Por JOSEPH E. STIGLITZ, PS
NUEVA YORK – La escaramuza comercial entre Estados Unidos y China en materia de acero, aluminio y otros productos es consecuencia del desdén que siente el presidente norteamericano, Donald Trump, por los acuerdos comerciales y la Organización Mundial de Comercio, una institución que fue creada para fallar en disputas comerciales.
Antes de anunciar los aranceles a las importaciones sobre más de 1.300 tipos de productos de fabricación china por un valor de 60.000 millones de dólares al año, a principios de marzo Trump difundió amplios aranceles del 25% sobre el acero y del 10% sobre el aluminio, que justificó sobre la base de la seguridad nacional. Trump insiste en que un arancel a una pequeña fracción del acero importado -cuyo precio se establece a nivel global- será suficiente para hacer frente a una genuina amenaza estratégica.
Sin embargo, la mayoría de los expertos consideran dudoso ese razonamiento. El propio Trump ya ha dado un paso atrás en su argumento sobre la seguridad nacional al exceptuar a la mayoría de los exportadores importantes de acero a Estados Unidos. Canadá, por ejemplo, está exceptuado con la condición de una renegociación exitosa del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, amenazando efectivamente al país a menos que ceda a las demandas de Estados Unidos.
Pero existe una serie de cuestiones en disputa que involucran, por ejemplo, a la madera, la leche y los automóviles. ¿Trump realmente está sugiriendo que Estados Unidos sacrificaría la seguridad nacional a cambio de un mejor acuerdo sobre estas molestias menores en el comercio entre Estados Unidos y Canadá? O quizás el argumento de la seguridad nacional sea básicamente falso, como ha sugerido el secretario de Defensa norteamericano, y Trump, tan embrollado como está en la mayoría de las cuestiones, se da cuenta.
Como suele suceder, Trump parece estar obsesionado con un problema del pasado. Recordemos que, cuando Trump comenzó a hablar del muro fronterizo, la inmigración de México ya se había reducido prácticamente a cero. Y, cuando comenzó a quejarse de que China deprimía el tipo de cambio de su moneda, el gobierno chino en verdad estaba apuntalando el renminbi.
De la misma manera, Trump está introduciendo sus aranceles sobre el acero después de que el precio del acero ya ha aumentado aproximadamente el 130% respecto de su punto más bajo, debido en parte a los propios esfuerzos de China por reducir su exceso de capacidad. Ahora bien, Trump no sólo se está ocupando de un problema de poca monta. También está encendiendo pasiones y poniendo en jaque las relaciones de Estados Unidos con sus principales aliados. Lo peor de todo es que sus acciones están motivadas por pura política. Está ansioso por parecer fuerte y agresivo a los ojos de su base electoral.
Aún si Trump no tuviera economistas que lo asesoraran, tendría que darse cuenta de que lo que importa es el déficit comercial multilateral, no los déficits comerciales bilaterales con cualquier país. Reducir las importaciones de China no creará empleos en Estados Unidos. Más bien, hará subir los precios para los ciudadanos norteamericanos y generará empleos en Bangladesh, Vietnam o cualquier otro país que se disponga a reemplazar las importaciones que antes provenían de China. En unas pocas instancias en las que la fabricación efectivamente regrese a Estados Unidos, probablemente no se creen empleos en el viejo Cinturón del Óxido. En cambio, los bienes probablemente sean producidos por robots que tienen las mismas probabilidades de estar situados en centros de alta tecnología como en cualquier otra parte.
Trump quiere que China reduzca su excedente comercial bilateral con Estados Unidos en 100.000 millones de dólares, algo que podría lograr si comprara petróleo o gas de Estados Unidos por un valor de 100.000 millones de dólares. Pero si China redujera sus compras a otras partes o simplemente vendiera el gas o el petróleo estadounidense a otros lugares, el efecto sobre la economía de Estados Unidos o global será mínimo, o inclusive nulo. El foco de Trump en el déficit comercial bilateral es, francamente, tonto.
Como era de esperarse, China ha respondido a los aranceles de Trump amenazando con imponer aranceles propios. Esos aranceles afectarían a los productos de fabricación estadounidense en un amplio rango de sectores, pero desproporcionadamente en áreas donde el respaldo a Trump ha sido fuerte.
La respuesta de China ha sido firme y medida, destinada a evitar tanto una escalada como una conciliación que, cuando se lidia con un bravucón inestable, no hace más que alentar una mayor agresión. Es de esperar que las cortes de Estados Unidos o los republicanos en el Congreso frenen a Trump. Pero, una vez más, el Partido Republicano, solidarizándose con Trump, parece haber olvidado repentinamente su compromiso de larga data con el libre comercio, como hace unos meses cuando olvidó su compromiso de larga data con la prudencia fiscal.
En términos más generales, el respaldo a China tanto dentro de Estados Unidos como en la Unión Europea ha venido menguando por varias razones. Si miramos más allá de los votantes de Estados Unidos y Europa que están sufriendo a causa de la desindustrialización, la realidad es que China no es la mina de oro que alguna vez era para las corporaciones norteamericanas.
En tanto las firmas chinas se han vuelto más competitivas, los salarios y los estándares ambientales en China han aumentado. Mientras tanto, China se ha demorado en abrir sus mercados financieros, para disgusto de los inversores de Wall Street. Irónicamente, mientras que Trump dice estar velando por los trabajadores industriales estadounidenses, el verdadero ganador de las negociaciones "exitosas" -que obligarían a China a abrir más sus mercados a los seguros y otras actividades financieras- quizá sea Wall Street.
El conflicto comercial de hoy revela hasta qué punto Estados Unidos ha perdido su posición global dominante. Cuando una China pobre y en desarrollo empezaba a incrementar su comercio con Occidente hace un cuarto de siglo, pocos imaginaban que ahora sería el gigante industrial del mundo. China ya ha superado a Estados Unidos en producción industrial, ahorros, comercio y hasta PIB si se mide en términos de paridad de poder adquisitivo.
Aún más atemorizador para muchos en los países avanzados es la posibilidad real de que, más allá de avanzar rápidamente en su competencia tecnológica, China en verdad pueda liderar en una de las industrias clave del futuro: la inteligencia artificial. La IA se basa en los datos, y la disponibilidad de datos es fundamentalmente una cuestión política que implica cuestiones como la privacidad, la transparencia, la seguridad y las reglas que dan marco a la competencia económica.
La UE, por su parte, parece sumamente preocupada por proteger la privacidad de los datos, mientras que China no. Desafortunadamente, eso podría darle a China una gran ventaja en el desarrollo de IA. Y las ventajas en IA se extenderán mucho más allá del sector tecnológico, potencialmente a casi todos los sectores de la economía. Claramente, es necesario que haya un acuerdo global para fijar estándares para el desarrollo y la utilización de IA y otras tecnologías relacionadas. Los europeos no deberían transigir en su genuina preocupación por la privacidad sólo para promover el comercio, que es simplemente un medio (a veces) para alcanzar niveles de vida más altos.
En los años por delante, vamos a tener que descifrar cómo crear un régimen comercial global "justo" entre países con sistemas económicos, historias, culturas y preferencias sociales esencialmente diferentes. El peligro de la era Trump es que, mientras el mundo observa los comentarios en Twitter del presidente estadounidense e intenta no ser empujado por un precipicio u otro, esos desafíos reales y difíciles no reciban atención.
JOSEPH E. STIGLITZ, a Nobel laureate in economics, is University Professor at Columbia University and Chief Economist at the Roosevelt Institute. His most recent book is Globalization and Its Discontents Revisited: Anti-Globalization in the Era of Trump.
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