Desde el principio, la mayoría de los analistas políticos liberales se mostraron escépticos respecto a Bernie Sanders. En muchos asuntos importantes —entre ellos los más distintivos de su campaña, y sobre todo la reforma financiera— parecía decantarse más por los eslóganes facilones que por la reflexión concienzuda. Y su teoría política del cambio, su desdén por los límites, parecían muy poco realistas.
Algunos defensores de Sanders respondieron con enfado cuando se manifestaron estas suspicacias, y de inmediato acusaron a todo aquel que dudase de su héroe de ser un corrupto, o incluso un auténtico criminal. Sin embargo, una cosa es la intolerancia y el clasismo de algunos de los seguidores de un candidato; ¿Pero qué hay del propio candidato? Por desgracia, en estos últimos días la respuesta ha quedado clara: Sanders empieza a parecerse a sus peores seguidores. Bernie se está convirtiendo en un “fanático de Berni”.
Permítanme ilustrar el asunto de las suspicacias hablando de la reforma bancaria. Aquí, el eslogan facilón es: “Acabad con los grandes bancos”. Resulta evidente la razón por la que este eslogan es atractivo desde un punto de vista político: Wall Street cuenta con un excelente elenco de villanos. ¿Pero realmente fueron los grandes bancos el origen de la crisis financiera y acabar con ellos nos protegerá de futuras crisis?
Muchos analistas llegaron hace años a la conclusión de que la respuesta a ambas preguntas era que no. Los préstamos rapaces fueron obra en gran medida de instituciones no pertenecientes a Wall Street y más pequeñas, como Countrywide Financial; la crisis en sí no tuvo su origen en los grandes bancos, sino en “bancos en la sombra” como Lehman Brothers, que no eran necesariamente tan grandes. Y la reforma financiera que el presidente Obama aprobó en 2010 ha supuesto un intento real de combatir esos problemas. Se podría y se debería dotarla de más envergadura, pero aporrear la mesa quejándose de los grandes bancos no es lo que hace falta.
El aspirante demócrata empieza a parecerse a sus peores seguidores. Bernie se está convirtiendo en un “fanático de Berni”.
Sin embargo, arremeter contra los grandes bancos es prácticamente lo único que ha hecho Sanders. En las raras ocasiones en las que se le han pedido más detalles, no ha dado la impresión de tener mucho más que ofrecer. Y esta falta de contenido más allá de los eslóganes parece extenderse a todas sus posturas políticas. Se podría argumentar que los detalles políticos carecen de importancia siempre que el político tenga los principios y el carácter adecuados. Resulta que no estoy de acuerdo. Por un lado, las posturas específicas de un político suelen ser una pista muy importante sobre su verdadero carácter (yo advertí acerca de la mendacidad de George W. Bush cuando la mayoría de los periodistas todavía lo presentaban como un tipo campechano y sincero, porque sí que analicé sus propuestas tributarias). Por otro lado, considero que estar dispuesto a afrontar decisiones difíciles, frente a buscar una escapatoria fácil, es una cualidad importante en sí misma. Pero, en cualquier caso, la actual forma de hacer campaña de Sanders plantea serias dudas sobre su carácter y sus principios.
Una cosa es que la campaña de Sanders señale los vínculos de Hillary Clinton con Wall Street, que son reales, pero la pregunta que debería plantear es si dichos vínculos han afectado a sus posturas, cosa que la campaña ni siquiera ha intentado demostrar en ningún momento. Pero los últimos ataques contra Clinton, tachándola de marioneta del sector de los combustibles fósiles, son sencillamente falsos e indican que la campaña de Sanders ha perdido sus principios éticos.
Y luego está ese torrente oratorio del miércoles pasado sobre que Clinton no está “cualificada” para ser presidenta. Seguramente lo que lo desató fue una entrevista que Sanders concedió hace poco a The Daily News, en la que, una y otra vez, se mostró incapaz de responder cuando le presionaban para que se saliese de sus eslóganes habituales. Cuando le preguntaron por esa entrevista, Clinton fue cuidadosa al elegir las palabras y dio a entender que Sanders “no había hecho las deberes”.
Pero Sanders no tuvo ningún cuidado en absoluto, y declaró que los que él considera los antiguos pecados de Clinton, entre ellos su apoyo a los acuerdos comerciales y su voto a favor de autorizar la guerra en Irak —por el que ella pidió disculpas— la incapacitan para el cargo. Eso es un desatino. Responsabilizar a la gente de su pasado es aceptable, pero imponer un modelo de pureza, según el cual todo error o tropiezo lo convierte a uno en el equivalente moral de un criminal, no lo es. Abraham Lincoln no encajaba en ese modelo; ni Roosevelt. Ni, por cierto, Bernie Sanders (piensen en las armas).
Y llama mucho la atención lo poco oportuna que ha sido la diatriba de Sanders. Dada la enorme ventaja que ella le saca en cuanto a delegados —debido sobre todo al apoyo de los votantes afroamericanos, que responden a su pragmatismo porque la historia les ha enseñado a desconfiar de las promesas extravagantes—, Clinton es la gran favorita para la candidatura demócrata.
¿Se está poniendo Sanders del lado del gentío que grita “Bernie o nada”, dispuesto a quitarse de en medio si no logra un vuelco inesperado, con lo que posiblemente contribuya a que Donald Trump o Ted Cruz lleguen a la Casa Blanca? Si no es así, ¿qué cree que hace? La campaña de Sanders ha potenciado mucho el idealismo y la energía que el movimiento progresista necesita. Sin embargo, también ha alimentado una vena de superioridad moral petulante entre algunos seguidores. ¿Habrá alimentado esa vena también en el propio candidato?
PAUL KRUGMAN ES PREMIO NOBEL DE ECONOMÍA.
© THE NEW YORK TIMES COMPANY 2016.
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