PRELUDIO
ASOMAN LAS GRIETAS
Este libro comienza con el inicio de la Gran Recesión, varios años antes de que empezara a publicar mis columnas de TheGreat Divide. La primera selección apareció en Vanity Fair en diciembre de 2007, el mismo mes en el que la economía estadounidense emprendió un descenso que acabaría por ser el peor desde la Gran Depresión.
Un pequeño grupo de economistas, del que yo formaba parte, llevaba tres años haciendo advertencias sobre la implosión que se nos venía encima. Cualquiera podía ver las señales de alarma, pero había demasiada gente enriqueciéndose en exceso. Estaba en marcha una fiesta a la que sólo estaban invitados unos pocos en la cima, pero que todos íbamos a tener que pagar. Por desgracia, los que se suponía que debían garantizar la estabilidad de la economía tenían una relación demasiado estrecha con los que daban la fiesta y estaban divirtiéndose (y ganando más dinero que nadie). Esa es la razón de que estos artículos estén agrupados aquí, a manera de preludio. La construcción de la Gran Recesión está íntimamente unida a la creación de la gran brecha en Estados Unidos.
En primer lugar, veamos el escenario: durante los años noventa hubo una gran expansión económica, alimentada por una burbuja tecnológica con la que los precios de las acciones del sector se dispararon, pero cuando la burbuja estalló, en 2001, la economía entró en recesión. El remedio del Gobierno de George W. Bush para cualquier problema era siempre bajar los impuestos, en particular bajar los impuestos a los ricos.
Para quienes habían trabajado en la administración de Clinton y se habían esforzado en reducir el déficit fiscal, aquello era preocupante por muchas razones. Era una forma de volver a los déficits, de deshacer todo el trabajo que se había hecho en los ocho años anteriores. El Gobierno de Clinton había aplazado inversiones en infraestructuras y educación, y en programas para ayudar a los pobres, todo por reducir el déficit. Yo me había mostrado en desacuerdo con alguna de esas medidas; me parecía que tenía sentido pedir préstamos para invertir en el futuro del país, y me preocupaba que un Gobierno posterior pudiera despilfarrar lo que tanto nos había costado ganar con propósitos no tan nobles.
Cuando la economía cayó en la recesión de 2001, se extendió entre los responsables políticos el consenso de que era necesario un estímulo. Para obtenerlo, en lugar de las bajadas de impuestos de Bush para los ricos, habría sido mucho mejor hacer las inversiones que habíamos aplazado.[9] Yo estaba ya preocupado por las desigualdades crecientes en el país, y aquellos recortes tan injustos empeoraron más la situación. El principio de mi artículo del 13 de marzo de 2003 para The New York Review of Books, titulado «Bush’s Tax Plan - The Dangers» [El plan fiscal de Bush: los peligros], era el siguiente: «Nunca tan pocos arrebataron tanto a tantos».
Peor aún era que, en mi opinión, los recortes fiscales iban a ser relativamente ineficaces. Y acerté. Este es un tema sobre el que vuelvo con frecuencia en este libro. Las desigualdades debilitan la demanda agregada y la economía. El aumento de las desigualdades en Estados Unidos estaba trasladando el dinero de la base a la cima de la pirámide, y, como los que estaban en la cima gastaban menos que los que estaban en la base, la demanda global se resentía. Durante los años noventa disimulamos el fallo con la creación de la burbuja tecnológica, que constituyó un auge de las inversiones. Sin embargo, cuando estalló la burbuja, la economía cayó en una recesión. La reacción de Bush fue la rebaja de impuesto para los ricos. Pero los consumidores estaban preocupados por su futuro y el estímulo que supusieron los recortes para la economía Bush fue más débil de lo esperado. La implantación de una nueva rebaja del impuesto sobre las plusvalías, además del que ya había aprobado el presidente Clinton unos años antes, sirvió para fomentar más la especulación. Dado que los beneficiados eran, con gran diferencia, los que estaban en la cima de la pirámide, este recorte fiscal fue especialmente ineficaz y contribuyó a aumentar mucho las desigualdades.
Las herramientas más eficaces para fortalecer la demanda y mejorar la igualdad son las políticas fiscales, las políticas de impuestos y gastos que decide el Congreso. Las políticas fiscales inadecuadas hacen recaer una carga excesiva sobre las políticas monetarias, que son responsabilidad de la Reserva Federal. La Fed puede estimular la economía (a veces) bajando los tipos de interés y suavizando las reglas. Pero esas políticas monetarias son peligrosas. Sus recetas deben ir acompañadas de una etiqueta bien legible: «Usar con precaución y bajo la estrecha supervisión de adultos que sean conscientes de todos los riesgos». Por desgracia, los responsables de la política monetaria no habían leído ninguna etiqueta así, y eran ingenuos fundamentalistas del mercado, convencidos de que los mercados siempre son eficientes y estables. Aunque infravaloraron los peligros que constituían sus políticas para la economía —e incluso para el presupuesto del Estado—, no parecía que les preocuparan las desigualdades que iban creciendo día a día. Hoy conocemos bien el resultado: desencadenaron una burbuja y provocaron un aumento sin precedentes de las desigualdades.
La Fed mantuvo en marcha la economía con una estrategia de bajos tipos de interés y escasa regulación. Pero sólo funcionó gracias a la creación de una burbuja inmobiliaria. Todo el mundo debería haberse dado cuenta de que la burbuja y el auge del consumo consiguiente no podían ser más que un paliativo provisional. Las burbujas siempre acaban por estallar. Nuestro atracón de consumo significaba que el 80 por ciento inferior de la población gastaba un promedio del 110 por cien de sus ingresos. En 2005 Estados Unidos estaba pidiendo prestados más de 2000 millones de dólares diarios a otros países. Aquello no era sostenible, y yo advertí una y otra vez en mis discursos y mis artículos que, como decía uno de mis predecesores en la presidencia del Consejo de Asesores Económicos, lo que no es sostenible no se sostiene.
Cuando la Reserva Federal empezó a subir los tipos de interés en 2004 y 2005, predije que la burbuja inmobiliaria se rompería. No fue así, en parte porque obtuvimos una especie de alivio temporal: los tipos de interés a largo plazo no subieron a la vez. El 1 de enero de 2006 dije que la situación no podía continuar.[10] La burbuja no tardó mucho en estallar, pero hasta pasados año y medio o dos años no se sintieron plenamente los efectos. Escribí poco después: «Igual que el estallido de la burbuja inmobiliaria era predecible, también lo son sus consecuencias».[11] Dado que, «según algunos cálculos, más de dos tercios del incremento de la producción y el empleo en los seis años [anteriores]… [tenía] relación con el sector inmobiliario, debido tanto a la vivienda nueva como a las hipotecas firmadas por las familias para sostener su fiebre de consumo», no debería haber extrañado a nadie que la crisis posterior fuera larga y profunda.[12] Los artículos incluidos en esta primera parte describen las políticas que sentaron las bases de la Gran Recesión: ¿qué hicimos mal? ¿De quién es la culpa? Aunque a los responsables del mercado financiero, la Reserva Federal y el Tesoro les gustaría simular que fue sólo cuestión de azar —una inundación imprevisible, de las que ocurren una vez cada cien años—, yo pensé entonces, y lo pienso aún más ahora, que la crisis fue obra del ser humano. Fue una cosa que el 1 por ciento (una porción de ese 1 por ciento) nos hizo a los demás. El hecho de que ocurriera fue en sí una manifestación de la gran brecha.
LA GESTACIÓN DE UNA CRISIS
Que la Gran Recesión había creado víctimas es evidente. Pero ¿quiénes eran los autores del «delito»? Si nos fiamos del Departamento de Justicia, que no procesó a ninguno de los líderes de los grandes bancos que habían desempeñado un papel fundamental en este drama, fue un delito sin autor. No estoy de acuerdo, ni lo está la mayoría de los estadounidenses. En tres de los artículos que reproduzco aquí trato de averiguar quién mató la economía de Estados Unidos, para seguir la pista del arco histórico que nos trajo hasta esta situación.[13] Quería investigar más y remontarme más atrás, porque la historia no era sólo cuestión de que «los banqueros prestaron demasiado dinero y los propietarios de viviendas se endeudaron demasiado».
¿Qué nos había llevado hasta esas circunstancias?, me preguntaba. Hubo incompetencia y malas decisiones. La guerra de Irak, mal concebida y peor ejecutada, cuyo coste acabó ascendiendo a billones de dólares,[14] era el ejemplo más revelador. Pero, en mi opinión, la culpa es sobre todo de una mezcla de ideología y presión de los grupos de intereses, la misma mezcla que ha producido el aumento de las desigualdades en el país. En particular, lo achaco a la creencia de que los mercados sin regular son forzosamente eficientes y estables. Sabemos que no es así: el capitalismo se ha caracterizado desde el principio por enormes fluctuaciones económicas. Algunos han sugerido que lo único que hace falta es que el Gobierno garantice la macroestabilidad, como si los fallos del mercado sólo se produjeran en grandes macrodosis. Yo creo que las macrocrisis no son más que la punta del iceberg, y que hay miles de ineficacias menos visibles. La propia crisis lo demuestra con creces: el derrumbe del mercado fue consecuencia de numerosos fallos en la gestión del riesgo y la asignación de los capitales, errores cometidos por los emisores de las hipotecas, bancos de inversión, agencias de calificación y, en definitiva, millones de personas de todo el sector financiero y otros ámbitos de la economía.[15]
Pero también creo que hubo no poca hipocresía por parte de quienes propugnaban el libre mercado, algo que también prueba la Gran Recesión: los defensores aparentes de la economía de libre mercado estuvieron más que dispuestos a recibir la ayuda del Gobierno, incluidos rescates gigantescos. Estas políticas, desde luego, distorsionan la economía y producen un comportamiento económico peor, pero además —y eso lo vincula al tema de este libro— tienen consecuencias distributivas, porque los de arriba reciben más dinero y todos los demás tienen que pagar el pato.
Al pensar en quién mató la economía, el primer sospechoso es el que era presidente en aquel momento. «Las consecuencias económicas del señor Bush» detalla algunas repercusiones económicas del presidente. Aunque despotrican contra los déficits, los conservadores parecen tener un don especial para crearlos. Los grandes déficits empezaron a invadir la economía estadounidense con el presidente Reagan, y hasta la presidencia de Clinton no se convirtieron en superávits. Sin embargo, Bush se apresuró a dar la vuelta a la situación —el mayor vuelco (en la dirección equivocada) de nuestra historia—, en parte por tener que financiar dos guerras con tarjeta de crédito, en parte como consecuencia de las rebajas de impuestos a los ricos y en parte debido a su generosidad con las compañías farmacéuticas y la expansión de otras formas de ayuda corporativa, los regalos cada vez mayores a las empresas más ricas en muy diversos sectores, algunos escondidos en el sistema tributario o mediante garantías, y otros muy descarados (y todo ello, mientras reducíamos la red de protección para los pobres con la excusa de que no podíamos pagarla).
Como he escrito muchas veces,[16] los déficits no son necesariamente un problema, si el dinero se gasta en inversiones y, sobre todo, si ese gasto se hace en un periodo de debilidad de la economía. Pero los déficits de Bush sí eran conflictivos, porque se produjeron durante un periodo de aparente prosperidad, aunque dicha prosperidad no llegara más que a unos cuantos. El dinero se gastó no en reforzar la economía sino en llenar las arcas de unas cuantas empresas y los bolsillos del 1 por ciento. Lo más inquietante es que se veían las tormentas que se avecinaban: ¿tendríamos los recursos necesarios para capear el temporal? ¿Volverían entonces los conservadores a exigir prudencia fiscal e imponer la austeridad en el momento en que la economía necesitara la medicina contraria?
Lo más interesante para este libro es que los años de Bush se caracterizaron por el aumento de las desigualdades, un fenómeno que él no reconoció ni sobre el que hizo nada… más que agravarlo. Mi artículo era breve y no podía enumerar todos los errores cometidos. No apunté que, aunque las desigualdades habían mejorado ligeramente durante el mandato de Clinton, la renta de un estadounidense típico (la renta media), tras los ajustes por inflación, cayó con Bush, ya antes de que la recesión empeorase todo mucho más. Había más gente sin cobertura sanitaria. Y había mucha más inseguridad, mucho más peligro de perder el empleo.[17]
Pero su peor fracaso fue tal vez que creó las condiciones para la Gran Recesión, un tema que trataré con más detalle en los dos próximos artículos. Los recortes fiscales de Bush para los ricos, que ya he mencionado, fueron factores cruciales: ofrecieron muy poco estímulo y exacerbaron todavía más las desigualdades del país. E ilustran un segundo principio sobre el que regresaré más adelante y que ahora ha asumido el Fondo Monetario Internacional (FMI), una organización no precisamente famosa por adoptar posturas «radicales»: que las desigualdades están asociadas a la inestabilidad.[18] La gestación de la crisis de 2008 muestra de qué forma ocurre: los bancos centrales fabrican burbujas en respuesta a una economía debilitada, derivada del aumento de las desigualdades. La burbuja acaba por estallar y crea el caos en la economía. (La Reserva Federal debería haber sido consciente de este riesgo, por supuesto. Pero sus responsables tenían una fe casi ciega en los mercados y, como Bush, que había vuelto a nombrar al presidente Alan Greenspan y más tarde designó para sucederle a Ben Bernanke —que había sido su asesor económico principal—, parecían prestar poca atención a las desigualdades que estaban creciendo a diario en el país).
Al mismo tiempo, esto ilustra un tercer tema: el papel de la política. Lo importante es la política, son las políticas que se elaboran. La reacción de Estados Unidos ante el debilitamiento de la economía podría haber sido invertir o emprender políticas que redujeran las desigualdades. Ambas cosas habrían generado una economía más fuerte y una sociedad más justa. Las desigualdades económicas, por el contrario, llevan inevitablemente a las desigualdades políticas. Lo que sucedió en Estados Unidos es lo esperable de un sistema político con una sociedad dividida. En lugar de más inversiones, tuvimos recortes de impuestos y ayuda corporativa para los ricos. En lugar de normativas que estabilizaran la economía y protegieran a los ciudadanos corrientes, tuvimos una desregulación que desembocó en la inestabilidad y dejó a los estadounidenses a merced de los banqueros.
Desregulación
Para comprender cómo se gestó la Gran Recesión hay que remontarse al movimiento desregulador que recibió un enorme impulso del presidente Reagan. En «Unos locos capitalistas» identifico cinco «errores» críticos que fueron reflejo de unas tendencias generales en nuestra sociedad y se reforzaron mutuamente hasta culminar en la peor crisis económica en 75 años. Varios de ellos ilustran el nuevo poder de las finanzas: el nombramiento de Greenspan por ser partidario de la desregulación y la propia desregulación comenzaron durante el mandato de Reagan, pero continuaron en tiempos de Clinton, con la destrucción de los muros reguladores entre la banca de inversiones y la banca comercial.[19]
Los reguladores no hicieron lo que tenían que hacer, pero los crímenes fueron responsabilidad del sector financiero. Cuando escribí estos artículos, no teníamos más que una ligera idea de lo mal que estaban ya las cosas. Sabíamos que los bancos habían gestionado mal los riesgos y habían colocado mal el capital, y que durante todo ese tiempo no habían dejado de ofrecer primas gigantescas a sus directivos por lo maravillosamente bien que lo estaban haciendo. Sabíamos que el propio sistema de primas había creado incentivos para asumir riesgos excesivos y comportarse sin ver más allá de lo inmediato. Sabíamos que las agencias de calificación habían fracasado lamentablemente en su tarea de evaluar los riesgos. Sabíamos que la titulización, largamente elogiada por su capacidad de controlar los riesgos, había animado a los emisores de las hipotecas a rebajar los criterios (lo que entonces se denominaba el problema del riesgo moral). Sabíamos que los bancos habían concedido préstamos abusivos. Lo que no sabíamos era hasta dónde llegaban la depravación moral de los bancos, su voluntad de llevar a cabo prácticas explotadoras y su temeridad. No sabíamos, por ejemplo, hasta qué punto habían concedido préstamos discriminatorios. No sabíamos cómo habían manipulado el mercado de tipos de cambio y otros mercados. No sabíamos lo descuidada que estaba su contabilidad, en sus prisas por suscribir cada vez más hipotecas de alto riesgo. Y no sabíamos hasta dónde llegaba el comportamiento fraudulento, no sólo de los propios bancos, sino de las agencias de calificación y otros participantes en el mercado. La competencia entre las agencias para dar una buena nota (sólo les pagaban si los bancos de inversión «usaban» sus calificaciones, y sólo utilizaban las más favorables) les había hecho ignorar de forma deliberada informaciones importantes que podrían haberles empujado a poner notas peores. No obstante, los artículos publicados aquí ofrecen una buena descripción de en qué se equivocó el sector financiero.
Los mercados financieros y el aumento de las desigualdades
En estos y otros artículos de este libro me detengo en el sector financiero, y con motivo. Como ha demostrado de forma convincente Jamie Galbraith, de la Universidad de Texas,[20] existe un nexo innegable entre la creciente financiarización de las economías mundiales y el aumento de las desigualdades. El sector financiero es emblemático de los errores de nuestra economía: un factor importante del aumento de las desigualdades, la principal fuente de inestabilidad económica y una causa fundamental del mal comportamiento de la economía en los treinta últimos años.
No debía haber sido así, desde luego. Se suponía que la liberalización de los mercados financieros (la «desregulación») permitiría a los expertos financieros acertar más a la hora de asignar un capital escaso y gestionar los riesgos; se suponía que el resultado sería un crecimiento más rápido y estable. Los defensores de un sector financiero fuerte tenían razón en una cosa: es difícil que una economía se comporte bien sin un sector financiero que también lo haga. Ahora bien, como hemos visto muchas veces, el sector financiero no se comporta bien por sí solo, sino que necesita unas reglas estrictas, que se hagan respetar, para evitar que haga daño al resto de la sociedad y asegurar que desempeñe las funciones que se supone que debe desempeñar. Por desgracia, los debates recientes sobre el sistema financiero sólo se han centrado en la primera mitad de esta tarea, cómo impedir que los bancos y otras instituciones financieras sometan al resto de la sociedad a unos riesgos excesivos o alguna otra forma de abuso y, por tanto, tengan efectos perjudiciales; pero han prestado escasa atención a la segunda parte.
La crisis que golpeó a Estados Unidos y el mundo en 2008 fue, como he dicho antes, obra del ser humano. Era una película que yo ya había visto: cómo la mezcla de unas ideas convincentes (aunque equivocadas) y unos intereses poderosos puede producir unos resultados desastrosos. Cuando era economista jefe del Banco Mundial había observado que, tras el fin del colonialismo, Occidente había conseguido promover el fundamentalismo del libre mercado —que, en gran parte, reflejaba las perspectivas y los intereses de Wall Street— en los países en vías de desarrollo. Por supuesto, estos países no tenían mucha opción: las potencias coloniales los habían saqueado, los habían explotado sin piedad y habían extraído sus recursos, pero habían contribuido poco a desarrollar sus economías. Los países en vías de desarrollo necesitaban la ayuda de los países avanzados, y, a cambio de esa ayuda, las autoridades del FMI y otras instituciones impusieron una serie de condiciones: que liberalizaran los mercados financieros y abrieran el mercado interior a las mercancías de los países avanzados, pese a que estos últimos se negaban a hacer lo mismo con los productos agrarios del sur.
Las políticas fracasaron: en África cayó la renta per cápita, en Latinoamérica se produjo un estancamiento, y los beneficios del escaso crecimiento fueron a parar a un pequeño grupo en la cima. Mientras tanto, Asia emprendió un rumbo diferente. Los Gobiernos encabezaron el esfuerzo de desarrollo (los llamaron «Estados desarrollistas»), y las rentas per cápita rápidamente se multiplicaron por dos, por tres y hasta por ocho. En un tercio de siglo en el que los estadounidenses vieron cómo se estancaban sus ingresos, China pasó de ser un país pobre, con una renta per cápita inferior al 1 por ciento de la de Estados Unidos y un PIB inferior al 5 por ciento del de Estados Unidos, a ser la mayor economía del mundo (medida en lo que los economistas llamaban «paridades de poder adquisitivo»). Se preveía que, al acabar el siguiente cuarto de siglo, el volumen de su economía sería el doble de la de Estados Unidos.
Pero es frecuente que las ideologías influyan más que las pruebas. Los economistas partidarios del libre mercado no se fijaron casi en el éxito de las economías de mercado dirigidas del este asiático. Preferían hablar de los fracasos de la Unión Soviética, que había rechazado por completo el mercado. Con la caída del Muro de Berlín y el comunismo, parecía que el libre mercado había vencido. Aunque era una conclusión equivocada, Estados Unidos aprovechó el hecho de ser la única gran potencia superviviente para propugnar sus intereses económicos o, por ser más exactos, defender los intereses de sus empresas más grandes y poderosas. Entre estas, las más influyentes eran quizá las del sector financiero. Estados Unidos presionó a otros países para que liberalizaran sus mercados financieros. Como consecuencia, todos esos países sufrieron crisis, incluidos algunos que estaban muy bien antes de la desregulación.
En cierto sentido, no hicimos con esos países nada que no nos hiciéramos a nosotros mismos. Durante los mandatos de Clinton y Bush llevamos a la práctica las políticas que exigía el sector financiero, tanto a escala nacional como internacional. En «Anatomía de un asesinato» explico cómo esas políticas desembocaron en una crisis. (En mi libro Caída libre analizo estos aspectos con más detalle).
Mi preocupación, aquí, es cómo el sector financiero contribuye a aumentar las desigualdades. Los cauces por los que la financiarización produce esos efectos son varios. Al sector financiero se le da muy bien captar rentas, apropiarse de la riqueza. Y hay dos formas de hacerse rico: aumentar el tamaño de la tarta nacional o intentar quedarse con una porción más grande de la tarta existente, aunque, en el proceso, el tamaño de la tarta pueda disminuir. En la cima del sector financiero, los ingresos tienen más que ver con esto último. Si bien parte de esa riqueza se obtiene en perjuicio de otras personas ricas, por ejemplo, gran parte de lo que se obtiene mediante la manipulación del mercado, la mayor parte procede de lo que se quita a la base de la pirámide económica. Ocurre con los miles de millones conseguidos gracias a los malos usos de las tarjetas de crédito y los préstamos abusivos y discriminatorios. Pero ocurre también con el abuso del poder monopolístico en las tarjetas de crédito y débito: las comisiones desmesuradas que imponen a los comerciantes se convierten en un impuesto por cada transacción, un impuesto que engrosa las arcas de los banqueros en vez de redundar en beneficio de la sociedad; en los mercados competitivos, es inevitable que esas comisiones se trasladen a los ciudadanos en forma de precios más altos.
Por lo menos antes de la crisis, el sector financiero presumía de ser el motor del crecimiento económico, de que su «carácter innovador» había permitido el extraordinario comportamiento económico del país.
La verdadera medida del comportamiento de una economía la da la situación de una familia típica, y, en ese sentido, no ha habido ningún crecimiento en el último cuarto de siglo. Pero incluso si usamos el PIB como criterio, el comportamiento ha sido anémico, mucho peor que en las décadas anteriores a la liberalización financiera y la financiarización de la economía, y es difícil atribuir al sector financiero el crecimiento que haya podido producirse. Sin embargo, aunque no es fácil demostrar sus consecuencias positivas para el crecimiento, sí lo es establecer la relación entre los chanchullos del sector y la inestabilidad de la economía, y la mayor prueba es la crisis de 2008.
Los datos sobre el PIB y los beneficios explican muy bien cómo el sector financiero contribuyó a llevar la economía por mal camino. En los años anteriores a la crisis, el sector absorbió una porción cada vez mayor de la economía —el 8 por ciento del PIB, el 40 por ciento de los beneficios empresariales—, sin grandes resultados a cambio. Hubo, desde luego, una burbuja crediticia, pero, en vez de generar mayores niveles de inversión real, que habrían derivado en salarios más altos y un crecimiento sostenido, produjo especulación y una subida de precios en el sector inmobiliario. Un precio más caro por una propiedad en la Riviera francesa o un apartamento de multimillonario en Manhattan no se traduce en una economía más productiva. Y eso explica por qué, a pesar del enorme aumento de la ratio entre riqueza y rentas, los salarios medios se estancaron y los rendimientos reales del capital no disminuyeron. (De acuerdo con la ley clásica de la economía —la de los rendimientos decrecientes—, los rendimientos del capital deberían haber caído y los sueldos deberían haber aumentado. Las mejoras tecnológicas habrían reforzado la conclusión de que los salarios medios deberían haber crecido, aunque los de ciertos tipos de trabajo se hubieran reducido).
La excesiva afición a los riesgos en el sector financiero y la relajación de las normas desembocaron, tal como era predecible y se había predicho, en la crisis más grave en 75 años. En esas crisis, los pobres son siempre los más afectados, dado que pierden su puesto de trabajo y caen en el paro prolongado. En este caso, en Estados Unidos, las consecuencias para los ciudadanos corrientes fueron especialmente malas: entre 2007 y 2013 se embargaron más de 14 millones de viviendas, y hubo inmensos recortes en el gasto público, incluso en educación. Una política monetaria agresiva (la llamada «flexibilización cuantitativa»), más preocupada por restablecer los precios en el mercado de valores que en volver a conceder préstamos a las pequeñas y medianas empresas, resultó mucho más eficaz a la hora de devolver a los ricos su dinero que para beneficiar al ciudadano medio o crear empleo. Por eso, en los primeros tres años de la llamada recuperación, alrededor del 95 por ciento del incremento de las rentas fue a parar al 1 por ciento en la cima y, seis años después del comienzo de la crisis, la riqueza media estaba un 40 por ciento por debajo de los niveles anteriores.
El sector financiero ha desempeñado también un último papel en la gestación de las desigualdades crecientes (y el mal comportamiento económico) en Estados Unidos y el mundo: ya dije antes que las desmesuradas desigualdades del país son consecuencia de las políticas adoptadas. El sector financiero impulsó esas políticas y elaboró una ideología para sustentarlas. Por supuesto, entre los participantes en los mercados financieros ha habido voces importantes que se han opuesto; muchos son partidarios del «propio interés razonable». Ahora bien, en general, el sector financiero ha promovido la idea de que los mercados, por sí solos, producían resultados eficientes y estables, y que, por tanto, los Gobiernos debían liberalizar y privatizar; que había que limitar los impuestos progresivos porque disminuían los incentivos; que la política monetaria debía centrarse en la inflación, y no en la creación de empleo. Cuando estas políticas desembocaron en la Gran Recesión, la obsesión con los déficits fiscales hizo que se llevaran a cabo recortes del gasto público que perjudicaron a los ciudadanos corrientes. Y prolongaron la crisis económica.
Transparencia
En general, se está de acuerdo en que las economías de mercado funcionan mejor cuando hay transparencia, que los recursos sólo pueden asignarse bien si se dispone de buena información. Pero, aunque los mercados —en especial los mercados financieros— predican la transparencia para los demás, hacen todo lo posible para tener la menor posible en su caso; al fin y al cabo, con unos mercados transparentes y competitivos, los beneficios disminuyen hasta quedarse en nada. Si se le pregunta a cualquier persona que trabaje en el sector, dirá que unos mercados así son un horror. Son la lucha por la vida, con muy pocos elementos positivos. Por eso dan tanta importancia a los secretos empresariales y la confidencialidad.
Todo ello es natural y comprensible. Pero se supone que el Gobierno debe presionar en la dirección opuesta, contrarrestar esas tendencias, hacer que los mercados sean más competitivos y transparentes. Y eso no se conseguirá si este está en manos de los intereses económicos, sobre todo de los propios mercados financieros. Por eso me decepcionó especialmente lo que pasó durante la administración de Clinton. En cierto modo, uno se espera estas cosas de los Gobiernos de derechas, pero no de uno que presumía de «poner a la gente por delante». En «Unos locos capitalistas» explico que las administraciones de Clinton y Bush establecieron incentivos para «falsear las cifras». Por desgracia, Obama no aprovechó la crisis de 2008 para imponer más transparencia y permitió que continuaran las transacciones de derivados no controlados ni transparentes —origen de gran parte del caos durante la crisis—, aunque con ciertas restricciones.
El papel del economista
En su lista de responsables, el artículo sobre la anatomía de un asesinato añade una categoría más: los economistas, los numerosos economistas que aseguraban que los mercados se regulaban a sí mismos, que proporcionaron los supuestos fundamentos intelectuales del movimiento desregulador, pese a la larga historia de fracasos de los mercados sin regulación o mal regulados, y a pesar de los importantes avances logrados en la teoría económica, que había explicado por qué es necesaria esa regulación de los mercados. Dichos avances se centraban en la importancia de las imperfecciones de información y de competencia, fundamentales en todos los sectores de la economía, pero en particular en el sistema financiero. Además, cuando quiebra una empresa normal, los dueños y sus familias sufren las consecuencias, pero el conjunto de la economía, en general, no. Mientras que, como dijeron nuestros dirigentes políticos y las propias instituciones financieras, no podemos dejar que ningún gran banco vaya a la bancarrota.
Ahora bien, en ese caso, deben estar regulados. Porque, si son demasiado grandes para quebrar, y lo saben, asumir riesgos excesivos es juego sucio: si ganan, se quedan con los beneficios; si pierden, lo pagan los contribuyentes.
Dodd-Frank, la ley de reforma del sector financiero, no hizo nada para resolver el problema de los bancos demasiado grandes para quebrar. En realidad, nuestra forma de abordar la crisis sirvió para agravarla: animamos a los bancos a que se fusionaran, en algunos casos los obligamos, por lo que la concentración de poder hoy es todavía mayor que antes de la crisis. Esa concentración tiene otra consecuencia: genera una concentración de poder político, muy patente en la lucha continua para aprobar una regulación bancaria real. Para lo que sí fue útil Dodd-Frank fue para circunscribir la capacidad de las instituciones financieras garantizadas por el Gobierno y evitar que pudieran elaborar derivados, esos peligrosos productos que habían provocado el derrumbe de AIG y el mayor rescate en la historia del planeta. Aunque existen discrepancias sobre si estos productos financieros son instrumentos de juego o pólizas de seguro, no hay ninguna razón justificable para que tengan que ser las instituciones de préstamo, especialmente las garantizadas por el Gobierno, las que los emitan. Sin embargo, en 2014, el Congreso, con un lenguaje redactado por el propio Citibank, rechazó esa disposición, ¡sin tan siquiera haberla debatido!
El influyente documental Inside Job reveló en parte lo que tal vez sucedió con los profesionales de la economía. A los economistas les encanta decir que los incentivos son importantes: es la única cosa en la que parecen estar de acuerdo. El sector financiero ofrece amplias recompensas a quienes coinciden con sus puntos de vista, en forma de lucrativas asesorías, becas de investigación y cosas semejantes. El documental plantea una pregunta: ¿pudo eso influir en las opiniones de algunos especialistas?
Continuará
Notas
[1]
Oxfam, «Working for the Few: Political Capture and
Inequality», documento 178, 20 de enero de 2014. <<
[2]
Robert Lucas, «The Industrial Revolution: Past and
present», 2003 Annual Report Essay, Federal Reserve Bank of Minneapolis, 1 de
mayo de 2014. El texto continuaba: «Del vasto incremento que ha experimentado
el bienestar de cientos de millones de personas en los 200 años transcurridos
desde la Revolución Industrial, no hay casi nada que pueda atribuirse a la
redistribución directa de los recursos de los ricos a los pobres. La
posibilidad de mejorar las vidas de los pobres mediante nuevas formas de
distribuir la producción actual no es nada en comparación con el potencial
aparentemente ilimitado que posee el aumento de la producción». <<
[3]
En algunos casos en los que los encargados de los
titulares, de manera inconsciente, escogían varios muy similares, he cambiado
alguno de ellos. Esa decisión significa que a veces es inevitable que se
solapen los temas de diferentes ensayos. He hecho alguna pequeña modificación
para evitar repeticiones. <<
[4]
Más tarde escribe con Solow un estudio sobre los aspectos
macroeconómicos de la
desigualdad y la demanda. Véase. R.
M. Solow y J. E. Stiglitz, «Output, Employment, and Wages in the Short Run»,
Quarterly Journal of Economics, 82 (November 1968): 537-560.<<
[5]
En particular, el ensayo «El libro del empleo»,
publicado originalmente en Vanity Fair,
se basó en investigaciones llevadas a cabo conjuntamente con Bruce Greenwald y
otros coautores, respaldados por el INET. Véase, por ejemplo, D. Delli Gatti,
M. Gallegati, B. C. Greenwald, A. Russo y J. E. Stiglitz: «Sectoral Imbalances
and Long Run Crises», en F. Allen, M. Aoki, J.-P. Fitoussi, N. Kiyotaki, R.
Gordon y J. E. Stiglitz (comp.), The
Global Macro Economy and Finance, IEA Conference, Volumen No. 150-III
(Houndmills, UK, and New York: Palgrave, 2012), pp. 61-97; y D. Delli Gatti, M.
Gallegati, B. C. Greenwald, A. Russo y J. E. Stiglitz, «Mobility Constraints,
Productivity Trends, and Extended Crises», Journal
of Economic Behavior & Organization, 83(3): 375-393.<<
[6]
La Comisión contaba entre sus miembros a Jose Antonio
Ocampo, Rob Johnson y Jean Paul Fitoussi. El informe de la Comisión está
disponible como The Stiglitz Report:
Reforming the
International Monetary and Financial Systems in the
Wake of the Global Crisis (New York: The New
Press, 2010). Con Jean Paul Fitoussi y Amartya Sen copresidí una Comisión
Internacional sobre la Medición del Desempeño Económico y el Desarrollo Social,
que recalcó las muchas dimensiones del bienestar que no capta el PIB. Muchas de
las ideas de la Comisión se reflejan en los ensayos reunidos en este libros. El
trabajo de la Comisión sigue en marcha en la OECD. El informe de la Comisión se
encuentra disponible como: J. E. Stiglitz, J. Fitoussi y A. Sen,
Mismeasuring
Our Lives: Why GDP Doesn’t Add Up (New York: The New Press, 2010). <<
[7] Hay una
lista más completa de agradecimientos en la edición en rústica de El precio de la desigualdad (Madrid, Taurus, 2012). <<
[8] «The Roaring
Nineties», The Atlantic Monthly,
octubre de 1992, que dio pie a Los
felices noventa. La semilla de la
destrucción, Madrid, Taurus, 2003. <<
[9]
El presidente Bush puso en vigor dos series de rebajas
fiscales a los ricos: la primera en 2001, mientras la economía estaba entrando
en recesión. Cuando eso no dio resultado, decidió insistir y ofrecer aún más
rebajas de impuestos a los ricos, en 2003. <<
[12]
Desarrollé este tema en «America’s Houses of Cards»,
Project Syndicate, 9 de octubre de 2007. <<
[13]
El artículo «The Anatomy of a Murder: Who Killed
America’s Economy?» se reprodujo en Best
American Political Writing, 2009, ed. Royce Flippin, Nueva York,
PublicAffairs, 2009. <<
[14]
Ver Joseph E. Stiglitz y Linda J. Bilmes, La guerra de los tres billones de dólares.
El coste real de la guerra de Irak,
Madrid, Taurus, 2008. Aunque algunos negaron nuestros datos en su momento, fuimos deliberadamente
conservadores en nuestros cálculos, y la historia nos ha dado la razón. Las
cifras han resultado peores. Se calcula que sólo el coste de los pagos por
discapacidad y sanidad hasta mediados de siglo llegará al billón de dólares, en
parte porque casi el 50 por ciento de los soldados que vuelven alegan
invalidez, a menudo con múltiples discapacidades. (Ver la página web sobre los
costes de la guerra en www.costsofwar.org). <<
[15]Yo había
elaborado esta perspectiva con mi coautor Bruce Greenwald casi tres décadas
antes, en «Keynesian, New Keynesian and New Classical Economics», Oxford Economic Papers 39, marzo de
1987, 119-133.<<
[16]
Ver, por ejemplo, mis artículos «Why I Didn’t Sign
Deficit Letter», Politico, 28 de
marzo de 2011; «The Dangers of Deficit Reduction», Project Syndicate, 5 de
marzo de 2010; y «Obama Must Resist ‘Deficit Fetish’»,Politico, 10 de febrero de 2010. <<
[17]
Estos fallos, visibles ya al acabar su primer mandato,
se hicieron aún más patentes al acabar el segundo. Por ejemplo, advertí en «Bush’s
Four Years of Failure», Project Syndicate, 4 de octubre de 2004, que «la renta
real media ha descendido más de 1500 dólares en términos reales». El
crecimiento que se produjo «sólo benefició a los que ocupan la franja superior
del reparto de ingresos, el mismo grupo al que le había ido tan bien durante
los treinta años anteriores y que fue el más beneficiado de las rebajas
fiscales de Bush». <<
[18]
Andrew G. Berg y Jonathan D. Ostry, «Inequality and
Unsustainable Growth: Two Sides of the Same Coin?», IMF Staff Discussion Note
11/08, 8 de abril de 2011. <<
[19]
Sobre el papel del Gobierno de Clinton y cómo lo que se hizo entonces
ayudó a «sembrar»
los problemas posteriores, ver
Joseph E. Stiglitz, Los felices noventa.
La semilla de la destrucción,
Madrid, Taurus, 2003. <<
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