NUEVA YORK – Adam Smith, fundador de la economía moderna, sostuvo que la búsqueda del interés privado (ganancias) lleva invariablemente al bien común. Puede que sea cierto en algunos casos, pero es evidente que no siempre. Así como el afán de ganancias de los bancos llevó a la crisis financiera de 2008, la codicia de Purdue y otras empresas farmacéuticas produjo la crisis de opioides en Estados Unidos, y el apoyo de Texaco al régimen de Franco colaboró con el triunfo de los fascistas en la guerra civil española.
Sería fácil extender esta letanía de perfidias. Pero hoy uno de los peores abusos de corporaciones codiciosas es la esclavitud infantil. Los amantes del chocolate tal vez no lo sepan, pero algunos de sus placeres culposos pueden ser fruto del trabajo de niños esclavos.
Frente a acusaciones de esta naturaleza, Nestlé, Cargill y otras empresas alimentarias lograron no rendir cuentas ante los tribunales, aduciendo que al estar ellas o sus filiales radicadas en Estados Unidos, no son responsables por ilícitos cometidos en la lejana África. Lo hacen a sabiendas de que en los países donde tiene lugar la explotación infantil no existen sistemas de justicia eficaces.
Además, incluso si en el extranjero se dictara una sentencia contra ellas, no les supondría grandes costos. Trasladarían sus operaciones a otro lugar, y para un país pequeño y pobre sería difícil (incluso imposible) hacer valer la sentencia.
Todo esto estuvo en juego en un caso planteado este año ante la Corte Suprema de los Estados Unidos. En Nestle USA, Inc. v. John Doe I, et al./Cargill, Inc. v. John Doe I, et al., el tribunal falló contra seis ciudadanos de Mali que fueron niños esclavos y demandaron a Nestlé y Cargill una indemnización por sus padecimientos. Pero en vez de fallar sobre la cuestión de fondo, los jueces emitieron sentencia (por 8 a 1) sobre la cuestión formal de si es posible juzgar a empresas estadounidenses por daños a terceros cometidos en el extranjero. Según el tribunal, la ley estadounidense de «reclamación por agravios contra extranjeros» (el Alien Tort Statute) no se puede aplicar «extraterritorialmente», porque eso supondría extender el derecho estadounidense a otros países.
De más está decir que Estados Unidos actúa extraterritorialmente todo el tiempo, por ejemplo cuando castiga a empresas extranjeras por evadir sus sanciones contra Irán. La diferencia en este caso es que las acusadas eran empresas estadounidenses (o sus intermediarias). Con el fallo a favor de los demandados, el tribunal eludió pronunciarse sobre el modo de exigir rendición de cuentas a empresas que cometan ilícitos en el extranjero. ¿Dónde se las juzgará si no es en un tribunal estadounidense?
Sin esa rendición de cuentas, las corporaciones estadounidenses tienen pocos motivos para cambiar su conducta en el extranjero. Si usando proveedores que explotan el trabajo infantil es posible comercializar nuestros chocolates favoritos a menor precio, alguien carente de pruritos morales (una categoría que evidentemente incluye a estas empresas) hará precisamente eso, en estricto cumplimiento de la lógica competitiva del mercado.
¿Quién protegerá a los niños entonces? En este caso estaba en juego un valor estadounidense básico: los derechos humanos. Para Estados Unidos es un beneficio evidente demostrar al resto del mundo el respeto a sus valores por parte de las empresas estadounidenses, sobre todo ahora que la brutalidad policial contra la población afroamericana concita la atención de la prensa internacional.
Los autores de este artículo hemos presentado en conjunto con Oxfam un amicus curiae ante la Corte Suprema en el que sostenemos que redunda en beneficio económico de los Estados Unidos responsabilizar a sus empresas por ilícitos que hayan cometido dondequiera que sea. Creemos que en el largo plazo, los países que insisten en la responsabilidad social corporativa terminan obteniendo beneficios (para consumidores y empresas por igual).
Al fin y al cabo, los países y las empresas con buena reputación pueden atraer más capital y mejores trabajadores que competidores menos éticos, y sus productos serán más atractivos para una generación de consumidores cada vez más consciente. Los trabajadores más jóvenes, en particular, prestan mucha atención a lo que hacen y defienden sus empleadores. Por eso muchas empresas se manifestaron en contra de las leyes de supresión de votantes y adoptaron metas de reducción de gases de efecto invernadero.
Pero muchas empresas siguen actuando conforme al beneficio inmediato. Mientras los abogados de Nestlé y Cargill estaban atareados en librarlas de rendir cuentas, las dos empresas emitieron declaraciones de rigor contra la esclavitud infantil. Pero si esa es su postura real, ¿por qué no quisieron exponer sus argumentos ante un tribunal? Sus bien pagados abogados eran defensa más que suficiente contra la representación de los malienses. Si las empresas perdían no iba a ser porque les faltara buen asesoramiento jurídico.
¿Cómo asegurar que las empresas no hagan en el extranjero lo que jamás intentarían en casa? Es imposible eludir esta pregunta cuando la globalización ha extendido los vínculos comerciales de empresas occidentales con países pobres provistos de marcos legales muy limitados. No es una cuestión de extraterritorialidad, sino de poner fin a la competencia desregulatoria despiadada. Estados Unidos tiene que dar al mundo garantías de la conducta decente de sus empresas sin ninguna doble vara.
Hasta tanto eso ocurra, Cargill, Nestlé y otras empresas presuntamente culpables de prácticas contrarias al medioambiente y los derechos humanos deben ser juzgadas en el tribunal de la opinión pública. Su búsqueda incansable de no rendir cuentas por sus acciones habla por sí sola.
Traducción: Esteban Flamini
Joseph E. Stiglitz, a Nobel laureate in economics and University Professor at Columbia University, is a former chief economist of the World Bank (1997-2000) and chair of the US President’s Council of Economic Advisers, was lead author of the 1995 IPCC Climate Assessment, and co-chaired the international High-Level Commission on Carbon Prices.
Geoffrey Heal is Professor of Social Enterprise at Columbia Business School.
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