BERKELEY – En los últimos 40 años, la economía estadounidense ha pasado por cuatro recesiones, de las cuales solo la prolongada desaceleración de 1979-1982 tuvo una causa convencional. La Reserva Federal de EE.UU. pensó que la inflación era demasiado alta, así que noqueó a la economía con un golpe de aumentos de las tasas de interés. Como resultado, los trabajadores moderaron sus exigencias de aumentos salariales y las empresas retrocedieron en las alzas de precios que habían planificado.
Las otras tres recesiones fueron causadas por fuertes alteraciones en los mercados financieros. Tras la crisis de ahorros y préstamos de 1991-1992 estalló la burbuja de las dotcom en 2000-2002, seguida del colapso del mercado secundario de hipotecas en 2007, que generó la crisis financiera global del año siguiente.
A principios de enero de 2019, las expectativas inflacionarias parecen estar bastante firmes en un 2% anual y la curva Phillips (que refleja la relación entre paro e inflación) permanece inusualmente plana. Los excesos o deficiencias de producción y empleo con respecto al producto potencial o las tendencias de las tasas naturales no han tenido un efecto significativo sobre los precios y los salarios.
Al mismo tiempo, la brecha entre las tasas de interés de corto y largo plazo sobre los activos seguros, representada por la llamada curva de rendimiento, es inusualmente pequeña y las tasas de interés nominales de corto plazo son inusualmente bajas. Como regla de oro, se considera que una curva de rendimiento invertida, es decir, cuando los rendimientos de bonos de largo plazo son menores que los de los bonos de corto plazo, es un fuerte predictor de una recesión. Más aún, tras la reciente agitación del mercado de valores, las predicciones basadas en la relación de ganancias de precios ajustadas cíclicamente (CAPE, por sus siglas en inglés) de John Campbell y Robert J. Shiller pusieron las utilidades de los valores de “comprar y mantener” reales de largo plazo en cerca de un 4% anual, lo que sigue siendo más alto que el promedio de las últimas cuatro décadas.
Estos indicadores de trasfondo se encuentran ahora al frente de las mentes de los inversionistas cuando valoran si y cuándo apostar contra la próxima recesión. Y se puede inferir de la panorámica macroeconómica que esta no se deberá a un abrupto cambio de actitud de la Fed desde una política de estímulo al crecimiento a una de lucha contra la inflación. Puesto que es probable que las presiones inflacionarias no se acumulen demasiado a lo largo de la próxima década, algo más ocasionará la siguiente desaceleración.
Específicamente, la culpable probablemente sea una repentina y marcada reacción de “huida a la seguridad” tras la revelación de una debilidad fundamental en los mercados financieros. Después de todo, ese es un patrón que ha generado desaceleraciones desde al menos 1825, cuando colapsó el boom de las acciones de los canales en Inglaterra.
No es necesario decir que no es posible predecir el carácter y la forma específicas de la próxima crisis financiera. Los inversionistas, los especuladores y las instituciones financieras por lo general buscan protegerse de las crisis previsibles, pero siempre habrá otras contingencias que no se podrán tener en cuenta. Por ejemplo, el golpe de gracia a la economía global en 2008-2009 vino no del colapso de la burbuja inmobiliaria de mediados de la década de los 2000, sino de la concentración de la propiedad de los valores respaldados por hipotecas.
De manera similar, la larga desaceleración de principios de los años 90 no se debió directamente a la burbuja de inmuebles comerciales de fines de los 80, sino más bien a la falta de supervisión normativa, que permitió que las entidades de ahorros y préstamos siguieran especulando en los mercados financieros. Tampoco fue la deflación provocada por la burbuja de las dotcom, sino la magnitud exagerada de las ganancias del sector de las empresas tecnológicas y de comunicaciones lo que generó la recesión de principios de este milenio.
En cualquier caso, la actual curva de rendimiento casi invertida, los bajos rendimientos de los bonos nominales y reales, y los valores de las acciones sugieren que los mercados financieros estadounidenses han comenzado a considerar en sus precios la probabilidad de una recesión. Suponiendo que los comités de inversión comercial piensan como inversionistas y especuladores, todo lo que ahora se necesitará para desatar una recesión es un acontecimiento que genere una retirada del gasto de inversión.
Si llega a ocurrir una recesión en los próximos tiempos, el gobierno estadounidense no dispondrá de las herramientas para combatirla. Una vez más, la Casa Blanca y el Congreso demostrarán su ineptitud para utilizar la política fiscal como estabilizador anticíclico, ni la Fed tendrá margen suficiente para proporcionar un estímulo adecuado mediante recortes a la tasa de interés. Es probable que la Fed tampoco cuente con la audacia, por no hablar del poder, de recurrir a medidas menos convencionales.
Como resultado, por primera vez en una década, los estadounidenses y los inversionistas no pueden descartar que se produzca una desaceleración. Como mínimo, deben prepararse para la posibilidad de una recesión profunda y prolongada que podría llegar cuando sea que venga el próximo desastre financiero.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
J. BRADFORD DELONG is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates.
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