La gran incógnita sobre el trumpismo es si la indignidad sin remordimientos es una estrategia política vencedora
8 ABR 2017 - 00:00 CEST
La entrevista con Donald Trump publicada esta semana en el New York Times ha sido horripilante, pero, curiosamente, nada sorprendente. Sí, el hombre más poderoso del mundo es perezoso, ignorante, falso y vengativo. Pero eso ya lo sabíamos.
De hecho, puede que lo más revelador de la entrevista sea la defensa que hace Trump de Bill O'Reilly, acusado de acoso sexual y abuso de poder: "Es una buena persona". Esto, en mi opinión, nos dice más sobre el hombre de Mar-a-Lago y las motivaciones de quienes lo apoyan que sus divagaciones sobre las infraestructuras y el comercio.
Pero antes, esta pregunta: ¿hasta qué punto ha supuesto una diferencia el hecho de que haya sido Donald Trump, y no un republicano convencional, el que haya llegado a la Casa Blanca?
El Gobierno de Trump es, a decir de todos, un desastre. La inmensa mayoría de los puestos de designación presidencial que exigen una confirmación del Senado siguen vacantes; y todo aquel que ocupa un cargo está preocupado por las luchas internas de las distintas facciones. La toma de decisiones se parece más a las intrigas palaciegas del serrallo de un sultán que a la elaboración de políticas en una república. Y, además, están todas esas publicaciones en Twitter.
Sin embargo, el primer gran desastre político de Trump —el humillante fracaso del intento de destruir la reforma sanitaria del presidente Obama— no tiene casi nada que ver con el mal funcionamiento del ejecutivo. El intento de revocación y sustitución no se ha estrellado a causa de una mala táctica; ha fracasado porque los republicanos llevan ocho años mintiendo sobre la sanidad. Así que, cuando ha llegado la hora de proponer algo real, solo han podido ofrecer una pérdida enorme de cobertura sanitaria, presentada de distintas formas.
Las mismas reflexiones son válidas en otros frentes. La reforma tributaria parece un fracaso, pero no porque el Gobierno de Trump no tenga ni idea de lo que hace (que no la tiene), sino porque en el Partido Republicano nadie se ha esforzado por averiguar qué se debería cambiar y cómo presentar esos cambios.
¿Y qué hay de esos ámbitos, como las infraestructuras, en los que a veces parece que Trump se diferencia mucho de los republicanos corrientes?
Se podría empezar por impulsar un auténtico plan de construcción de un billón de dólares (en lugar de desgravaciones fiscales y privatización), que necesitaría del apoyo demócrata, dada la previsible oposición de los conservadores. Pero teniendo en cuenta lo que dijo en la entrevista —en esencia, palabrería incoherente mezclada con comentarios aleatorios sobre el transporte en Queens—, está claro que el Gobierno no tiene un verdadero plan para las infraestructuras, y probablemente nunca lo tenga.
Es cierto que hay algunos ámbitos en los que sí parece probable que Trump ejerza una gran influencia (en particular, la paralización de las políticas medioambientales). Pero eso es lo que cualquier republicano habría hecho; negar el cambio climático y creer que el aire y el agua están incluso demasiado limpios son posturas mayoritarias en el Partido Republicano moderno.
De modo que, en la práctica, el gobierno trumpista está resultando ser un gobierno republicano como otro cualquiera, pero con una gestión (mucho) peor. Lo que me lleva de nuevo a la pregunta inicial: ¿tiene alguna importancia la atroz personalidad del hombre al mando?
Yo creo que sí. Puede que la esencia de las políticas de Trump no sea muy distinta en la práctica. Pero el estilo también importa, porque condiciona el clima político general. Y lo que ha traído consigo el trumpismo es una novedosa sensación de empoderamiento para los aspectos más desagradables de la política estadounidense.
A estas alturas, ya existe todo un género en los medios de comunicación dedicado a retratar a los seguidores de Trump (hay incluso versiones paródicas). Ya saben a qué me refiero: entrevistas a blancos rurales con mala suerte que se disgustan cuando se enteran de que todos aquellos liberales que les advertían de que las políticas de Trump les perjudicarían tenían razón, pero siguen apoyando a Trump porque creen que las élites progresistas los miran por encima del hombro y los consideran estúpidos. Vaya.
En cualquier caso, algo que los entrevistados suelen decir es que Trump es sincero, que no tiene pelos en la lengua, lo que podría parecer extraño teniendo en cuenta lo mucho que miente sobre casi todo, tanto en el plano político como en el personal. Pero lo que probablemente quieran decir es que Trump expresa de manera abierta y sin arrepentimiento el racismo, el sexismo, el desdén por los "perdedores" y demás sentimientos que siempre han sido una fuente importante de apoyo conservador, pero que durante mucho tiempo eran cosas de las que, supuestamente, no se hablaba abiertamente.
En otras palabras, Trump no es un hombre sincero ni un tipo atrevido, pero posiblemente sea menos hipócrita que los políticos convencionales respecto a los motivos ocultos que subyacen tras su visión del mundo.
De ahí la afinidad hacia O'Reilly, y la aparente sensación de Trump de que las noticias sobre los actos del presentador de televisión son un ataque indirecto contra él. Una manera de contemplar Fox News en general, y a O'Reilly en particular, es pensar que ofrece refugio a gente que busca una reafirmación de que sus impulsos más violentos están, de hecho, justificados y son perfectamente correctos. Y una manera de contemplar la Casa Blanca de Trump es pensar que intenta ampliar ese refugio a todo el país.
Y la gran incógnita sobre el trumpismo —más importante, posiblemente, que su programa legislativo— es si la indignidad sin remordimientos es una estrategia política vencedora.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2017.
Traducción de News Clips.
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