Donald Trump discutió su plan de infraestructura con funcionarios estatales y locales en la Casa Blanca el lunes 12 de febrero. CreditTom Brenner/The New York Times
A Donald Trump las presas le dan lo mismo. También los puentes, las carreteras y los sistemas de drenaje. No le importa ninguno de los temas que se mencionan cuando se habla de infraestructura.
¿Cómo puede ser así, si acaba de anunciar un plan de infraestructura de 1,5 billones de dólares? Es sencillo: no es un plan, es una estafa. La cifra en dólares es inventada, pues en realidad solo está proponiendo un gasto federal de 200.000 millones de dólares el cual se supone, como por arte de magia, llevará a un aumento generalizado en la inversión en ese rubro, que pagarán en gran medida los gobiernos estatales o locales (que no tienen precisamente muchísimo dinero guardado por ahí, pero qué importa) o el sector privado.
E incluso los 200.000 millones de dólares son básicamente un fraude: la propuesta presupuestal anunciada el mismo día no solo impone recortes brutales a los pobres, sino que además incluye marcados recortes para el Departamento de Transporte, el Departamento de Energía y otras agencias que estarían involucradas de manera importante en cualquier plan de infraestructura real. Siendo realistas, la oferta de Trump en infraestructura es esta: nada.
Tampoco es que el plan no diga absolutamente nada. Una sección establece que “autorizaría la venta federal de activos que serían mejor administrados por entidades estatales, locales o privadas”. Traducción: vamos a privatizar todo lo que se pueda. Es concebible que esto se haga en casos en los que el sector privado realmente pueda hacerlo mejor y se otorguen contratos de manera justa, sin una pizca de nepotismo. Aunque si creíste en eso, hay un título de la Universidad Trump que quizá quieras comprar.
Por un lado, nada de esto debería sorprendernos. El plan actual (que no es un plan) de infraestructura es muy parecido a la propuesta incompleta que Trump presentó durante su campaña en 2016, cuando todavía fingía que era otro tipo de republicano, menos comprometido con la ortodoxia económica del partido. Hasta en aquel momento argumentaba que podía hacer infraestructura de bajo costo, que una relativa minucia de dinero federal de alguna forma podría generar una vasta inversión (aunque, en esta ocasión, el multiplicador misterioso del monto es aún mayor).
Sin embargo, hay algo desconcertante en el fracaso de Trump de idear un plan de infraestructura remotamente factible. Después de todo, un programa como ese tendría grandes ventajas económicas y políticas.
En primer lugar, las económicas: Estados Unidos necesita desesperadamente reparar y mejorar sus deterioradas carreteras, sistemas de drenaje y red eléctrica, entre otros más. Es cierto, ya no somos una economía deprimida que necesita inversión pública para dar trabajo a los desempleados; el gasto masivo en infraestructura habría sido una idea mucho mejor hace cinco años, pero sigue siendo algo que debe hacerse.
¿De dónde saldría el dinero? Bueno, si no les preocupan mucho los déficits —y como acabamos de ver con la aprobación del presupuesto, a los republicanos no les importan los déficits siempre y cuando los demócratas no estén en la Casa Blanca— podemos pedir prestado. A pesar de un aumento moderado en las tasas de interés, el gobierno federal aún puede pedir préstamos muy baratos: la tasa de interés sobre los bonos a largo plazo protegidos de la inflación sigue siendo inferior al uno por ciento, que está por debajo de los cálculos realistas de crecimiento económico a largo plazo, ni qué decir de las cantidades fantasiosas del gobierno de Trump. Así que pedir prestado ahora para pagar infraestructura básica seguiría siendo una buena estrategia económica.
Como dije, también están las ventajas políticas. Si Trump siguiera adelante con un plan de inversión pública directo y convencional, podría pregonar la cantidad de empleados ocupados en nuevos proyectos. Además, con toda seguridad podría encontrar una forma de ponerle su nombre a muchos de esos proyectos. Históricamente, muchos políticos han padecido lo que en el oficio se conoce como complejo de edificación, una urgencia de construir cosas grandes para promover su marca personal y alimentar su vanidad. Ciertamente, a Trump, más que a nadie, le parecería atractiva esa posibilidad.
Por cierto, algunos demócratas temían que Trump realmente se fuera a lo grande en la infraestructura, lo cual podría impulsar las divisiones en su partido aunque también ser muy popular.
Ah, y otra cosa: el gasto público puede producir enormes ganancias privadas. Un programa de infraestructura en el que hay dinero real involucrado podría ser muy lucrativo para los compinches de Trump o, es más, para Trump mismo. Sí, hay reglas que se supone que evitan que saquen provecho de esa manera, pero ¿acaso alguien piensa que esas reglas se implementarían en la gestión actual?
Entonces, ¿por qué Trump no está proponiendo algo real? ¿Por qué este desastre de propuesta cuando todos sabemos que no tiene ningún sentido?
La respuesta, en parte, tiene que ver con que, en la práctica, Trump siempre difiere de la ortodoxia republicana, y el Partido Republicano moderno detesta cualquier programa que llegue a demostrarle a la gente que el gobierno puede trabajar y ayudar a los ciudadanos.
No obstante, también sospecho que Trump tiene miedo de hacer cualquier cosa sustantiva. Para que la inversión pública sea exitosa, se necesita liderazgo y asesoría de expertos. Este gobierno carece de expertos en cualquier materia. Los expertos no solo tienen el desagradable hábito de decir cosas que uno no quiere oír, sino que su lealtad también está en duda: nunca se sabe en qué momento podrían sacar a relucir aquella quisquillosa ética profesional.
Así que el gobierno de Trump quizá no podría conjugar un plan de infraestructura real incluso si así lo quisiera. Por eso no lo hizo.
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