwight Eisenhower, Teddy Roosevelt, Franklin Roosevelt y Abraham Lincoln colocaron el pragmatismo por delante de la ideología.
Como aporte a la cultura popular, Economía concreta seguramente resulte menos popular que el musical de hip-hop Hamilton. Pero para los responsables de las políticas que busquen revertir la economía estadounidense, esperamos que ofrezca alguna guía, tan necesaria, cuando aborden los desafíos que enfrenta el país.
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