Por Joseph Stiglizt
DESPRECIO POR EL MUNDO
Los déficits presupuestario y comercial de Estados Unidos han alcanzado unos niveles sin precedentes durante el mandato del presidente Bush. Por supuesto, un déficit no es necesariamente malo. Si una empresa pide un préstamo para comprar una máquina, es algo positivo, no negativo. Durante los seis últimos años, Estados Unidos —el Gobierno, las familias, el país en su conjunto— ha pedido dinero prestado para sostener el consumo. Mientras tanto, las inversiones en activos fijos —las fábricas y el material que ayudan a aumentar nuestra riqueza— han disminuido.
¿Qué consecuencias tendrá todo esto con el tiempo? Desde luego, el nivel de vida en Estados Unidos crecerá más despacio, e incluso puede que haya un declive. La economía estadounidense puede aguantar muchos golpes, pero no hay ninguna que sea invencible, y nuestros puntos débiles están a la vista de todos. A medida que ha disminuido la confianza en nuestra economía, ha ido bajando el valor del dólar, un 40 por ciento frente al euro desde 2001.
El desconcierto de nuestra política económica tiene su reflejo en nuestras políticas económicas en el extranjero. El presidente Bush ha culpado a los chinos de nuestro inmenso déficit comercial, pero un incremento del valor del yuan, que él ha promovido, sólo serviría para que compráramos más productos textiles y ropa a Bangladesh y Camboya en vez de a China, y nuestro déficit seguiría siendo el mismo. El presidente asegura creer en el libre comercio, pero ha establecido medidas para proteger a la industria estadounidense del acero. Estados Unidos ha impulsado una serie de acuerdos comerciales bilaterales y ha presionado a pequeños países para que aceptaran todo tipo de condiciones penosas, como la extensión de la protección de patentes para fármacos que eran muy necesarios en la lucha contra el sida. Insistimos en que haya mercados abiertos en todo el mundo, pero hemos impedido que China comprara Unocal, una pequeña compañía petrolífera estadounidense cuyos activos están, en su mayoría, en otros países.
Como era previsible, nuestras prácticas comerciales suscitaron protestas en países como Tailandia y Marruecos. Pese a ello, Estados Unidos sigue sin hacer concesiones; por ejemplo, se negó a tomar ninguna medida decisiva para eliminar nuestros gigantescos subsidios agrarios, que distorsionan los mercados internacionales y perjudican a los agricultores más pobres de los países en vías de desarrollo. Esta intransigencia hizo que fracasaran las negociaciones para abrir los mercados mundiales. Como en tantos otros ámbitos, el presidente Bush se ha empeñado en acabar con el multilateralismo —la idea de que los países de todo el mundo deben cooperar— y sustituirlo por un sistema dominado por Estados Unidos. A la hora de la verdad, no ha conseguido imponer la hegemonía de nuestro país, pero sí ha conseguido debilitar la cooperación.
El desprecio esencial del Gobierno hacia las instituciones internacionales quedó claro en 2005 cuando nombró a Paul Wolfowitz, antiguo vicesecretario de Defensa y uno de los principales arquitectos de la guerra de Irak, presidente del Banco Mundial. Objeto de enorme desconfianza desde el principio, y atrapado poco después en una polémica personal, Wolfowitz se convirtió en un bochorno internacional y tuvo que dimitir de su puesto cuando aún no llevaba dos años.
La globalización significa que la economía estadounidense y la del resto del mundo están cada vez más interconectadas. Pensemos en las hipotecas de alto riesgo. Cuando las familias estadounidenses se declaran incapaces de pagar, los dueños de las hipotecas se encuentran con unos papeles que no valen nada. Los emisores de esas hipotecas ya las habían vendido a otros acreedores, que las juntaron con otros activos de forma nada transparente y las pasaron a su vez a otros titulares no identificados. Cuando se comprendió que había un problema, los mercados financieros mundiales empezaron a temblar: se descubrió que había hipotecas basura por valor de miles de millones ocultas en carteras de Europa, China y Australia, e incluso en prestigiosos bancos de inversiones de Estados Unidos como Goldman Sachs y Bear Stearns. Indonesia y otros países en vías de desarrollo —espectadores inocentes, en realidad— sufrieron con la subida desmesurada de las primas de riesgo, y los inversores sacaron el dinero de esos mercados emergentes para buscar lugares más seguros. Tardaremos años en salir de este caos. Mientras tanto, nos hemos vuelto dependientes de otros países a la hora de financiar nuestra propia deuda. En la actualidad, China, por sí sola, posee más de un billón de dólares en pagarés públicos y privados de Estados Unidos. Los préstamos acumulados obtenidos de otros países durante los seis años de la administración Bush ascienden a alrededor de 5 billones de dólares. Lo más probable es que los acreedores no reclamen la devolución de su dinero, porque, si lo hicieran, habría una crisis financiera mundial. Pero el hecho de que el país más rico del mundo no pueda vivir ni por asomo dentro de sus posibilidades es extraño e inquietante. Igual que Guantánamo y Abu Ghraib han erosionado la autoridad moral de Estados Unidos, la gestión fiscal del Gobierno de Bush ha debilitado nuestra autoridad económica.
CÓMO AVANZAR
Quien entre en la Casa Blanca en enero de 2009 se encontrará con unas circunstancias económicas nada envidiables. Sacar al país de Irak será la tarea más sangrienta, pero arreglar la economía será un trabajo desgarrador y costará varios años.
El reto más inmediato será devolver el metabolismo de esa economía a unos niveles normales. Lo cual significa pasar de una tasa de ahorro de cero (o menos) a una más habitual, del 4 por ciento, por ejemplo. Aunque ese incremento sería positivo para la salud de la economía estadounidense a largo plazo, las consecuencias inmediatas serían dolorosas. El dinero que se ahorra es un dinero que no se gasta. Si la gente no gasta dinero, el motor económico se ahoga. Si las familias cortan rápidamente sus gastos —como quizá tengan que hacer como consecuencia de la crisis del mercado hipotecario—, podríamos encontrarnos con una recesión; si se hace de manera más mesurada, tendríamos una desaceleración prolongada. Es probable que los problemas de las ejecuciones hipotecarias y las bancarrotas debidas al excesivo endeudamiento de los hogares vayan a peor antes de empezar a mejorar. Y el Gobierno federal está en un aprieto: si se restablece a toda velocidad la sensatez fiscal, ambos problemas se agravarán.
En cualquier caso, se pueden hacer otras cosas. Lo que se necesita es, en cierto sentido, fácil de describir: dejar de actuar como hasta ahora y hacer todo lo contrario. Es decir, no gastar un dinero que no tenemos, subir los impuestos a los ricos, reducir la ayuda corporativa, reforzar la red de protección para los más desaventajados y hacer más inversiones en educación, tecnología e infraestructuras.
En cuanto a los impuestos, deberíamos tratar de trasladar la carga impositiva de cosas que consideramos buenas, como el trabajo y el ahorro, a cosas que consideramos malas, como la contaminación. Respecto a la red de protección social, debemos recordar que, cuanto más haga el Estado para ayudar a los trabajadores a mejorar sus aptitudes y obtener una asistencia sanitaria asequible, más libertad tendrán las empresas estadounidenses para competir en la economía mundial. Y todos estaremos mucho mejor si colaboramos con otros países para crear unos sistemas mundiales, comercial y financiero, que sean justos y eficaces. Tendremos más posibilidades de que otros abran sus mercados si somos menos hipócritas; es decir, si abrimos nuestros propios mercados a sus productos y dejamos de subvencionar la agricultura estadounidense.
Parte del daño hecho por el Gobierno de Bush podría remediarse enseguida. Pero para arreglar otra gran parte tendrán que pasar decenios, y eso suponiendo que exista la voluntad política de hacerlo en la Casa Blanca y el Congreso. Pensemos en los intereses que estamos pagando, un año detrás de otro, sobre los casi cuatro billones de dólares de deuda añadida: incluso al 5 por ciento, eso representa un pago anual de 200 000 millones de dólares, dos guerras de Irak al año para toda la vida. Pensemos en los impuestos que los futuros Gobiernos tendrán que fijar para devolver una mínima parte de la deuda acumulada. Y pensemos en la brecha cada vez mayor entre los ricos y los pobres en Estados Unidos, un fenómeno que va más allá de la economía y afecta al futuro del sueño americano.
En resumen, estamos embarcados en una trayectoria que se tardará una generación en revocar. Dentro de varias décadas deberíamos hacer un repaso y reflexionar sobre las ideas predominantes. ¿Merecerá todavía Herbert Hoover su discutible título? Tengo la impresión de que George W. Bush se habrá ganado un superlativo más siniestro.
UNOS LOCOS CAPITALISTAS[2*]
Llegará un momento en el que las amenazas más acuciantes planteadas por la crisis crediticia habrán pasado y lo que tendremos que hacer será trazar el rumbo de las medidas económicas que deben tomarse. Ese será un momento peligroso. Detrás de los debates sobre las políticas futuras se encuentra un debate sobre la historia, sobre las causas de nuestra situación actual. La batalla por el pasado determinará la batalla por el presente. Por eso es crucial contar la historia bien.
¿Cuáles fueron las decisiones fundamentales que condujeron a la crisis? En cada encrucijada se cometieron errores; sufrimos lo que los ingenieros llaman un «fallo del sistema», cuando no hay una sola decisión sino una cascada de decisiones que acaban produciendo un resultado trágico. Repasemos cinco momentos importantes.
NÚMERO 1: DESPEDIR AL PRESIDENTE
En 1987, el Gobierno de Reagan decidió quitar a Paul Volcker de la presidencia de la Reserva Federal y nombrar a Alan Greenspan en su lugar. Volcker había hecho lo que se espera de los banqueros centrales. Bajo su mandato, la inflación había disminuido de más del 11 por ciento a menos del 4 por ciento. En el mundo de los bancos supervisores, ese logro debería haberle proporcionado una nota de A+++ y garantizado la permanencia. Pero Volcker sabía también que es necesario regular los mercados financieros, mientras que Reagan quería a alguien que no opinara así, y lo encontró en un devoto de la filósofa objetivista y fanática del libre mercado, Ayn Rand.
Greenspan tuvo un papel doble. La Reserva Federal controla el grifo del dinero y, durante los primeros años de este siglo, lo abrió por completo. Pero la Fed es también un órgano regulador. Si se nombra a alguien que está en contra de las regulaciones para dirigirlo, ya se sabe cuánto hará respetar las normas. La avalancha de liquidez se unió al fallo de los diques de la regulación y la consecuencia fue desastrosa.
Greenspan presidió no una sino dos burbujas económicas. Después de que estallara la burbuja tecnológica, en 2000-2001, contribuyó a inflar la burbuja inmobiliaria. La primera responsabilidad de un banco central debe ser mantener la estabilidad del sistema financiero. Si los bancos prestan dinero con arreglo a unos precios artificialmente altos de los activos, el resultado puede ser el colapso, como estamos viendo ahora y como Greenspan debería haber sabido. Él tenía a su disposición muchas de las herramientas necesarias para afrontar la situación. Para resolver la burbuja tecnológica, podría haber aumentado los márgenes requeridos (la cantidad de dinero en efectivo que necesita entregar una persona para comprar acciones). Para desinflar la burbuja inmobiliaria, podría haber refrenado los préstamos abusivos a los hogares de rentas bajas y haber prohibido otras prácticas perniciosas (los préstamos sin documentación o «mentirosos», los préstamos de sólo intereses, etcétera). Unas medidas así habrían ayudado mucho a protegernos. Y, si no tenía los instrumentos, podría haber acudido al Congreso para solicitarlos.
Los problemas actuales de nuestro sistema financiero no son solo, desde luego, consecuencia de los préstamos mal concedidos. Los bancos se han dedicado a apostar unos contra otros a través de complicados instrumentos como los derivados, las permutas de cobertura por impagos, y así sucesivamente. En estas apuestas, un banco paga a otro si pasan ciertas cosas; por ejemplo, si Bear Stearns va a la bancarrota, o si el valor del dólar se dispara. En un principio, estos instrumentos se crearon para ayudar a administrar los riesgos, pero también se pueden utilizar para apostar. Si alguien se siente seguro de que el dólar va a caer, puede hacer una gran apuesta en ese sentido y, si el dólar cae, obtendrá enormes beneficios. Lo malo es que, con esa red tan compleja de apuestas de gran magnitud, nadie podía saber con certeza la posición financiera de nadie, ni siquiera la suya propia. No es extraño que los mercados de crédito se paralizaran.
También en este aspecto tuvo algo que ver Greenspan. Cuando yo presidía el Consejo de Asesores Económicos, durante el Gobierno de Clinton, trabajé en un comité formado por todos los grandes reguladores financieros federales, un grupo al que pertenecían Greenspan y el secretario del Tesoro, Robert Rubin. Ya entonces resultaba evidente que los derivados eran un peligro. Sin embargo, pese a los riesgos, los desreguladores responsables del sistema financiero —en la Reserva Federal, la Comisión del Mercado de Valores (SEC, por sus siglas en inglés) y otros órganos— decidieron no hacer nada, por miedo a que cualquier medida pudiera interferir con la «innovación» en el sistema. Pero la innovación, como el «cambio», no tiene valor intrínseco. Puede ser buena, pero también mala (los préstamos «mentirosos» son un buen ejemplo).
NÚMERO 2: DERRIBARLAS MURALLAS
La filosofía de la desregulación pagaría dividendos indeseables durante años. En noviembre de 1999, el Congreso derogó la Ley Glass-Steagall, gracias a los 300 millones de dólares invertidos por el sector bancario y el de los servicios financieros en una campaña a la que ayudó en el Congreso el senador Phil Gramm. Glass-Steagall mantenía separados los bancos comerciales (que prestan dinero) de los bancos de inversiones (que organizan la venta de títulos y valores); había entrado en vigor después de la Gran Depresión con el objetivo de reprimir los excesos de aquella época, incluidos graves conflictos de intereses. Por ejemplo, sin la separación, si una empresa cuyas acciones hubieran salido al mercado emitidas y respaldadas por un banco de inversiones tenía dificultades, ¿no se sentiría presionado su brazo comercial —en el caso de que lo tuviera— para prestarle dinero, quizá de manera imprudente? Era fácil prever que aquello generaría una espiral de malas decisiones. Yo me opuse a la derogación de la ley. Los impulsores decían: confiad en nosotros, vamos a crear murallas chinas para asegurarnos de que no se reproduzcan los problemas del pasado. Como economista, desde luego, yo confiaba bastante, pero en la capacidad de los incentivos económicos para orientar el comportamiento humano hacia el propio interés; el interés inmediato, en cualquier caso, no el «propio interés debidamente entendido» que decía Tocqueville.
La consecuencia más importante de la abolición de la Ley Glass-Steagall fue indirecta: su forma de cambiar toda una cultura. Se supone que los bancos comerciales no son instituciones de alto riesgo; se supone que administran el dinero de otras personas de manera muy conservadora. Esa es la condición con la que el Gobierno se hace cargo de los gastos si quiebran. Por el contrario, los bancos de inversiones han administrado siempre el dinero de los ricos, personas que pueden asumir mayores riesgos para obtener mayores beneficios. Cuando la derogación de Glass-Steagall unió los bancos de inversiones y los comerciales, se impuso la cultura de los primeros. Empezó a haber una demanda de altos rendimientos como los que sólo podían conseguirse con un fuerte apalancamiento y corriendo serios riesgos.
Hubo otros pasos importantes en el camino de la desregulación. Uno fue la decisión de la Comisión del Mercado de Valores estadounidense, en una reunión celebrada en abril de 2004, a la que no asistió casi nadie y de la que se habló poco en su momento, de permitir que los grandes bancos de inversiones incrementaran su proporción entre deuda y fondos propios (que pasó de 12 a 1 a 30 a 1 o más) para poder comprar más valores respaldados por hipotecas y, de paso, inflar más la burbuja inmobiliaria. Al aprobar esta medida, la SEC defendió las virtudes de la autorregulación: la peculiar teoría de que los bancos son capaces de vigilarse a sí mismos. La autorregulación es descabellada, como reconoce ahora el propio Alan Greenspan, y, en cualquier caso, no puede identificar nunca los riesgos estructurales, los que surgen, por ejemplo, cuando los modelos empleados por cada uno de los bancos para gestionar sus carteras les aconsejan vender algún valor a todos a la vez.
Mientras nos deshacíamos de las viejas normas, no estábamos haciendo nada para hacer frente a los nuevos desafíos planteados por los mercados del siglo XXI. El reto más importante era el de los derivados. En 1998, la responsable de la Comisión del Mercado de Materias Primas y Futuros, Brooksley Born, había recomendado una regulación de ese tipo, y la necesidad se volvió urgente cuando la Reserva Federal, ese mismo año, orquestó el rescate de Long-Term Capital Management, un fondo especulativo cuya quiebra, de más de un billón de dólares, amenazaba los mercados financieros mundiales. Pero el secretario del Tesoro Robert Rubin, su número dos Larry Summers y Greenspan fueron categóricos —y triunfadores— en su oposición. No se hizo nada.
NÚMERO 3: APLICARLAS SANGUIJUELAS
Entonces llegaron los recortes de impuestos de Bush, aplicados por primera vez el 7 de junio de 2001, con una nueva reducción dos años después. El presidente y sus asesores parecían creer que la reducción fiscal, en particular para los ciudadanos de rentas altas y las grandes empresas, era la cura para cualquier enfermedad económica; el equivalente moderno de las sanguijuelas. Los recortes fiscales contribuyeron de manera crucial a crear las condiciones de base de la crisis actual. Como hacían muy poco para estimular la economía, la tarea recayó sobre la Reserva Federal, que implantó unos tipos de interés más bajos que nunca y una liquidez sin precedentes. La guerra de Irak empeoró más las cosas, porque disparó los precios del petróleo. Dada la dependencia estadounidense de las importaciones de crudo, tuvimos que gastar varios cientos de miles de millones más en la compra de petróleo, un dinero que podría haberse dedicado a comprar productos de Estados Unidos. Normalmente, eso habría producido una desaceleración económica, como había ocurrido en los años setenta. Pero la Fed afrontó el reto con la mayor estrechez de miras imaginable. La liquidez existente hizo que fuera fácil obtener dinero en los mercados hipotecarios, incluso para quienes normalmente no habrían podido pedir préstamos. Es cierto que eso permitió prevenir una crisis económica; la tasa de ahorro de los hogares estadounidenses se derrumbó hasta cero. Pero debería haber estado claro que estábamos viviendo de prestado, tanto en dinero como en tiempo.
La reducción del impuesto sobre las plusvalías contribuyó a la crisis en otro sentido. Fue una decisión que afectó a los valores: los que especulaban (es decir, apostaban) y acababan ganando pagaban menos impuestos que los asalariados que no hacían más que trabajar. Pero, sobre todo, la decisión fomentó el apalancamiento, porque los intereses eran desgravables. Por ejemplo, si alguien pedía prestado un millón de dólares para comprar una casa o firmaba una segunda hipoteca de 100 000 dólares para comprar acciones, los intereses serían totalmente deducibles cada año. Cualquier plusvalía que hubiera tributaría poco, y en un futuro más bien remoto. La medida del Gobierno de Bush era una invitación abierta al préstamo y el endeudamiento excesivos, como si al consumidor estadounidense le hubiera hecho falta que lo animasen.
NÚMERO 4: FALSEAR LOS NÚMEROS
Mientras tanto, el 30 de julio de 2002, tras una serie de grandes escándalos —entre los que destacaron las caídas de WorldCom y Enron—, el Congreso aprobó la Ley Sarbanes-Oxley. En los escándalos habían estado involucradas todas las grandes firmas de auditorías de Estados Unidos, la mayoría de nuestros bancos y algunas de las empresas más importantes, y había quedado claro que nuestro sistema contable tenía problemas. La contabilidad es un tema que aburre a la mayor parte de la gente, pero, si no es posible confiar en las cifras que da una empresa, no es posible confiar en ninguna otra faceta de la empresa. Por desgracia, en las negociaciones sobre la Ley Sarbanes-Oxley, se decidió no abordar un problema que para muchos, incluido el respetado expresidente de la SEC Arthur Levitt, era básico y fundamental: las opciones de compra de acciones (stock options). Algunos defienden estas opciones porque dicen que ofrecen un magnífico incentivo para ejercer una buena gestión, pero en realidad, son un «pago de incentivos» sólo en teoría. Si una empresa obtiene buenos resultados, el consejero delegado recibe esa opción de comprar acciones como recompensa; si a la empresa le va mal, la recompensa es casi la misma, pero se presenta de otras maneras. Esto ya es malo de por sí, pero un problema añadido de las stock options es que ofrecen incentivos para hacer mal las cuentas, porque la dirección de una empresa tiene muchos motivos para tergiversar los datos y así hacer que suba el precio de las acciones.
La estructura de incentivos de las agencias de calificación también estaba pervertida. Empresas como Moody’s y Standard & Poor’s cobran de la gente a la que se supone que tienen que calificar, así que tienen muchos motivos para darles una buena valoración, la versión financiera de lo que los profesores universitarios llaman inflar las notas. Las agencias de calificación, como los bancos de inversiones que estaban pagándoles, creían en la alquimia financiera: pensaban que las hipotecas de alto riesgo, calificadas con una F, podían transformarse en productos lo bastante seguros como para ponerlos a disposición de los bancos comerciales y los fondos de pensiones. Fue el mismo fallo que habíamos visto durante la crisis del este asiático en los años noventa: las buenas notas facilitaron la entrada de dinero en la región, y un vuelco repentino de esas calificaciones causó el desastre. Pero los supervisores financieros no lo tuvieron en cuenta.
NÚMERO 5: DEJARQUE SE DESANGRE
El punto de inflexión definitivo llegó con la aprobación de un paquete de rescate el 3 de octubre de 2008; es decir, con la reacción del Gobierno a la crisis. Las consecuencias las seguiremos notando durante años. Tanto el Estado como la Reserva Federal llevaban mucho tiempo engañándose y creyendo que la mala situación no era más que momentánea y la recuperación del crecimiento estaba a la vuelta de la esquina. A medida que los bancos estadounidenses entraban en quiebra, las autoridades cambiaban su línea de actuación. Algunas instituciones (Bear Stearns, AIG, Fannie Mae, Freddie Mac) recuperaron parte de su dinero. Otras, no.
La propuesta original del secretario del Tesoro Henry Paulson, un documento de tres páginas que le habría permitido disponer de 700 000 millones de dólares como quisiera, sin supervisión ni vigilancia judicial, fue una muestra de arrogancia extraordinaria. Decía que el programa era necesario para restablecer la confianza, pero no abordaba las razones esenciales de esa pérdida de confianza. Los bancos habían hecho demasiados préstamos tóxicos. Tenían sus balances llenos de agujeros.
Nadie sabía qué era verdad y qué era ficción. El paquete de rescate fue como una transfusión masiva a un paciente que sufre una hemorragia interna, sin hacer nada para solucionar la causa del problema, es decir, las ejecuciones hipotecarias. Paulson perdió un tiempo muy valioso con su empeño en sacar adelante su plan, «dinero a cambio de basura», comprar los activos tóxicos y hacer recaer el riesgo en los contribuyentes. Cuando, por fin, abandonó el programa y dio a los bancos el dinero que necesitaban, lo hizo de tal manera que no sólo engañó a los ciudadanos sino que no fue capaz de garantizar que los bancos iban a usar el dinero para volver a conceder préstamos. Incluso les permitió devolver dinero a sus accionistas mientras recibían el de los contribuyentes. Y el otro problema del que tampoco se ocupó fue el de los puntos débiles que ponían en peligro nuestra economía. El sistema se había sostenido gracias a un endeudamiento excesivo, pero eso ya no podía seguir así. Con la contracción del consumo, la economía se sostenía gracias a las exportaciones, pero a medida que el dólar se reforzaba y Europa y el resto del mundo entraban en declive, no parecía que pudiera durar mucho. Mientras tanto, los estados se enfrentaban a unas enormes caídas de ingresos e iban a tener que empezar a recortar los gastos. Si el Gobierno no tomaba medidas a toda velocidad, la economía se abocaba a una crisis. E incluso aunque los bancos hubieran sido prudentes a la hora de conceder préstamos —cosa que no habían hecho—, no había duda de que con el deterioro de la situación aumentarían las insolvencias, con lo que el sector financiero, ya en dificultades, se debilitaría todavía más.
El Gobierno hablaba de crear confianza, pero lo que hizo fue engañar. Si de verdad hubiera querido restablecer la fe en el sistema financiero, habría empezado por abordar los problemas fundamentales, los defectos de las estructuras de incentivos y el sistema regulador.
¿Hubo una decisión concreta que, si hubiera sido distinta, habría cambiado el rumbo de la historia? Todas las decisiones —incluidas las de no hacer algo, y de esas había habido muchas— son consecuencia de decisiones anteriores, una red que se extiende desde el pasado lejano hasta el futuro. Algunos representantes de la derecha achacan la culpa a ciertas medidas del propio Gobierno, como la Ley de Reinversión Comunitaria, que exige a los bancos que haya hipotecas disponibles en los barrios de rentas bajas (en realidad, los préstamos con arreglo a esta ley sufrieron muchos menos impagos que otros). También se ha responsabilizado a Fannie Mae y Freddie Mac, los dos grandes organismos de préstamos hipotecarios, que en un principio eran propiedad del Gobierno. Pero la verdad es que estas dos instituciones entraron tarde en el juego de las hipotecas de alto riesgo, y su problema fue similar al del sector privado: sus directivos contaban con los mismos incentivos perversos que los empujaban a meterse en aventuras.
La mayoría de los errores concretos puede resumirse en uno solo: la convicción de que los mercados se autorregulan y el papel del Gobierno debe ser mínimo. Al recordar esa teoría durante las sesiones ante el comité del Congreso el otoño pasado, Alan Greenspan dijo en voz alta: «He encontrado un defecto». El congresista Henry Waxman le presionó: «En otras palabras, ha descubierto usted que su visión del mundo, su ideología, no era la acertada; no funcionaba». «Exacto, precisamente», respondió Greenspan. Cuando Estados Unidos —junto con gran parte del resto del mundo— adoptó esta filosofía económica equivocada, era inevitable que acabáramos por llegar a la situación en la que nos encontramos hoy.
ANATOMÍA DE UN ASESINATO: ¿QUIÉN DESTRUYÓ LA ECONOMÍA ESTADOUNIDENSE?[3*]
Todo el mundo busca a quién responsabilizar de la crisis económica mundial. No es mero espíritu de venganza; es importante saber quién o qué causó la crisis para descubrir cómo evitar otra o quizá incluso cómo arreglar esta.
Ahora bien, el concepto de causa es complejo. Seguramente significa algo así como: «Si el culpable hubiera actuado de otra forma, la crisis no se habría producido». Pero las consecuencias de que un interesado cambie su línea de actuación dependen del comportamiento de los demás, y es de suponer que las acciones de otros también han cambiado.
Pensemos en un asesinato. Podemos identificar al que apretó el gatillo. Pero alguien tuvo que venderle el arma a esa persona. Quizá alguien le pagó. Tal vez alguien proporcionó información desde dentro sobre el paradero de la víctima. Todos esos son responsables del crimen. Si la persona que pagó al pistolero estaba empeñada en que muriera su víctima, aunque el que la mató se hubiera negado a hacerlo, lo habría conseguido de otra manera, habría encontrado a otra persona para que acabara con ella. En el crimen que nos ocupa hay muchos responsables, tanto personas como instituciones. Si hablamos de «quién tiene la culpa» vienen a la mente nombres como Robert Rubin, coautor de la desregulación y alto funcionario en una de las dos instituciones financieras a las que el Gobierno estadounidense ha dado más dinero. Estuvo además Alan Greenspan, que también impulsó la filosofía de la desregulación; que no utilizó la autoridad reguladora que poseía; que animó a los propietarios de viviendas a firmar hipotecas ajustables de alto riesgo; y que apoyó la rebaja de impuestos para los ricos del presidente Bush,[26] con la consecuencia de que se volvió necesario para estimular la economía tener tipos de interés más bajos, que alimentaron la burbuja. Sin embargo, si no hubieran estado ahí ellos, otros habrían ocupado su lugar y probablemente habrían hecho cosas parecidas. Había más gente con la misma voluntad y la misma capacidad de perpetrar el delito. Además, el hecho de que surgieran problemas similares en otros países —con personas diferentes como protagonistas— indica que hubo fuerzas económicas más fundamentales en juego.
En la lista de instituciones que deben asumir una gran parte de responsabilidad por la crisis figuran los bancos de inversiones y los inversores; las agencias de calificación del crédito; los reguladores, incluidos la Comisión del Mercado de Valores estadounidense (SEC) y la Reserva Federal; los intermediarios hipotecarios, y una serie de Gobiernos, desde Bush hasta Reagan, que impulsaron la desregulación del sector financiero. Algunos de esos organismos desempeñaron varios papeles; en particular la Reserva Federal, que no ejerció su función reguladora y que quizá contribuyó también a la crisis con una mala gestión de los tipos de interés y la disponibilidad del crédito. Todos ellos —y algunos más que ahora veremos— comparten cierta culpa.
LOS PRINCIPALES PROTAGONISTAS
No obstante, yo creo que la responsabilidad es sobre todo de los bancos (más en general, el sector financiero) y los inversores.
Se suponía que los bancos eran los expertos en gestionar riesgos. Y no sólo no los manejaron sino que los crearon. Practicaron un apalancamiento excesivo. Con una proporción de 30 a 1, un cambio de sólo el 3 por ciento en el valor de los activos hace desaparecer de un plumazo nuestro patrimonio. (Para situar las cosas en perspectiva, los precios de la vivienda han descendido alrededor del 20 por ciento y hoy, en marzo de 2009, se prevé que van a caer otro 10-15 por ciento por lo menos). Los bancos aplicaron estructuras de incentivos diseñadas para fomentar un comportamiento miope e imprudente. Además, las opciones de compra de acciones que utilizaron para pagar a algunos de sus directivos sirvieron de motivo para practicar una mala contabilidad, incluida una amplia contabilidad fuera de balance.
Por lo visto, los banqueros no eran conscientes de los peligros que estaba creando la titulización, como los derivados de las asimetrías de información: los emisores de las hipotecas, al final, no eran dueños de ellas, así que no tenían que sufrir las consecuencias de ningún fallo en los procedimientos. También se equivocaron al calcular la correlación entre las tasas de impago en diferentes zonas del país —no tuvieron en cuenta que la subida del tipo de interés o el aumento del desempleo podían tener repercusiones negativas en muchas partes—, y subestimaron el peligro de que cayeran los precios inmobiliarios. Tampoco supieron valorar con precisión los riesgos asociados a algunos productos financieros nuevos, como los préstamos con poca o ninguna documentación.
La única defensa que tienen los banqueros —y es un argumento más bien débil— es que sus inversores les obligaron. Sus inversores no comprendían los riesgos. Confundían una gran rentabilidad, obtenida gracias a un apalancamiento excesivo en un mercado al alza, con una inversión «inteligente». Los bancos que no recurrían a ese tipo de apalancamiento y, por tanto, ofrecían menos rentabilidad, terminaban «castigados» y con el valor de sus acciones por los suelos. Pero la realidad era que los bancos aprovechaban la ignorancia de los inversores para subir el precio de sus acciones y obtener más rentabilidad a corto plazo a costa de correr más riesgos.
CÓMPLICES DEL DELITO
Aunque los bancos fueron los principales autores del delito, tuvieron muchos cómplices.
Las agencias de calificación desempeñaron un papel crucial. Defensoras de la alquimia financiera, convirtieron hipotecas de alto riesgo, calificadas con una F, en valores con calificación A que transmitían la confianza suficiente a los fondos de pensiones. Este detalle es importante, porque permitió mantener la entrada constante de dinero en el mercado de la vivienda, que, a su vez, suministró el combustible para la burbuja inmobiliaria. El comportamiento de las agencias de calificación quizá estuvo influido por el incentivo viciado de cobrar de aquellos a los que calificaban, pero me da la impresión de que, incluso sin esos incentivos, sus modelos habrían sido deficientes. En este caso, la competencia fue perjudicial, porque les hizo rivalizar a la baja, por otorgar las notas más favorables a los bancos sometidos a valoración.
Los intermediarios hipotecarios también fueron un factor clave: lo que les interesaba, más que emitir buenas hipotecas —al fin y al cabo, ellos no las controlaban durante mucho tiempo—, era emitir muchas. Algunos intermediarios eran tan entusiastas que inventaron nuevas modalidades hipotecarias: los préstamos con poca o ninguna documentación de los que hablaba más arriba eran una invitación al engaño, y acabaron siendo conocidos como «préstamos mentirosos». Eran una «innovación», pero por algo no habían surgido antes innovaciones de ese tipo.
Otros productos hipotecarios nuevos —los préstamos de baja o ninguna amortización e interés variable— atrajeron a personas incautas. Las segundas hipotecas también animaron a los estadounidenses a pedir préstamos con sus hogares como garantía, lo cual aumentó la proporción (total) entre préstamo y valor e hizo más peligrosas las hipotecas.
Los emisores de las hipotecas no pensaban en los riesgos, sino en los costes de transacción. Pero no porque trataran de minimizarlos, sino todo lo contrario, querían aumentarlos al máximo y, con ellos sus ingresos. En este sentido resultaban especialmente útiles los préstamos a corto plazo que tenían que ser refinanciados y que corrían el riesgo de no poder serlo.
Los costes de transacción generados al emitir hipotecas ofrecían un sólido incentivo para aprovecharse de los prestatarios inocentes y sin experiencia; por ejemplo, fomentando más préstamos y endeudamientos a corto plazo, con sucesivas reestructuraciones del préstamo que ayudaban a aumentar los costes.
Los reguladores también fueron cómplices del delito. Deberían haber visto los peligros intrínsecos de los nuevos productos; deberían haber hecho sus propias valoraciones de riesgos, en lugar de fiarse de la autorregulación o las agencias de calificación. Deberían haber sido conscientes de las amenazas que implicaba un apalancamiento elevado, con derivados de venta libre, y especialmente los riesgos que iban acumulándose en la medida en que no se sustraían estos últimos.
Los reguladores se engañaron al pensar que bastaba con que garantizaran que cada banco gestionase sus propios riesgos (cosa para la que es de suponer que tendrían todos los incentivos) para que el sistema funcionara. Por asombroso que parezca, no prestaron ninguna atención al riesgo sistémico, a pesar de que la preocupación por él es uno de los argumentos principales en favor de la regulación. Aunque cada banco fuera, «por término medio», sólido, sus acciones, relacionadas entre sí, podían generar riesgos para la economía en su conjunto.
En algunos casos, los reguladores tenían algo de razón: carecían de base legal para actuar aunque hubieran descubierto algo ilegal. No les habían dado potestad para regular los derivados. Pero esa defensa es un poco tramposa, porque algunos de ellos —en especial Greenspan— habían trabajado mucho para impedir que se aprobaran las regulaciones necesarias.
La derogación de la Ley Glass-Steagall fue un factor determinante, no sólo por los conflictos de intereses que generó (y que salieron a la luz en los escándalos de Enron y WorldCom), sino también porque transmitió la cultura de riesgos de la banca de inversiones a los bancos comerciales, que deberían haber actuado de forma mucho más prudente.
El fallo no fue sólo de la regulación y los reguladores financieros. Las leyes antimonopolio deberían haberse impuesto con más dureza. Se permitió a los bancos que crecieran hasta ser demasiado grandes para dejarlos quebrar, o demasiado grandes para poder gestionarlos. Y unos bancos así tienen incentivos perversos. Cuando si sale cara, gano, y si sale cruz, pierdes, esos bancos tan grandes tienen motivos para asumir demasiados riesgos.
Las leyes de gobierno corporativo también son responsables en parte. Los reguladores y los inversores deberían haber sido conscientes de los peligros que representaban las estructuras de incentivos existentes, que ni siquiera defendían bien los intereses de los accionistas. Tras los casos de Enron y WorldCom, se habló mucho de la necesidad de reformas, y la Ley Sarbanes-Oxley fue un comienzo. Pero tal vez no atacó el problema más importante de todos: las opciones de compra de acciones.
Los recortes del impuesto sobre la plusvalía aprobados por Bush y Clinton y el hecho de que los intereses fueran deducibles ofrecían más incentivos para el apalancamiento; por ejemplo, para que los propietarios de viviendas firmaran una hipoteca lo más amplia posible.
CÓMPLICES CON CREDENCIALES
Hay otro grupo de cómplices, los economistas que proporcionaban los argumentos tan convenientes y útiles para los agentes de los mercados financieros. Esos economistas suministraron modelos —basados en hipótesis nada realistas de información perfecta, competencia perfecta y mercados perfectos— en los que la regulación era innecesaria.
Las teorías económicas modernas, en especial las que se centran en informaciones imperfectas y asimétricas y en las irracionalidades estructurales, sobre todo a la hora de juzgar los riesgos, habían explicado ya los defectos de esos modelos «neoclásicos» anteriores. Habían demostrado que no eran unos modelos sólidos y que las más mínimas desviaciones de las hipótesis más extremas arruinaban las conclusiones. Pero no hicieron caso de estos análisis.
Además, varias corrientes importantes de la teoría económica reciente animaban a los banqueros centrales a dedicarse sólo a luchar contra la inflación. Parecían decir que una inflación baja era necesaria y casi suficiente para tener un crecimiento estable y robusto. Como consecuencia, los responsables de los bancos centrales (incluida la Reserva Federal) prestaron escasa atención a la estructura financiera.
En resumen, muchas de las teorías microeconómicas y macroeconómicas más difundidas ayudaron a reguladores, inversores, banqueros y responsables políticos al proporcionarles la «justificación» para actuar. Hicieron creer a los banqueros que, al mirar por sus propios intereses, estaban mejorando el bienestar de la sociedad; hicieron creer a los reguladores que, con sus políticas de olvido benevolente, estaban permitiendo florecer al sector privado, y que todos saldrían beneficiados.
PARA REBATIR LA DEFENSA
Alan Greenspan ha intentado echar la culpa de los bajos tipos de interés a China, por su elevada tasa de ahorro.[27] El argumento es poco convincente: la Fed tenía el poder suficiente, al menos a corto plazo, para subir los tipos de interés aunque China no quisiera prestar dinero a Estados Unidos con un interés relativamente bajo. En realidad, es lo que hizo a mediados de la década, una medida que contribuyó —como era de prever— al estallido de la burbuja inmobiliaria.
Es verdad que los tipos bajos de interés alimentaron la burbuja. Pero no siempre tiene por qué ser así. Muchos países desean tener tipos bajos de interés para ayudar a financiar las inversiones necesarias. Se podría haber canalizado el dinero hacia usos más productivos, pero nuestros mercados financieros no lo hicieron. Las autoridades reguladoras permitieron que los mercados (entre ellos, los bancos) utilizaran la abundancia de fondos de maneras socialmente improductivas. Dejaron que los tipos bajos de interés alimentaran una burbuja inmobiliaria. Tenían los instrumentos para impedirlo, pero no los utilizaron.
Si responsabilizamos a los tipos bajos de interés de «alimentar» la locura, tenemos que preguntarnos qué empujó a la Reserva Federal a fijar esos tipos. Lo hizo, en parte, para mantener la fortaleza de la economía, que estaba sufriendo la existencia de una demanda agregada insuficiente debido a la destrucción de la burbuja tecnológica.
En este sentido, la rebaja de impuestos de Bush para los ricos fue tal vez crucial. Su objetivo no era estimular la economía, y lo hizo de forma muy limitada. La guerra que emprendió en Irak también fue importante. Tras el conflicto, los precios del petróleo subieron de 20 dólares el barril a 140 dólares. (No hace falta analizar aquí qué parte de ese aumento corresponde a la guerra, pero está claro que fue un factor)[28]. Los estadounidenses tenían que gastar cientos de miles de millones más al año para importar crudo. Un dinero que no podía gastarse en productos nacionales.
En los años setenta, cuando se dispararon los precios del petróleo, la mayoría de los países sufrieron recesiones por la transferencia del poder adquisitivo al exterior, para financiar la compra de crudo. Sólo hubo una excepción: Latinoamérica, que recurrió a la financiación de la deuda para mantener sus hábitos de consumo. Pero su endeudamiento era insostenible. En los últimos diez años, Estados Unidos ha seguido el mismo camino que América Latina. Para compensar el efecto negativo de tener que gastar más dinero en petróleo, la Reserva Federal mantuvo los tipos de interés más bajos de lo que deberían haber estado, y eso estimuló la burbuja inmobiliaria más de lo normal. La economía estadounidense, como las economías latinoamericanas en los años setenta, parecía ir bien, porque la burbuja fomentó un auge del consumo, mientras que el ahorro doméstico se derrumbaba hasta desaparecer.
Con la guerra y la consiguiente subida de los precios del crudo, y con los mal concebidos recortes de impuestos de Bush, la tarea de conservar la fortaleza económica recayó sobre la Reserva Federal. La Fed podría haber ejercido su autoridad reguladora y hacer todo lo posible para dirigir los recursos hacia fines más productivos. La institución y su presidente son doblemente culpables. No sólo no cumplieron su función de reguladores, sino que jalearon la burbuja que acabó por agotar a Estados Unidos. Cuando se le preguntaba por la posibilidad de una burbuja, Greenspan respondía que no había nada, sólo un poco de espuma. Craso error. La Reserva Federal alegaba que era imposible descubrir una burbuja hasta que estallaba. Tampoco eso era del todo cierto. Es imposible saber con certeza que hay una burbuja hasta que se rompe, pero se pueden aventurar cálculos con una alta probabilidad.
Todas las políticas se elaboran en un contexto de incertidumbre. Los precios de la vivienda se dispararon, sobre todo en la franja inferior, mientras que los ingresos reales de la mayoría de los estadounidenses se estancaban: había un problema evidente. Y estaba claro que el problema se agravaría cuando subieran los tipos de interés. Greenspan había animado a la gente a firmar hipotecas de interés variable cuando los tipos estaban en los niveles más bajos de la historia. Y permitió que se endeudaran hasta el cuello, sobre la suposición de que los tipos de interés iban a permanecer en ese nivel. Sin embargo, con unos tipos tan bajos —los tipos de interés reales eran negativos—, no era razonable pensar que iban a permanecer así mucho tiempo. No había duda de que, cuando subieran, muchas personas se verían en dificultades, igual que los acreedores que les habían prestado dinero.
Los defensores de la Fed tratan a veces de justificar esta estrategia irresponsable y estrecha de miras diciendo que no tenían más remedio: subir los tipos de interés habría destruido la burbuja, pero también la economía. Pero la Reserva Federal tiene otras herramientas además del tipo de interés. Por ejemplo, había una serie de medidas reguladoras que habrían mitigado la burbuja. Y decidió no emplearlas. Podría haber reducido las ratios máximas entre préstamo y valor a medida que se veía más probable la burbuja; podría haber disminuido las ratios máximas entre pago por la vivienda e ingresos. Si sus responsables pensaban que no tenían los instrumentos necesarios, podrían haber acudido al Congreso a solicitarlos.
Esto no basta para ofrecer una hipótesis alternativa plenamente satisfactoria. Es cierto que los mercados financieros quizá podrían haber empleado el dinero de manera más productiva, para respaldar, por ejemplo, más innovación o proyectos importantes en los países en vías de desarrollo. Pero tal vez los mercados habrían encontrado otra forma fraudulenta de financiar el endeudamiento irresponsable: por ejemplo, un nuevo auge de las tarjetas de crédito.
DEFENSA DE LOS INOCENTES
Así como no todos los cómplices tienen la misma parte de culpa, hay que absolver a algunos sospechosos.
En la larga lista de posibles culpables, los republicanos suelen nombrar a dos concretos. Les resulta difícil reconocer que los mercados fallen, que los agentes del mercado puedan actuar de manera tan irresponsable, que los magos de las finanzas no comprendan los riesgos, que el capitalismo tenga graves defectos. Están seguros de que la culpa es del Gobierno.
Yo he dado a entender que, en efecto, el Gobierno tiene parte de culpa, pero por no haber intervenido más. Los críticos conservadores opinan que el Gobierno es culpable por intervenir demasiado. Se quejan de los requisitos que impuso la Ley de Reinversión Comunitaria (CRA, por sus siglas en inglés) a los bancos, que los obligaba a prestar determinada parte de su cartera a comunidades con minorías desfavorecidas. También responsabilizan a Fannie Mae y Freddie Mac, las peculiares empresas patrocinadas por el Gobierno, que, a pesar de ser privadas desde 1968, tienen un papel crucial en los mercados hipotecarios. Fannie y Freddie, según los conservadores, sufrieron «presiones» del Congreso y el presidente para aumentar el número de viviendas en propiedad (el presidente Bush hablaba a menudo de una «sociedad de propietarios»).
Todos estos son claros intentos de desviar responsabilidades. Un estudio reciente de la Reserva Federal muestra que la tasa de impago entre los que firmaron hipotecas en virtud de la CRA es inferior a la media.[29] Los problemas del los mercados hipotecarios estadounidenses comenzaron con el sector de las hipotecas de alto riesgo, y Fannie Mae y Freddie Mac financiaban sobre todo hipotecas «conformes» (de bajo riesgo).
Fueron los mercados financieros de Estados Unidos, totalmente privados, los que inventaron las malas prácticas que desempeñaron un papel tan importante en esta crisis. Cuando el Gobierno fomentaba la vivienda en propiedad, se refería a una propiedad permanente. No quería que la gente comprara una casa por encima de sus posibilidades, porque eso produciría unas ganancias efímeras y contribuiría al empobrecimiento. Los pobres perderían sus ahorros igual que habían perdido su hogar.
Siempre existe una casa de precio adecuado para el presupuesto de una persona. Lo irónico es que, por culpa de la burbuja, muchos de los que se empobrecieron acabaron siendo dueños de una casa no mayor que la que habrían comprado si se hubieran aplicado políticas de préstamo más prudentes, que habrían amortiguado la burbuja. Fannie Mae y Freddie Mac se apuntaron a los «juegos» de alto riesgo y apalancamiento elevado que estaban de moda en el sector privado, aunque lo hicieron tarde y de manera más bien inepta. También en este aspecto hubo un fallo regulador: las empresas con participación del Gobierno cuentan con un órgano regulador especial que debería haberlas contenido, pero que, en plena filosofía desreguladora de la administración de Bush, está claro que no lo hizo. Una vez que entraron en el juego, tenían la ventaja de que podían endeudarse de forma más barata gracias a la garantía (en esos momentos ambigua) del Gobierno. Pudieron arbitrar esa garantía para generar unas primas comparables a las que veían que estaban «ganando» sus homólogos del sector privado.
POLÍTICA Y ECONOMÍA
Existe otro culpable más importante, que ha desempeñado un papel clave pero oculto en diversas partes de esta historia: el sistema político estadounidense, en especial su dependencia de las contribuciones de campaña. Gracias a ella, Wall Street pudo ejercer la enorme influencia que ha tenido, presionar para que se eliminaran normas y se nombrara a reguladores que no creían en la regulación, con las previsibles y previstas consecuencias que hemos visto.[30] Todavía hoy, esa influencia está afectando al diseño de unos métodos eficaces para resolver la crisis financiera.
Toda economía necesita unas reglas y unos árbitros. Nuestras reglas y nuestros árbitros obedecían a los grupos de intereses, aunque ni siquiera está claro que esas reglas y esos árbitros les prestaran a esos grupos un buen servicio. Lo que es indudable es que no defendieron bien los intereses nacionales.
A la hora de la verdad, esta es una crisis de nuestro sistema económico y político.
Cada uno de los agentes se dedicó a hacer, en gran parte, lo que pensaba que debía hacer. Los banqueros querían sacar el máximo beneficio en virtud de las reglas del juego. Dichas reglas decían que debían utilizar su influencia política para conseguir normas y reguladores que les permitieran a ellos y a las empresas que dirigían obtener todo el dinero que pudieran. Los políticos reaccionaron en consecuencia: necesitaban recaudar fondos para salir elegidos y, para ello, tenían que dar gusto a los grupos ricos y poderosos. Hubo economistas que suministraron a los políticos, los banqueros y los reguladores la ideología que les convenía, según la cual las políticas y las prácticas que estaban llevando a cabo iban a redundar en beneficio de todos.
Ahora hay muchos a los que les gustaría reconstruir el sistema tal como era antes de 2008. Propondrán una reforma reguladora, pero será una reforma más teórica que real. Los bancos demasiado grandes para quebrar podrán seguir como hasta ahora. Habrá una «supervisión», sin que se sepa muy bien qué quiere decir. Pero los bancos seguirán teniendo permiso para jugar, y seguirán siendo demasiado grandes para dejarlos quebrar. Se relajarán las normas de contabilidad para dejarles más margen de maniobra. Se hará poca cosa para arreglar las estructuras de incentivos o incluso las prácticas de riesgo. No me cabe duda de que tendremos otra crisis.
Continuará
Notas
[20]
Greenspan apoyó los recortes de impuestos de 2001, aunque tendría que
haber sabido que
estos
tendrían como consecuencia los déficits que anteriormente había considerado tan
execrables. Su argumento de que, a menos que se actuara de manera inmediata,
los superávits que se estaban acumulando gracias a las prudentes políticas
fiscales de Clinton provocarían una sangría de bonos del Tesoro y tornarían
difícil la aplicación de la política monetaria ha sido uno de los peores que he
oído pronunciar a un funcionario del gobierno respetado; presumiblemente, si la
contingencia que imaginaba —la supresión de la deuda nacional— era inminente, el
Congreso disponía de herramientas e incentivos con los que corregir la
situación con rapidez. <<
[27]
Alan Greenspan, «The Fed Didn’t Cause the Housing
Bubble», The Wall Street Journal, 11
de marzo de 2009. <<
[28]
Joseph Stiglitz y Linda Bilmes, La guerra de los tres billones de dólares. El coste real de la guerra de Irak, Madrid, Taurus, 2008. <<
[29]
Randall S. Kroszner, «The Community Reinvestment Act
and the Recent Mortgage Crisis», discurso ante el Foro de Políticas contra la
concentración de pobreza, Junta de Gobernadores del Sistema de la Reserva
Federal, Washington D. C., 3 de diciembre de 2008. <<
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