Todos los expertos nos dicen que no prestemos demasiada atención a los sondeos durante una o dos semanas más. Aun así, sí que da la impresión de que Hillary Clinton ha recibido un gran espaldarazo de su convención, que ha superado al recibido por su oponente una semana antes. Y lo que es aún mejor, desde el punto de vista de los demócratas, el giro en los sondeos parece estar consiguiendo lo que algunos pensábamos que podría conseguir: hacer que Donald Trump caiga en picado, de tal modo que sus feas estupideces se vuelven aún más feas y más estúpidas, a medida que se hunden sus perspectivas electorales.
En consecuencia, por fin vemos que algunos republicanos destacados no solo se niegan a apoyar a Trump, sino que de hecho declaran que apoyan a Clinton. ¿Y cómo debería responder ella?
Podría pensarse que la respuesta evidente es que debería seguir haciendo lo que hace: insistir en lo incapacitado que está su rival para el cargo, dejar que sus aliados señalen lo cualificada que está ella y seguir defendiendo un programa político moderadamente centroizquierdista que es, en gran medida, una continuación del programa del presidente Obama.
Pero hay al menos algunos expertos que le piden que haga algo muy diferente: que dé un giro a la derecha y acerque el programa demócrata a las preferencias de quienes huyen del naufragado barco republicano. La idea, supongo, consiste en que proponga crear una versión estadounidense de la gran coalición europea de centro-izquierda y centro-derecha.
No creo que haya muchas posibilidades de que Clinton realmente lo haga. Pero si, por casualidad, ella y sus círculos próximos sintiesen la tentación de tomarse en serio esa recomendación, que no lo hagan.
En primer lugar, seamos claros respecto a las políticas de su programa. Se trata de un programa abiertamente progresista, pero ni mucho menos radical. Hablamos de subirles los impuestos a las rentas altas, pero de ningún modo tanto como se subieron durante una generación después de la Segunda Guerra Mundial; de ampliar los programas sociales, pero nada que se parezca a los estados de bienestar europeos; de una regulación financiera más estricta y de más medidas contra el cambio climático, pero ¿acaso no son abrumadores los argumentos a favor de ambas? Y no, el programa no tiene que ser más "proclive al crecimiento".
No hay la más mínima prueba de que la reducción de la presión fiscal de los ricos y la liberalización radical, que es lo a que los derechistas se refieren cuando hablan de políticas proclives al crecimiento, funcionen en la práctica, ni de que el refuerzo de la red de seguridad social cause daño alguno. Durante el mandato de Bill Clinton, la expansión económica fue mayor que durante el de Ronald Reagan; en los años de gobierno de Obama se ha creado mucho más empleo privado que en los de Bush, incluso antes de la crisis, y de hecho, el crecimiento del empleo se aceleró después de que los impuestos subieran y de que Obamacare entrara en vigor.
Es cierto que se pueden hacer algunas cosas para impulsar la economía estadounidense. Sin embargo, la más importante sería aprovechar el bajísimo coste de la financiación gubernamental para ampliar en gran medida la inversión pública (algo que los progresistas apoyan, pero a lo que los conservadores se oponen). Así que dejemos ya la idea de que ser de centro-izquierda equivale de algún modo a oponerse al crecimiento.
Hablemos ahora de política. La trumpificación del Partido Republicano no ha surgido de buenas a primeras. Al contrario, ha sido la consecuencia natural de una estrategia cínica: hace mucho tiempo, los conservadores decidieron aprovechar el resentimiento racial para convencer de las bondades de las políticas económicas de derechas a los blancos de clase trabajadora, sobre todo en el sur.
Esta estrategia les consiguió muchas victorias electorales, pero siempre con el riesgo de que el resentimiento racial se descontrolase y los conservadores económicos —cuyas ideas nunca han gozado de mucho apoyo popular— se quedasen tirados. Y eso es lo que acaba de pasar.
Así que ahora a los derechistas les ha estallado en la cara la estrategia que emplearon para colar políticas que nunca han sido populares ni han tenido éxito. ¿Y la respuesta demócrata debería consistir en adoptar algunas de esas políticas? Venga ya.
Además, no puedo evitar reparar en el curioso patrón que siguen las recomendaciones de algunos que se declaran centristas. Cuando los republicanos estaban en alza, los centristas instaban a los demócratas a adaptarse girando a la derecha. Ahora que los republicanos están en apuros, y algunos de ellos piensan que su única opción es votar a la candidata demócrata, esos mismos centristas instan a los demócratas a... adaptarse girando a la derecha. Curiosa forma de razonar.
Volviendo al tema principal: las grandes coaliciones a veces tienen su lugar en la política, en respuesta a crisis que no son culpa de ninguno de los partidos, como las amenazas externas a la seguridad nacional o los desastres financieros. Pero eso no es lo que sucede en este caso. En esencia, el trumpismo es obra del movimiento conservador moderno, que apeló encubiertamente a los prejuicios para obtener beneficios políticos, y luego se ha visto incapaz de poner freno a un candidato que se ha saltado a la torera la parte del encubrimiento.
Si algunos conservadores se hartan y salen disparados del partido, bien por ellos, y debería acogérseles en la coalición de los cuerdos. Pero no pueden esperar concesiones políticas a cambio. Cuando el doctor Frankenstein por fin se da cuenta de que ha creado un monstruo, no recibe una recompensa. Clinton y su partido deben mantener el rumbo.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips.
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