Roberto Brodsky, Rialta
Es difícil dormir, difícil leer, difícil ver películas. Sería necesario suspender la incredulidad un momento por breve que fuera, pero así no se puede. Convivir con los muertos es difícil. Nueva York en estos días te muele el cerebro.
Los primeros diez días de abril fueron estremecedores. Día y noche sólo se escucharon las sirenas circulando por la Sexta Avenida y la calle Canal. A veces subía a la terraza del edificio a mirar, pero era para no ver nada. El martes 7 murieron 779 personas; el miércoles la cifra subió a 799, a razón de 33 cada hora; el jueves bajó un poco, hasta 777; el viernes volvió a subir a 783; el sábado santo se estabilizó en 758 y el domingo de gloria hubo 671 muertos en veinticuatro horas, lo que significaba que la ciudad había alcanzado un punto de quiebre entre el número de fallecidos diarios y el número de entubados en los hospitales. Es decir, se había roto la ecuación fatal que nivelaba el déficit de equipamiento sanitario con el ingreso de nuevas pacientes a las salas de emergencia, con el resultado de cientos de víctimas al día que se acumulaban en morgues improvisadas. Si los fallecidos se mantenían alrededor del medio millar, o incluso si subían ostensiblemente y bajaba el número de hospitalizaciones, Nueva York podía considerar, si no del todo superada, al menos sí controlada la peor semana de la pandemia, con más de diez mil muertos entre los más de ocho millones de residentes repartidos entre Manhattan, Brooklyn, Queens, el Bronx y Long Island.
Las estadísticas ayudan a conciliar el sueño porque se trata de números, y los números invisibilizan a las personas. Por lo demás, esconderse detrás de los porcentajes es la estrategia dilatoria de los que esperan. Todo parece entonces un vasto territorio líquido y sin orillas. Las horas se confuden y desvanecen entre los espectros que adquieren presencia y realidad. Son ellos los que no te dejan terminar el libro ni concentrarte en algo distinto a la muerte que va desnuda, hambrienta de números mientras escoge su dote según el color de la piel: Queens, un municipio particularmente golpeado de Nueva York, reporta que un 34 % de sus víctimas fatales es latino, a pesar de representar sólo un 29 % de la población total. Los porcentajes se disparan a medida que el virus se desplaza hacia otros estados: en Chicago, capital de Illinois, más del 70 % de los fallecidos son afroamericanos, aunque constituyan sólo un tercio de la población de la ciudad. En el estado de Michigan, un 40 % de las víctimas es de piel negra, en circunstancias que no alcanzan a ser el 15 % del total. En Las Vegas, principal ciudad de Nevada, las autoridades diseñaron rectángulos con distancia social en el pavimento para que los mendigos no se apiñaran unos encima de otros. En Nueva Jersey una llamada anónima avisó que había 17 cuerpos de ancianos apilados en una habitación del Centro Andover, una casa de cuidados para la tercera edad donde han muerto hasta 70 residentes.
Para los que creen que la economía está primero, la peste es una bendición malthusiana que selecciona a la población de riesgo y deja la calle libre a jóvenes emprendedores como Benjamin Chan, un bebé de 33 años residente en Manhattan, y quien, el mismo día que se disparaban las muertes en los hospitales, quiso aprovechar la ciudad desierta y dedicó la mañana a estrellar su lujoso Gemballa Mirage azul contra los autos estacionados en la 11a Avenida. No alcanzó a matar a nadie, pero tampoco se mató él, lo cual fue un despropósito si se considera que tras diversas embestidas logró destrozar cuatro hermosos autos ajenos y el suyo propio, avaluado en un millón de dólares.
Otro fue el caso de Kenneth Griffin, que regó también la ciudad de comentarios ácidos luego de pagar 238 millones de dólares por un departamento con vista al Central Park para sus días de visita a Nueva York. Griffin decidió sortear la ola del coronavirus en su tercera o cuarta casa lejos de allí, seguramente en consideración de los diez millones de norteamericanos que a duras penas logran pagar las altísimas rentas mensuales en ciudades sobrepobladas como Los Ángeles, Chicago y la Gran Manzana, aparte del medio millón que duerme en las calles y los cientos de miles que se hacinan en viviendas no equipadas para familias extendidas como las de los inmigrantes.
Es lo que The New York Times llamó “la naturaleza incompleta del proyecto Americano”, al destacar lo que la pandemia deja al desnudo como falencia y distancia entre las realidades de la vida y la muerte en los Estados Unidos respecto a los propósitos enunciados en sus documentos fundacionales. En ellos, dice la editorial publicada bajo el título “The America We Need”, la libertad no se manifiesta en la posibilidad de un individuo para llevar consigo un arma de fuego sino en la del Gobierno para proveer estabilidad y bienestar a todos los ciudadanos, de manera que tengan no sólo medios para vivir de manera digna sino también un motivo para hacerlo. Un recordatorio que podría parecer inútil, considerando que antes incluso de tocar las costas norteamericanas la pandemia ya era un virus moral instalado en la vida del país. Así lo prueban los senadores Richard Durr, de Carolina del Norte, y Kelly Loeffler, de Georgia, quienes transaron sus acciones en la bolsa y aseguraron sus fortunas personales, invirtiendo de acuerdo a la información que manejaban sobre la peste en Asia y Europa, mientras expresaban públicamente que no había riesgo alguno de un contagio masivo a este lado del Atlántico. Seguían en esto el libreto dictado por la Casa Blanca, cuyo negacionismo retrasó la respuesta en febrero y fue tercamente mantenido durante el manejo de la crisis en marzo.
Cuando ya se hizo evidente que la amenaza era real y los estados afectados comenzaron a solicitar ayuda al Gobierno federal, la ineficiencia se volvió incoherencia. Fiel al modelo de mercado, la administración de Trump rehuyó intervenir la gran industria para dar prioridad a la producción de equipamiento médico, disponiendo en cambio la libre competencia entre los distintos estados para hacerse de la escasa oferta disponible de ventiladores, mascarillas, guantes y gorras desechables. El resultado fue patafísico, obligando a una competencia caníbal entre los servicios de salud que se obligaban a subir la oferta para obtener los insumos en medio de la emergencia.
El modelo se quebró por completo al llegar abril. No sólo había crisis de la red sanitaria; también las viviendas barriales estaban hacinadas y con riesgo de contagio para sus habitantes; cientos de miles de trabajadores debían presentarse al trabajo sin cobertura de desempleo ni salud; la educación pública tenía dificultades para proveer suficientes conexiones de Internet para las clases virtuales en los colegios del país. El edificio entero del proyecto americano crujía, consumido por el virus y la codicia de un modelo sin resguardos para enfrentar una necesidad pública y masiva. Días antes de que la ola reventara sobre Nueva York, dos noticias se agregaron en abril a esta caída libre empujada por la desigualdad: el senador y candidato Bernie Sanders, único escollo que quedaba en pie ante los intereses de las grandes corporaciones, abandonaba la carrera presidencial, dejando a Biden como único candidato demócrata en noviembre. El retiro de Sanders coronaba una campaña del terror alentada desde muy distintos sectores, y cuyo final tuvo todos los ingredientes de una ilusión perdida. Y es que, como bien señaló la articulista Elizabeth Bruenig, su candidatura representaba la reforma social y política necesaria para el momento crucial que atravesaba el país, a partir de la evidencia simple de que los hechos de la crisis le estaban dando la razón en sus planteamientos. La juventud estaba con él, y no era una juventud desesperada y anómica, sino esperanzada en soluciones mayores para un país urgentemente requerido de conducción y programa. Sanders lideraba un proyecto que ilusionaba a muchos, asustaba a otros, y era capaz de golpear a Trump. Todo lo contrario de Biden, que aburre a la mayoría, envalentona a muy pocos, y es objeto de burla constante por parte de Trump.
La segunda noticia era correlativa a la primera: los gobernadores de cinco estados del Este, liderados por Andrew Cuomo, de Nueva York, se declaraban en “estado de directorio” para coordinar acciones comunes frente a la crisis del coronavirus. Sin decirlo, la iniciativa apuntaba con el dedo a la ineptitud del Gobierno nacional, cuya única reacción válida hasta este momento ha sido la promoción del multimillonario rescate federal a beneficio de las grandes compañías aéreas, los negocios de servicio y las familias desempleadas. A esas alturas ya nadie se acordaba del dogma republicano de reducir al máximo la acción del Estado. Era eso o dejar que el país se acabara. Entonces Trump se autodesignó rey: yo soy la autoridad máxima, dijo; yo soy el que abre y cierra las restricciones en los estados. Mi autoridad es total. Cuomo respondió recordando que el proyecto americano no consideraba la existencia de reyes sino de presidentes. Y agregó: lo invito a que lea la Constitución.
Fue jaque directo al rey, y Trump retrocedió un escaque para enseguida llamar a una nueva insurrección de los supremacistas: “¡Liberen a Minnesota!”, “¡Liberen a Michigan!”, posteó, alentando la desobediencia civil. “¡Liberen Virginia y salven la segunda enmienda! ¡Está bajo asedio!”.
Los mensajes iban dirigidos a sus seguidores de la ultraderecha, pero en verdad son un ataque directo a la democracia y las autoridades elegidas. Es decir, un ensayo de lo que ocurrirá en noviembre, cuando la casi segura estrechez de los resultados propicie la estrategia negacionista de Trump. Entonces la guerra civil sorda de estos años estallará a toda orquesta como un acto cúlmine, el scherzo final y grotesco de la pandemia. Ya han muerto 36.500 personas al día de hoy, 20 de abril. Diariamente caen otros 1 800 en todo el país. Hay 700 mil contagiados que enfrentan la crisis sanitaria. Imposible dormir así. No se puede. Más todavía cuando el muerto que cae es un Imperio.
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