La política medioambiental de Donald Trump es impermeable a la ciencia y la razón
Central térmica a carbón Scherer, en el estado de Georgia, la más contaminante de EE UU. JOHN AMIS AP
Muchas personas votaron a Donald Trump porque se creyeron la promesa de que nos devolvería a lo que imaginan que fueron los buenos tiempos (la época en que Estados Unidos tenía montones de puestos de trabajo tradicionales extrayendo carbón y fabricando productos manufacturados). Van a llevarse un buen chasco: la desaparición de los trabajos manuales tiene que ver sobre todo con el cambio tecnológico, no con la globalización, y por mucho que escriban en Twitter o que reduzcan los impuestos, esos puestos de trabajo no van a volver.
Pero, en otros aspectos, Trump sí que puede devolvernos a la década de 1970. Puede, por ejemplo, devolvernos a la época en que, con demasiada frecuencia, respirar aire no estaba exento de peligro. Y ha empezado con buen pie al escoger a Scott Pruitt, enemigo acérrimo del control de la contaminación, para dirigir el Organismo de Protección del Medio Ambiente. ¡Hacer que Estados Unidos vuelva a ahogarse!
Muchos de los comentarios sobre el nombramiento de Pruitt se han centrado en su rechazo a la ciencia del clima y en la alta probabilidad de que el Gobierno entrante deshaga los importantes avances contra el cambio climático que el presidente Obama empezaba a conseguir. Y, a la larga, esto es lo realmente grave.
Al fin y al cabo, el cambio climático pone en peligro la existencia de un modo en que no lo hace la contaminación, y la llegada del equipo de Trump al poder tal vez signifique que hemos perdido la última oportunidad de llevar a cabo un esfuerzo de cooperación para frenar esa amenaza.
Todos los que han contribuido a este resultado —especialmente, si se me permite decirlo, los periodistas que convirtieron el asunto esencialmente trivial de los correos electrónicos de Hillary Clinton en el tema dominante de la información sobre la campaña— son en parte responsables de lo que podría acabar siendo un acontecimiento que destruya la civilización. No, no es una exageración.
Pero el cambio climático es una amenaza de avance lento y en gran medida invisible, difícil de explicar y demostrar a la ciudadanía (que es una de las razones por las que los negacionistas del cambio climático, espléndidamente financiados, han tenido tanto éxito confundiendo al respecto). Así que vale la pena señalar que la mayoría de las normas medioambientales tienen que ver con amenazas mucho más evidentes, inmediatas y en ocasiones mortíferas. Y es muy probable que gran parte de esa normativa vaya camino del olvido.
Piensen en cómo era Estados Unidos en 1970, el año en que se fundó el Organismo de Protección del Medio Ambiente. Seguía siendo un país industrial, en el que aproximadamente la cuarta parte de los trabajadores se dedicaban a la fabricación, a menudo con sueldos relativamente altos gracias, en parte, a un movimiento sindical todavía fuerte. (Resulta curioso que los trumpistas que prometen restaurar los viejos tiempos nunca mencionen ese detalle).
Sin embargo, también era un país muy contaminado. En las grandes ciudades era bastante frecuente que el aire fuese irrespirable por la niebla tóxica; en la zona de Los Ángeles, eran bastante habituales los avisos de contaminación extrema, a veces acompañados de advertencias sobre que incluso los adultos sanos debían evitar el exterior y moverse lo menos posible.
Ahora está muchísimo mejor (no perfecto, pero mucho mejor). Hoy en día, para experimentar la clase de crisis de contaminación que antes era tan frecuente en Los Ángeles o Houston, hay que ir a sitios como Pekín o Nueva Delhi. Y la mejora de la calidad del aire ha tenido beneficios claros y medibles. Por ejemplo, se está viendo que la función pulmonar de los niños de la zona de Los Ángeles está mejorando considerablemente, un hecho claramente vinculado a una menor contaminación.
La cuestión clave es que la mejora del aire no es algo casual: es consecuencia directa de la normativa (la cual se topó a cada paso con una oposición radical por parte de intereses creados que criticaban las pruebas científicas sobre el daño causado por la contaminación, mientras insistían en que limitar las emisiones destruiría empleo).
Como habrán adivinado, esos intereses creados se equivocaban en todo. Los beneficios para la salud de un aire más limpio son clarísimos. Por otra parte, la experiencia demuestra que el crecimiento económico es perfectamente compatible con la mejora del medio ambiente. De hecho, la reducción de la contaminación reporta grandes beneficios económicos cuando se tienen en cuenta el coste de la atención sanitaria y los efectos de una menor contaminación sobre la productividad.
Mientras tanto, una y otra vez se ha comprobado que las afirmaciones sobre los grandes costes empresariales de los programas medioambientales son erróneas. Tal vez no resulte sorprendente, dado que los grupos de interés intentan defender su derecho a contaminar. Resulta, sin embargo, que hasta el propio Organismo de Protección del Medio Ambiente ha tenido tendencia a sobrestimar el coste de sus normas.
Así que el deterioro de la protección medioambiental que se avecina será malo en todos los sentidos: malo para la economía, y malo también para la salud. Pero no esperen que los argumentos racionales al respecto persuadan a las personas que pronto dirigirán la Administración. Después de todo, lo que es malo para Estados Unidos puede seguir siendo bueno para los hermanos Koch y otros como ellos. Además, mis contactos siguen diciéndome que defender una medida política basándose en hechos y cifras es arrogante y elitista, toma ya.
La buena noticia, o algo así, es que algunas de las nefastas consecuencias ambientales del trumpismo probablemente salten a la vista —literalmente— muy pronto. Y cuando volvamos a los tiempos del aire contaminado, sabremos exactamente a quién culpar.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips.
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