NUEVA YORK – En el nuevo mundo creado por el presidente estadounidense Donald Trump, donde una conmoción sigue a otra, el tiempo no alcanza para terminar de analizar las consecuencias de los acontecimientos con que se nos bombardea. A fines de julio, la Junta de la Reserva Federal de los Estados Unidos dio marcha atrás en su política de regresar los tipos de interés a niveles más normales, tras el decenio de tasas ultrabajas que siguió a la Gran Recesión. Enseguida, Estados Unidos tuvo otras dos matanzas en menos de 24 horas, lo que lleva el total del año a casi 255 (más de una por día). Y la guerra comercial con China (que según un tuit de Trump sería “buena y fácil de ganar”) entró en una nueva fase más peligrosa, que altera los mercados y plantea la amenaza de una nueva guerra fría.
En un nivel, la decisión de la Fed fue de poca importancia: un cambio de 25 puntos básicos tendrá pocas consecuencias. La idea de que la Fed puede hacer sintonía fina de la economía con cambios a los tipos de interés en el momento justo ya tendría que estar desacreditada, por más que provea entretenimiento a los observadores de la Fed y empleo a los periodistas financieros. Si la reducción de tipos de interés desde 5,25% hasta prácticamente cero incidió muy poco en la economía en 2008‑09, ¿por qué creer que una baja de 0,25% tendrá algún efecto observable? Las grandes corporaciones atesoran inmensas reservas de efectivo: no es por falta de liquidez que no inviertan.
Hace mucho, John Maynard Keynes advirtió que aunque un endurecimiento súbito de la política monetaria puede frenar la economía al restringir la disponibilidad de crédito, el efecto de iniciar una política más expansiva en momentos de debilidad económica puede ser mínimo. Hasta instrumentos novedosos como la flexibilización cuantitativa pueden ser poco eficaces (como aprendió Europa). De hecho, los tipos de interés negativos que están probándose en varios países pueden ser contraproducentes y debilitar la economía, como resultado de efectos desfavorables sobre los balances bancarios, que se trasladarán al crédito.
Lo que sí producen los tipos de interés más bajos es una caída del tipo de cambio. De hecho, puede que sea el principal canal de transmisión de la política de la Fed en la actualidad. Pero ¿acaso no es una “devaluación competitiva”, aquello de lo que la administración Trump acusa abiertamente a China? Y como era de esperar, enseguida otros países devaluaron sus propias monedas, de modo que cualquier beneficio para la economía estadounidense a través del efecto tipo de cambio será efímero. Más irónico es el hecho de que la reciente devaluación del yuan se produjo como consecuencia de la nueva ronda de proteccionismo estadounidense, y porque China dejó de intervenir en la cotización del yuan, es decir, dejó de sostenerla.
Pero en otro nivel, la medida de la Fed es muy elocuente. Se suponía que a la economía estadounidense le estaba yendo espectacular. El 3,7% de desempleo y el 3,1% de crecimiento en el primer trimestre tendrían que ser la envidia de los países avanzados. Pero basta escarbar apenas la superficie para encontrar abundantes motivos de preocupación. El crecimiento del segundo trimestre se desplomó hasta el 2,1%. El promedio de horas trabajadas en la industria en julio se hundió al nivel más bajo desde 2011. El salario real está apenas ligeramente por encima de su nivel de hace un decenio, antes de la Gran Recesión. La inversión real como porcentaje del PIB está muy por debajo de los niveles de fines de los noventa, a pesar de una rebaja impositiva cuyo objetivo declarado era alentar el gasto de las empresas, pero que se usó más que nada para financiar recompras de acciones.
Tras tres enormes paquetes de estímulo fiscal en los últimos tres años, la economía estadounidense tendría que estar en plena bonanza. La rebaja impositiva de 2017, que benefició ante todo a milmillonarios y corporaciones, agregó entre 1,5 y 2 billones de dólares al déficit decenal. En 2018 un aumento del gasto por casi 300 000 millones de dólares en dos años evitó un cierre de la administración pública. Y a fines de julio, un nuevo acuerdo para evitar otro cierre sumó otros 320 000 millones de dólares de gasto. Si mantener a la economía estadounidense andando en los tiempos buenos cuesta un déficit anual de un billón de dólares, ¿qué hará falta cuando el panorama no sea tan optimista?
La economía no está funcionando bien para la mayoría de los estadounidenses, cuyos ingresos llevan décadas estancados (o retrocedieron). Estas tendencias adversas se reflejan en la reducción de la expectativa de vida. La rebaja impositiva de Trump empeoró las cosas, porque agrava el problema del deterioro de la infraestructura, dificulta a los estados más progresistas el mantenimiento de la educación, deja sin seguro médico a otros varios millones de personas y, cuando concluya su implementación, generará un aumento de impuestos para los estadounidenses de ingresos medios que empeorará su situación.
La redistribución de abajo hacia arriba (el rasgo distintivo no sólo de la presidencia de Trump, sino también de gobiernos republicanos anteriores) reduce la demanda agregada, porque los más ricos gastan una proporción menor de sus ingresos que los más pobres. Esto debilita la economía en formas que ni siquiera una dádiva inmensa a corporaciones y milmillonarios puede compensar. Y los enormes déficits fiscales de Trump llevaron a un cuantioso déficit comercial, mucho mayor que el de Obama, conforme Estados Unidos tuvo que importar capital para financiar la brecha entre el ahorro y la inversión internos.
Trump prometió reducir el déficit comercial, pero su profunda incomprensión de la economía llevó a que lo aumente (algo que la mayoría de los economistas predijeron). Pese a la mala gestión económica de Trump, a sus reclamos de un dólar más barato y a la baja de tipos de interés de la Fed, sus políticas han mantenido un dólar alto que desalienta las exportaciones y alienta las importaciones. De nada sirvió que los economistas trataran una y otra vez de explicarle que los tratados comerciales pueden influir en la determinación de los países con los que Estados Unidos comercia, pero no en la magnitud del déficit general.
En esta, como en muchas otras áreas (del tipo de cambio al control de armas), Trump cree lo que quiere creer, y los que pagan el precio son los que menos recursos tienen para hacerlo.
Traducción: Esteban Flamini
JOSEPH E. STIGLITZ, a Nobel laureate in economics, is University Professor at Columbia University and Chief Economist at the Roosevelt Institute. He is the author, most recently, of People, Power, and Profits: Progressive Capitalism for an Age of Discontent (W.W. Norton and Allen Lane).
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