A raíz de las discusiones sobre la situación en Venezuela, una vez más se puso en el centro de mis diferencias con la mayor parte de la izquierda la cuestión de la “liberación nacional de la explotación imperialista”. Es que lo que sustenta el programa nacionalista de la izquierda es la idea de que Argentina es explotada por EEUU, y otras potencias; y que Venezuela pasaría a ser explotada (o sería más explotada) por EEUU (y otras potencias, pero no China o Rusia) en caso de que cayera el régimen chavista.
En oposición a estas ideas, en notas anteriores (por ejemplo, aquí; también en Economía política del subdesarrollo y la dependencia) planteé que países como Argentina no son explotados por las potencias capitalistas. Los explotados son los trabajadores, no “el país”. La explotación se da en términos de clases sociales, y en los capitales nativos no están sometidos a alguna forma de explotación “colonial”.
Preciso que la explotación colonial es aquella que describía Hobson (1902), y sobre la cual Lenin decía –en El Imperialismo fase superior del capitalismo, p. 75- que se asentaba la explotación del capital financiero, y la inversión capitalista en los países atrasados. Esa explotación colonial adoptaba diversas formas: producción y transporte con uso compulsivo de mano de obra –trabajadores de plantaciones, portadores de cargas en África, etcétera-; economía de trata, que consistía en el monopolio comercial del país dominante sobre monocultivos; impuestos sobre los campesinos y artesanos; y acaparamiento de la tierra por parte de los colonos. A las clases burguesas o pequeñoburguesas nativas –comerciantes y artesanos- no se les permitía comerciar con otras potencias o países en mejores términos; no podían tomar decisiones políticas, económicas, diplomáticas, con un mínimo de autonomía.
Por lo tanto, en referencia a ese tipo de extracción vía del excedente, tiene sentido hablar entonces de explotación de países por parte de otros países. Pero actualmente ese tipo de relación colonial prácticamente ha desaparecido. Los capitalistas de los países atrasados (Argentina, por caso) participan en la explotación de “su” clase obrera en asociación (o en competencia) con capitalistas extranjeros. Y de la explotación de la clase obrera de otros países, incluidos los adelantados, en asociación (o en competencia) con los capitalistas de esos países. Esto es así, tanto cuando invierten en desarrollos productivos, como cuando colocan sus plusvalías en los centros financieros internacionales.
Naturalmente, esta situación intenta ser negada por parte de la izquierda nacionalista (incluido el marxismo nacional). Para eso, realizan todo tipo de piruetas discursivas. Por ejemplo, si una empresa chilena invierte en Argentina, esa relación no es imperialista (o sea, no hay explotación “de Argentina por Chile”). Sin embargo, si invierte en Argentina, en las mismas condiciones que la chilena, una empresa estadounidense, ahí sí se dirá que la misma forma parte de la explotación de Argentina por parte de Estados Unidos. De manera similar, si capitales de la India invierten en Gran Bretaña; o capitales mexicanos lo hacen en Estados Unidos, la explotación será presentada en términos de clase. Pero si la inversión ocurre a la inversa, el nacionalista denunciará la explotación “de mi patria”. Esto será así aunque las condiciones económicas de las operaciones sean las mismas. Por eso la insistencia en reemplazar los conceptos asociados de explotación capitalista y plusvalía, por los de saqueo, robo, pillaje, despojo (véase aquí).
Lenin: el acento en el parasitismo y la explotación de países
En varias ocasiones en que he planteado mi crítica al nacionalismo, hubo izquierdistas que me hicieron el cargo de dejar de lado la teoría leninista sobre el imperialismo. Y tienen razón en que la dejo de lado. No solo la dejo de lado, sino que la rechazo. Y la rechazo no solo porque la explotación colonial ha prácticamente desaparecido, sino también porque muchas de las afirmaciones que hace Lenin en su clásico folleto ya no se correspondían con la realidad del capitalismo de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Para entender por qué, repasemos algunos de los principales conceptos contenidos en el famoso folleto El imperialismo… .
La primera cuestión que marco en esta nota es su tesis de la tendencia al estancamiento en los países centrales. Según Lenin, la determinación monopólica de los precios hacía desaparecer el impulso al cambio tecnológico en los países centrales: “…como todo monopolio, el monopolio capitalista engendra inevitablemente una tendencia al estancamiento y la decadencia” (p. 61). El otro factor que llevaría al estancamiento es el exceso de capital (o sobreproducción permanente). El mismo se debería a que las masas trabajadoras y campesinas están empobrecidas y no tienen poder de consumo.
La segunda cuestión se refiere a la idea del “parasitismo”. Es que, según Lenin, la respuesta del capital a la tendencia al estancamiento en los países centrales era la conquista de la periferia y la explotación colonial (que incluía la inversión de capital y el dominio del capital financiero). Y esta explotación era la base del “parasitismo” de los países adelantados. Esto significaba que los países adelantados vivían de la explotación de los países atrasados. En palabras de Lenin: “La exportación de capital… imprime un sello de parasitismo a todo el país, que vive de la explotación del trabajo de unos cuantos países y de las colonias de ultramar” (p. 61; énfasis agregado).
Pero además, y en tercer término, el parasitismo no solo enriquecía a la clase dirigente de las potencias imperialistas, sino también (Lenin cita a Hobson) permitía “sobornar a las clases inferiores a fin de que guarden silencio”. Agrega: “…para que ese soborno, al margen de cómo se realice, sea económicamente posible se requieren unos altos beneficios monopolistas” (p. 62).
Con lo cual llegamos al cuarto punto que queremos destacar: la suma de “parasitismo” y “soborno de una parte de la clase obrera de los países adelantados” da como resultado que la explotación sea presentada en términos de países, no de clases sociales. Para mostrarlo, hacemos un repaso de las menciones a la explotación contenidas en su folleto:
En p. 7 sostiene que “el capitalismo se ha transformado en un sistema mundial de opresión colonial y de estrangulamiento financiero de la aplastante mayoría de la población del planeta por un puñado de países avanzados”.
En p. 39 la explotación es “de la mayoría de los países por un puñado de Estados ricos”.
En p. 53 se refiere a las naciones que participan “de la explotación gigantesca del globo”.
En p. 61 (ya lo citamos) escribe sobre el “parasitismo” de los países que viven “de la explotación del trabajo de unos cuantos países y colonias de ultramar”.
En p. 63 afirma que el imperialismo significa el reparto del mundo “y la explotación de otros países, además de China, que significa altos beneficios monopolistas para un puñado de países muy ricos…”.
En p. 65 sostiene que “un puñado de Estados” explota una parte del “mundo entero”.
En p. 72 reitera que India, Indochina y China, colonias y semicolonias con una población de entre 600 y 700 millones de habitantes “están sometidas a la explotación del capital financiero de varias potencias imperialistas: Gran Bretaña, Francia, Japón, EEUU, etcétera”.
En p. 78 de nuevo se refiere a la explotación de cada vez más naciones pequeñas y débiles por un puñado de las naciones más ricas y poderosas.
Una ausencia llamativa: la teoría marxista de la plusvalía
El eje no está puesto, evidentemente, en la relación capital – trabajo, esto es, en la contradicción de clase. Es expresivo de esto que la noción de la plusvalía relativa está desaparecida. Pero se trata de una categoría fundamental para explicar por qué puede ocurrir que, con el desarrollo de las fuerzas productivas, pueda aumentar la tasa de explotación de los obreros de los países adelantados, y al mismo tiempo mejoren sus salarios en términos reales.
Sin embargo, cuando Lenin habla de “superbeneficios” (significativamente, en el texto no emplea las expresiones plusvalía, o plusvalor), los mismos están asociados a la explotación de los países atrasados por parte de los adelantados (véase, por ejemplo, p. 65); y a la corrupción de sectores de la clase obrera. Así, en pp. 9 y 10, los superbeneficios obtenidos de la inversión en las colonias permiten “corromper a los dirigentes obreros y a la capa superior de la aristocracia obrera”. Afirma también que esos “superbeneficios” serían mayores que los beneficios que los capitalistas obtendrían de sus propios trabajadores (o sea, de los países adelantados). La noción de plusvalías extraordinarias, obtenidas en los países adelantados a partir de la innovación tecnológica, apenas está aludida (p. 13) en una cita de Hilferding, y en referencia a las ventajas que obtienen las combinaciones monopolistas.
En el resto de los pasajes, los grandes beneficios se obtienen por control de mercado y precios (p. 15; p. 17; p. 33); o por especulación financiera (p. 32; p. 33). Incluso en p. 38 explica que “en los países atrasados los beneficios suelen ser altos, dado que el capital es escaso, el precio de la tierra es relativamente pequeño, los salarios son bajos y las materias primas son baratas”. Llama la atención que un marxista explique los elevados beneficios por “escasez de capital”.
Por otra parte, deja de lado la cuestión fundamental de las diferencias en el desarrollo de las fuerzas productivas, y la generación de valor y plusvalor relacionada con ese desarrollo. Por caso, los salarios en un país atrasado tecnológicamente pueden ser bajos (en relación a una canasta salarial de un país adelantado), pero esto no dice nada acerca de las diferencias en la tasa de explotación que pueda haber entre países. Cuestiones que se aclaran sencillamente a partir de la teoría marxista de la plusvalía. Pero la teoría marxista de la plusvalía (también la teoría marxista de la acumulación, como veremos enseguida) parece estar ausente en el folleto.
Inversión en el extranjero y parasitismo: el caso británico
En el escrito de Lenin la tendencia “al estancamiento y la decadencia” es considerada “inherente al monopolio” (p. 61) pero no presenta prueba empírica, a nivel de la economía global, de ese “estancamiento y decadencia”.
Pues bien, empecemos diciendo que, con respecto a Gran Bretaña, entre 1870 y 1913 el producto bruto interno por habitante creció un 54% (cálculo propio sobre datos de Maddison, 1992). Si bien fue menor que el de sus competidores Estados Unidos y Alemania, y que el promedio de los países desarrollados (véase más abajo), no se entiende que un crecimiento del producto por habitante de más del 50% en 43 años sea considerado “estancamiento”.
Sin embargo, lo que más nos interesa ahora es la inversión británica en el extranjero, que era la más importante a principios del siglo XX: según los datos que presenta Gilles (2004), en 1913 Gran Bretaña poseía el 43% del total de los capitales mundiales invertidos en el extranjero (le seguían Francia y Alemania; entre los tres países, tenían el 76% de los capitales mundiales invertidos en el extranjero). En el cuadro que presenta Lenin (p. 39), la inversión británica era el 50% del total de lo invertido por Francia, Alemania y Gran Bretaña. Por otra parte, se ha calculado que entre 1871 y 1913 entre el 4% y el 8% del producto nacional británico era enviado al extranjero por los inversores (datos que tomamos de Goetzmann y Ukhov, 2005; también para lo que sigue). De acuerdo a algunos estudios, la cantidad de inversión extranjera directa británica era, aproximadamente, igual a la que se reinvertía en Gran Bretaña. Según Hobson, el porcentaje de la inversión en el extranjero conformaba el 28% de la inversión total.
Estos datos nos están diciendo que una parte importante de la plusvalía generada por los trabajadores británicos era acumulada en el exterior por los capitalistas británicos. Esto es, así como había un flujo de beneficios hacia Gran Bretaña, existía una salida de capitales hacia otros países. Y en todos los casos, se trataba de operaciones capitalistas. No era “el país” el que invertía en otro país, sino capitalistas que invertían en otro país. Y esto ocurría porque había una explotación de trabajadores británicos que generaba la plusvalía que se apropiaban los capitalistas, y que utilizaban –vía inversión en el extranjero- para explotar a los trabajadores de otros países. Lo cual generaba más plusvalía para extender la explotación capitalista a nivel mundial.
Por otra parte, es necesario subrayar que no toda la inversión extranjera del capital británico se dirigía hacia las colonias y dominios. El 20%, aproximadamente, estaba en Estados Unidos; otro 20% en Latinoamérica (el principal destino era Argentina, que no era una colonia); un 15% en países europeos. La inversión en las colonias y dominios británicos representaba la mitad de la inversión total. Entre ellos se encontraba Canadá, que no estaba sometida a explotación colonial. En este punto se requiere una precisión: Lenin caracteriza a Canadá como “colonia británica” (p. 39). Pero desde la conformación del Dominio del Canadá, en 1867, no se puede hablar de una relación colonial. A fines del siglo XIX Canadá tenía su parlamento y leyes; y había desarrollado una política propia de expansión y consolidación, a pesar de que formalmente seguía bajo el gobierno de la Corona británica.
De manera que en casos como este, se trató de inversiones realizadas en las condiciones económicas y políticas propias del modo de producción capitalista. Esto es, inversiones de plusvalía arrancada a los trabajadores británicos; y en las que el capital británico se asociaba con capitalistas de los países extranjeros en igualdad de condiciones. Por ejemplo, el 65% de las acciones de la Canadian Pacific Railway estaban en manos de inversores británicos, asociados con inversores canadienses y de otros países. Todos participaban de la explotación del trabajo de los obreros ferroviarios canadienses. De la misma manera, inversores británicos también adquirían títulos para financiar empresas mineras en España, Estados Unidos y Sudáfrica. O compraban títulos emitidos por gobiernos europeos, de Norte y Sudamérica; por Japón; por China (que era una semicolonia); además de los emitidos por los gobiernos bajo el dominio colonial. Por eso, no siempre se puede englobar todas estas formas de inversión extranjera bajo el rótulo “explotación de un país por parte del capital financiero imperialista”. Existía la explotación colonial por parte del capital financiero, pero esta era una parte de la explotación más general del trabajo –en los países adelantados y en el “tercer mundo”- por parte del capital.
¿Estancamiento y parasitismo de Estados Unidos y Alemania?
Es indudable que entre fines de siglo XIX y principios de siglo XX se produjo, en las principales potencias, un acelerado proceso de concentración del capital, a través de adquisición de empresas y fusiones, además de la formación de carteles y trusts. Los datos presentados por Lenin, entre otros estudios, son ilustrativos. Sin embargo, ello no implicó una tendencia al estancamiento. En particular, entre 1870 y 1913 no hubo estancamiento de las economías de Estados Unidos y Alemania. Hubo sí fuertes crisis periódicas, pero globalmente no hubo estancamiento. Entre 1873 y 1913 la economía de Estados Unidos creció a una tasa anual del 4,8%; y Alemania al 3,9%. Según los datos que presenta Maddison (1992), el crecimiento del producto bruto por habitante de Estados Unidos, entre 1870 y 1913, fue del 116%; el de Alemania, del 100%. Señalemos que, dado el menor crecimiento de Gran Bretaña, varió la participación de los países industrializados en el total de la industria mundial. Entre 1881-85 y 1913 la participación británica pasó del 27% al 14%; la de Alemania pasó del 14% al 16%; y la de Estados Unidos del 29% al 38% (Gilles). Por lo tanto, no se pueden pasar por alto los datos del crecimiento de Alemania y Estados Unidos a la hora de evaluar la tendencia más general del capitalismo de entre fines de siglo XIX y principios del XX.
Pero además de las cifras de crecimiento, hay que tomar en cuenta el desarrollo cualitativo de fuerzas productivas y la fabricación de nuevos productos. En aquellas décadas que arrancan en 1870 se asistió, entre otros, al desarrollo de la industria química y la producción de aluminio; la sustitución del hierro por el acero; el inicio y desarrollo de la producción del automóvil; el inicio y desarrollo de la aeronáutica; la difusión de la electricidad (las bombillas de luz, la generación y transmisión de electricidad, el motor eléctrico); la expansión de los tranvías en las ciudades; de los teléfonos y telégrafos; la creación de la microbiología y el impulso de la industria farmacéutica; el desarrollo urbanístico (rascacielos, con lo que ello implicaba para la industria del acero y del concreto, entre otras), con la caída de la participación de las poblaciones rurales en el total de la población (véase Mandel, 1997, y Gilles, 2004). Un crecimiento que fue de la mano del taylorismo, primero, y del uso de la cadena de montaje, después. Es paradójico que en momentos en que Lenin planteaba que las economías de los países adelantados tendían al estancamiento, entre otras razones, por la debilidad del consumo, la producción de automóviles Ford T pasaba de 170.000 unidades en 1912, a un millón en 1919.
No hay manera de explicar semejante aumento de la producción (y de la productividad) con la tesis del “parasitismo”. Pero además, y esto es lo más importante en relación a nuestro debate con el nacional marxismo, esos desarrollos ponen en el centro de la escena la explotación del trabajo de los obreros que trabajaban al interior de los países capitalistas. Lo cual es explicado por la teoría de Marx de la acumulación (incluidos los esquemas de la reproducción ampliada); que a su vez es fundamental para dar cuenta de por qué, periódicamente, el sistema se precipita en crisis de sobreproducción, o sobreacumulación.
En este marco, la explotación colonial, y las inversiones en el extranjero, seguramente contribuyeron a esta acumulación, pero es insostenible seguir con la tesis de que los países industrializados eran parásitos de las colonias; o afirmar que los trabajadores en Estados Unidos o en Alemania, recibían salarios más elevados que los trabajadores del Tercer Mundo porque Estados Unidos o Alemania explotaban a los países del Tercer Mundo.
Agreguemos que otros países capitalistas también experimentaron un elevado desarrollo. Así, y de nuevo según los datos que proporciona Maddison (1992), entre 1870 y 1913 el producto bruto por habitante en Francia creció un 74%; y el de Japón aumentó 80%. La media para los países de la OCDE fue un aumento del 76%. De conjunto, según Mandel, la tasa anual de crecimiento de la producción física por habitante a escala mundial fue, entre 1895 y 1913, del 1,75%. De nuevo, no hay forma de sostener que todo este crecimiento se debió al saqueo o los superbeneficios coloniales; o que fue mero “parasitismo” posibilitado por la explotación colonial. Es un planteo que está incluso reñido con el más elemental criterio materialista. No hay forma de que con el escaso desarrollo, a principios del siglo XX, de las fuerzas productivas en el Tercer Mundo, se pudiera generar una riqueza tal que alimentara esas tasas de crecimiento en los países industrializados.
Por otra parte, esa acumulación acelerada generó los mercados para los nuevos productos. En consecuencia, también creció el comercio mundial: entre 1891 y 1913 su volumen aumentó a una tasa anual del 3,7%. Repito el punto central: estas evoluciones no encajan en la tesis del “parasitismo”; tampoco se pueden explicar con el enfoque subconsumista; o repitiendo que el monopolio de principios de siglo ahogó el cambio tecnológico.
A modo de conclusión política
En cualquier caso, y al margen de las valoraciones que hagamos de la pertinencia del análisis de Lenin con respecto al capitalismo de principios de siglo XX, lo más importante es superar el enfoque asentado en las tesis leninistas sobre el imperialismo (enfoque que aceptaron los partidos comunistas, incluidos los maoístas; los trotskistas; guevaristas; castristas; incluso, al menos parcialmente, la “izquierda nacional”). Esas tesis alimentan el nacionalismo en una era en que el nacionalismo ya no cumple ningún rol progresivo a nivel global. La realidad es que no hay manera de seguir sosteniendo, por ejemplo, que China o Brasil son explotados por Estados Unidos o Alemania. O que los salarios de los obreros estadounidenses o alemanes son superiores a los salarios de los obreros chinos o brasileños porque China o Brasil son explotados por Estados Unidos o Alemania.
La contradicción fundamental de nuestra época es la contradicción entre el capital y el trabajo. La idea –en la tradición leninista- de que la explotación es entre países, hoy solo alimenta la conciliación de clases y el apoyo a regímenes burocráticos, o de capitalismo de Estado, que han llevado a la clase obrera y a las masas populares a la derrota.
Textos citados:
Gilles, P. (2004): Histoire des crises et des cycles économiques, Paris, Armand Colin.
Goetzmann, W. N. y A. D. Ukhov (2005): “British Investment Overseas 1870-1913: A Modern Portfolio Theory Approach”, (Working Paper No. 11266) [Electronic version]. Cambridge, MA: National Bureau of Economic Research, http://scholarship.sha.cornell.edu/articles/369.
Hobson, J. A. (1902): Imperialism. A Study, Londres, Allen and Unwin.
Lenin, V. I. (s/fecha): El imperialismo, fase superior del capitalismo, Madrid, Fundación Federico Engels.
Mandel, E. (1997): Le troisieme âge du capitalisme, Paris, Les Éditions de la Passion.
Maddison, A. (1992): “La croissance économique mondiale. Les leçons du long terme”, Population, 6, pp. 1555-1566.
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