Para nuestras madres, Nirmala
Banerjee y Violaine Duflo
Esther tenía
seis años cuando leyó en un cómic sobre la Madre Teresa que una ciudad
llamada Calcuta estaba tan
abarrotada que cada persona disponía solamente de un metro cuadrado para vivir.
Se imaginó la ciudad como un gran tablero, con cuadrados de un metro de lado
marcados en el suelo, cada uno con un peón humano, todos apiñados. Se preguntó
qué podría hacer ella al respecto.
Cuando
finalmente pudo visitar Calcuta, tenía veinticuatro años y estaba haciendo el
doctorado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Mientras iba en
el taxi de camino a la ciudad, se sintió un poco desilusionada; dondequiera que
mirase, había espacios vacíos —árboles, zonas verdes, aceras vacías—. ¿Dónde
estaba toda la miseria que reflejaba tan gráficamente el cómic? ¿Adónde había
ido todo el mundo?
A los seis
años, Abhijit sabía dónde vivían los pobres: en viviendas destartaladas detrás
de su casa, en Calcuta. Sus niños parecían tener siempre mucho tiempo para
jugar y le ganaban en cualquier deporte; cuando jugaba con ellos a las canicas,
estas acababan siempre en los bolsillos de sus pantalones descosidos. Tenía
envidia de ellos.
Esta tendencia a reducir a los
pobres a un conjunto de clichés nos acompaña desde que existe la pobreza; tanto
en la teoría social como en la literatura, los pobres aparecen reflejados,
alternativamente, como perezosos o emprendedores, nobles o ladronzuelos,
enfadados o pasivos, desamparados o autosuficientes. No nos sorprende que las
posiciones políticas que corresponden a estas visiones de los pobres tiendan
también a quedar atrapadas en fórmulas simples: «mercado libre para favorecer a
los pobres»; «hagamos que los derechos humanos adquieran importancia»; «lo
primero es resolver el conflicto»; «hay que dar más dinero a los más pobres»;
«la ayuda exterior acaba con el desarrollo», y así sucesivamente. Todas estas
ideas tienen una parte de verdad, pero es raro que quepan en ellas la mujer o
el hombre pobre representativos, con su esperanza y sus dudas, con sus
aspiraciones y sus limitaciones, con sus creencias y su desconcierto. Si los
pobres aparecen de algún modo, suele ser como los personajes de alguna anécdota
edificante o de algún episodio trágico, como alguien a quien admirar o por
quien sentir pena, pero no como una fuente de conocimiento ni como personas a
quienes se deba consultar lo que piensan, lo que desean
o lo que hacen.
La economía de la pobreza se
confunde demasiado a menudo con una economía pobre; dado que los pobres poseen
tan poco, se asume que no hay nada de interés en su vida económica.
Desafortunadamente, esta equivocación debilita la lucha contra la pobreza
global: los problemas sencillos provocan soluciones sencillas. El campo de la
política contra la pobreza está repleto de los desechos de milagros instantáneos
que acabaron siendo poco milagrosos. Para avanzar debemos dejar atrás el hábito
de reducir a los pobres a personajes de tira cómica y dedicar un tiempo a
entender de verdad sus vidas, en toda su complejidad y riqueza. Esto es
exactamente lo que hemos intentado hacer durante los últimos quince años.
Somos profesores de universidad
y, como la mayoría de los académicos, formulamos teorías y miramos los datos.
Pero la naturaleza de nuestro trabajo nos ha llevado a dedicar meses enteros, a
lo largo de muchos años, a trabajar sobre el terreno con personal de las ONG
(organizaciones no gubernamentales) y con funcionarios de los gobiernos, con
trabajadores de la salud y con pequeños prestamistas. Esto nos ha llevado a los
patios traseros y a los pueblos donde viven los pobres, a formular preguntas, a
buscar datos. Este libro no se habría podido escribir sin la amabilidad de la
gente que conocimos allí. Nos trataron siempre como invitados, aunque lo más
frecuente era que sencillamente pasáramos por allí. Respondieron a nuestras
preguntas con paciencia, incluso cuando tenían poco sentido, y compartieron
muchas de sus historias con nosotros[1].
De vuelta a nuestros despachos,
recordando las historias y analizando los datos, nos sentimos tan asombrados
como confundidos mientras nos esforzábamos en adaptar lo que habíamos oído y
visto a los modelos sencillos que, para entender la vida de los pobres, han
usado tradicionalmente los economistas del desarrollo profesionales
(frecuentemente occidentales o formados en Occidente) y los responsables y
gestores de políticas. La mayoría de las veces el peso de la evidencia nos
obligó a revisar o incluso a abandonar las teorías que traíamos con nosotros,
pero intentamos no hacerlo hasta entender exactamente por qué fallaban y cómo
podíamos adaptarlas para que describieran mejor el mundo. Este libro es el
resultado de ese intercambio, representa nuestro intento de hilar un relato
coherente sobre cómo viven los pobres.
Nuestra atención se centra en
los más pobres del mundo. El umbral medio de pobreza en los cincuenta países
donde vive la mayoría de los pobres se sitúa en 16 rupias indias por persona y
día[2]. Quienes viven con menos son
considerados pobres por los gobiernos de sus propios países. Al tipo de cambio
actual, 16 rupias equivalen a 36 centavos de dólar, pero dado que los precios
son más bajos en la mayoría de los países en desarrollo, si los pobres pagasen
sus compras a los precios de Estados Unidos necesitarían gastar más,
concretamente 99 centavos. Por tanto, para imaginarse la vida de los pobres hay
que imaginarse que uno tiene que vivir en Miami o en Modesto (California) con
99 centavos al día para casi todos los gastos (excepto el alojamiento). No es
fácil; por ejemplo, en la India esa cantidad permitiría comprar quince plátanos pequeños o
bien kilo y medio de arroz de baja calidad. ¿Se puede vivir así? Pues resulta
que, en 2005, 865 millones de personas de todo el mundo (el 13 por ciento de la
población mundial) lo hacía.
Lo que llama la atención es que
las personas que viven así son como nosotros en casi todo. Tenemos los mismos
deseos y debilidades; los pobres no son menos racionales que nadie —más bien
ocurre al revés—. Precisamente por tener tan poco, con frecuencia encontramos
que son mucho más cuidadosos en sus decisiones: tienen que actuar como
sofisticados economistas simplemente para sobrevivir. Pero sus vidas y las
nuestras se parecen como un huevo a una castaña, y eso tiene mucho que ver con
aspectos de nuestras rutinas que damos por hechos y sobre los que casi nunca
pensamos.
Vivir con 99 centavos de dólar
al día significa un acceso limitado a la información —los periódicos, la
televisión, los libros, todo cuesta dinero—, lo que implica un desconocimiento
de algunos hechos que el resto del mundo da por sentados como, por ejemplo, que
las vacunas pueden impedir que un niño tenga sarampión. Significa vivir en un
mundo cuyas instituciones no están diseñadas para alguien como tú. La mayor
parte de los pobres no tienen un salario y no digamos un plan de jubilación que
dependa de él de forma automática. Significa tomar decisiones sobre asuntos que
llegan con un montón de letra pequeña cuando ni siquiera sabes leer bien la
letra grande. Aquel que no puede leer, ¿cómo hace para contratar un seguro
médico que no cubre muchas enfermedades impronunciables? Significa ir a votar
cuando toda la experiencia con el sistema político consiste en muchas promesas
incumplidas. Significa no tener ningún lugar seguro donde guardar el dinero,
porque lo que puede sacar el encargado del banco de esos escasos ahorros no
llega para cubrir sus comisiones de mantenimiento. Y así sucesivamente.
Todo esto implica que, para los
pobres, sacar el máximo provecho de su capacidad y asegurar el futuro de su
familia exige muchas más habilidades, voluntad y compromiso. En cambio, los
pequeños costes, las pequeñas barreras y los pequeños errores en los que
nosotros casi ni pensamos, se ciernen sobre sus vidas.
No es fácil escapar de la pobreza,
pero la sensación de que es posible, unida a algo de ayuda bien dirigida (un
poco de información, un pequeño empujón), a veces puede tener efectos
sorprendentemente grandes. Por otra parte, las expectativas fuera de lugar, la
falta de confianza cuando se necesita y otros obstáculos aparentemente menores
pueden tener efectos catastróficos. Un empujón a la palanca adecuada puede
marcar una gran diferencia, pero a menudo es difícil saber dónde encontrar esa
palanca. Lo que está más claro es que no hay una única palanca para cada
problema.
Repensar la pobreza
es un libro sobre los ricos aspectos económicos que surgen
cuando se comprenden las vidas económicas de los pobres. Es un libro
sobre el tipo de teorías que nos ayudan a encontrar sentido tanto a lo que son
capaces de conseguir los pobres, como a dónde y por qué motivos necesitan un
empujón. Cada capítulo de este libro relata una búsqueda para descubrir cuáles son estos escollos y cómo se
pueden superar. Empieza con los aspectos básicos de la vida familiar: qué
compran; cómo tratan la escolarización de sus hijos, su propia salud o la de
sus hijos o padres; cuántos hijos deciden tener, etcétera. A continuación se
describe cómo funcionan para los pobres los mercados y las instituciones:
¿pueden pedir préstamos, ahorrar y asegurarse frente a los riesgos que
afrontan? ¿Qué hacen por ellos los gobiernos y cuándo les fallan? A lo largo de
todo el libro se retoman las mismas preguntas básicas. ¿Existen vías para que
los pobres mejoren su vida? ¿Qué les impide utilizarlas? ¿Es mayor el coste de
empezar, o eso es fácil y lo difícil es continuar? ¿Qué hace que las cosas sean
costosas? ¿La gente se da cuenta de la naturaleza de los beneficios? Si no es
así, ¿qué es lo que dificulta su comprensión?
Repensar la pobreza
trata, en definitiva, sobre lo que nos dicen las vidas y las
decisiones de los pobres respecto a cómo luchar contra la pobreza
global. Nos ayuda a entender, por ejemplo, por qué los microcréditos resultan
útiles, sin ser el milagro que algunos esperaban; por qué con frecuencia los
pobres acaban teniendo una atención médica que les hace más mal que bien; por
qué los hijos de los pobres pueden ir a la escuela año tras año y no aprender
nada; por qué los pobres no quieren seguros médicos. Y revela por qué tantas
cosas que ayer se consideraron una panacea hoy se han convertido en ideas
fracasadas. El libro también nos dice mucho sobre dónde está la esperanza: por
qué subvenciones simbólicas pueden tener efectos más que simbólicos; cómo hacer
más atractivos en el mercado los seguros; por qué cuando hablamos de educación,
menos puede ser más; por qué los buenos empleos son importantes para el
crecimiento. Sobre todo, aclara por qué la esperanza es vital y el conocimiento
es crítico, por qué tenemos que seguir intentándolo incluso cuando el reto
parece abrumador. El éxito no siempre está tan lejos como parece.
1.
PIÉNSALO BIEN, PERO PIÉNSALO OTRA VEZ
probabilidad de que una mujer del África subsahariana muera
al dar a luz es de una entre treinta, mientras que la de una mujer en el mundo
desarrollado es de una entre 5.600. Existen más de veinticinco países, la
mayoría en el África subsahariana, donde la esperanza de vida de una persona no
supera los cincuenta y cinco años. Solamente en la India, el número de niños en
edad escolar que no son capaces de leer un texto sencillo supera los cincuenta
millones[2].
Este es el
típico párrafo que le puede llevar a querer cerrar este libro y, en el mejor de
los casos, a olvidarse del tema de la pobreza en el mundo, pues el problema
parece demasiado grande e inabordable. Nuestro objetivo con el libro es,
precisamente, persuadir al lector de que no lo haga.
Un experimento llevado a cabo
recientemente en la Universidad de Pensilvania muestra lo fácil que es quedar
abrumado por la magnitud del problema[3].
Los investigadores hicieron una pequeña encuesta a los estudiantes, por la que
les pagaban cinco dólares. A continuación les enseñaban un folleto y les pedían
una donación para Save the Children, una de las ONG más importantes del mundo.
Había dos tipos de folletos. Algunos estudiantes, elegidos al azar, recibieron
uno con el texto siguiente:
La escasez de alimentos en
Malaui está afectando a más de tres millones de niños. En Zambia, la sequía
severa ha ocasionado una caída en la producción de maíz del 42 por ciento,
llevando a cerca de tres millones de personas a pasar hambre. Cuatro millones
de angoleños —una tercera parte de la población— se han visto obligados a
abandonar su hogar. En Etiopía, más de once millones de personas necesitan
ayuda alimenticia de forma inmediata.
A
otros les fue mostrado un folleto con la foto de una niña pequeña y este otro
texto:
Rokia, una niña de siete años
de Mali, en África, es extremadamente pobre y se enfrenta a la amenaza de
hambre severa o incluso a la inanición. Su vida cambiará, para bien, gracias a
tu donativo. Con tu ayuda y la de otras personas solidarias, Save the Children
trabajará con la familia de Rokia y con otros miembros de su comunidad para
ayudar a alimentarla y darle una educación, así como cuidados médicos y
educación para la salud.
El primer folleto consiguió una donación media de 1,16
dólares por estudiante. El segundo, en el que la situación apremiante de
millones de personas pasó a ser la de una sola, consiguió 2,83 dólares. Parece
que los estudiantes aceptaron asumir cierta responsabilidad para ayudar a
Rokia, pero se mostraron más desalentados al enfrentarse a la entidad del
problema global.
Luego les mostraron los dos
folletos a otros estudiantes, elegidos también al azar, pero antes se les
advirtió de que la gente es más propensa a dar dinero ante una víctima
identificada que ante una información de tipo general. Los receptores del
primer folleto sobre Malaui, Zambia, Angola y Etiopía donaron aproximadamente
lo mismo que se recaudó sin la advertencia, 1,26 dólares. Los receptores del
segundo folleto, el de Rokia, donaron solamente 1,36 dólares tras la
advertencia, menos de la mitad de lo que sus compañeros habían dado sin ella. Animar
a los estudiantes a pensarlo dos veces les llevó a ser menos generosos con
Rokia, pero no más generosos con todos los demás en Mali.
La reacción de los estudiantes
es representativa del sentir de la mayoría al enfrentarse a problemas como la
pobreza. Nuestra primera reacción es de generosidad, especialmente si nos
encontramos ante una niña de siete años en peligro. Sin embargo, al igual que
les ocurre a los estudiantes de Pensilvania, pensándolo bien es fácil llegar a
la conclusión de que no tiene sentido. Nuestra ayuda sería como una gota de
agua en un cubo que, además, podría estar agujereado. Este libro es una
invitación a pensarlo bien «otra vez», a dejar a un lado la sensación de que la
lucha contra la pobreza es demasiado abrumadora y a empezar a pensar en ella
como un conjunto de problemas específicos que, una vez identificados y
comprendidos, pueden ser resueltos de uno en uno.
Lamentablemente, los debates
sobre la pobreza no suelen abordarse así. En lugar de discutir la mejor manera
de luchar contra la diarrea o el dengue, muchos de los expertos más influyentes
tienen fijación con las «grandes preguntas»: ¿cuál es la causa principal de la
pobreza? ¿Hasta qué punto debemos creer en el mercado libre? ¿La democracia es
buena para los pobres? ¿Cuál es el papel que puede tener la ayuda al
desarrollo? Y otras de este estilo.
Jeffrey Sachs, asesor de
Naciones Unidas, director del Earth Institute en la Universidad de Columbia de
Nueva York y uno de estos expertos, tiene respuesta para todas estas preguntas:
los países pobres lo son porque son calurosos, poco fértiles, están infestados
de malaria y a menudo carecen de salidas al mar, lo que dificulta que sean
productivos por falta de una gran
inversión inicial que les ayude a ocuparse de estos
problemas endémicos. Pero estos países no pueden financiar las inversiones
precisamente porque son pobres —se encuentran inmersos en lo que los
economistas llaman la «trampa de la pobreza»—. Mientras no se haga algo contra
estos problemas, ni la democracia ni el mercado libre les aportarán gran cosa.
Por eso la ayuda externa resulta fundamental, ya que, gracias a ella, los
países pobres pueden invertir en estas áreas críticas, haciéndolos más
productivos e iniciando un círculo virtuoso. Los ingresos que se generen, que
serán más elevados, permitirán nuevas inversiones y así continuará una espiral
favorable. En su best-seller de 2005, El fin de la pobreza[4], Sachs argumenta que si los países ricos
aportasen 195.000 millones de dólares al año en cooperación entre los
años 2005 y 2025, al final de este periodo la pobreza podría haber desaparecido
completamente.
Sin embargo, otras voces
también influyentes creen que todas las respuestas de Sachs son erróneas. William
Easterly, enfrentado a Sachs desde el otro extremo de Manhattan, en la
Universidad de Nueva York, se ha convertido en una de las figuras públicas más
destacadas en la oposición a la ayuda internacional, a raíz de la publicación
de dos libros, En busca del crecimiento y The White Man’s
Burden[5]. Y otra voz que se ha
unido recientemente a la de Easterly es la de Dambisa Moyo, autora del
libro Dead Aid y economista que había trabajado anteriormente en Goldman
Sachs y en el Banco Mundial[6]. Estos
dos autores sostienen que la ayuda hace más mal que bien, al disuadir a la
gente de buscar soluciones propias, al corromper y socavar las instituciones
locales y al crear un lobby formado por las ONG que tiende a perpetuarse. La
mejor opción para los países pobres es apoyarse en la idea básica de que cuando
los mercados son libres y los incentivos adecuados, la gente puede encontrar la
solución a sus problemas sin necesidad de limosnas del extranjero ni de sus
propios gobiernos. De ese modo, los pesimistas de la ayuda se consideran
bastante optimistas respecto a cómo funciona el mundo. Para Easterly no existen
las denominadas trampas de la pobreza.
Llegados a este punto, ¿a quién
debemos creer? ¿A quienes afirman que la ayuda resolverá el problema o a
quienes aseguran que empeorará la situación? El debate no puede ser resuelto de
forma abstracta. Se necesitan evidencias, pero desafortunadamente los datos que
se suelen utilizar para responder a estas grandes preguntas no inspiran
confianza. Nunca faltan anécdotas convincentes y siempre habrá alguna que apoye
cada una de las posturas en juego. Por ejemplo, Ruanda recibió gran cantidad de
dinero durante los años que siguieron al genocidio y prosperó. Actualmente, con
una economía floreciente, el presidente Paul Kagame ha empezado a reducir la
dependencia de la ayuda. ¿Deberíamos tomar a Ruanda como ejemplo de los
beneficios que puede traer la ayuda, como sugiere Sachs, o más bien como un
modelo de confianza en uno mismo, tal y como lo presenta Moyo? ¿O quizá como
ambas cosas a la vez?
Dado que ejemplos individuales
como el de Ruanda no se pueden utilizar de forma concluyente, la mayoría de los
investigadores preocupados por las grandes preguntas prefieren acudir a comparaciones internacionales. Por
ejemplo, con datos de doscientos países se muestra que aquellos que recibieron
relativamente más ayuda no crecieron en mayor medida que el resto. Esto se
suele interpretar en el sentido de que la ayuda no funciona, aunque podría
significar también lo contrario, en el caso de que la ayuda les hubiera
permitido evitar desastres mayores y, sin ella, las cosas hubiesen sido mucho
peores. Sencillamente no lo sabemos y nos dedicamos a hacer especulaciones a
gran escala.
Si no existen evidencias a favor ni en contra de la ayuda,
¿qué debemos hacer? ¿Olvidarnos de los pobres? Afortunadamente no es necesario
ser tan derrotista. De hecho existen respuestas —en realidad este libro es una
extensa respuesta—, aunque no se trate de respuestas radicales del gusto de
Sachs y Easterly.
El lector no descubrirá en este
libro si la ayuda es buena o mala, pero sí podrá ver hasta qué punto diversos
componentes de la ayuda han hecho o no algún bien. No podemos pronunciarnos
acerca de la eficacia de la democracia, pero sí acerca de la mayor efectividad
de la democracia en la Indonesia rural como consecuencia de cambiar la forma en
que esta se organiza sobre el terreno.
De todos modos, tampoco está
claro que las respuestas a algunas de estas grandes preguntas, como, por
ejemplo, si la ayuda externa funciona o no, sean tan importantes como se nos
hace creer. En Londres, París o Washington DC la cooperación es una prioridad
para los partidarios de ayudar a los pobres (y para los menos partidarios, contrariados
por tener que pagarla). En realidad, la ayuda solo es una parte muy pequeña del
dinero que se gasta cada año en los pobres. La mayoría de los programas
dirigidos a los pobres del mundo son financiados con recursos de su propio
país. Por ejemplo, la India prácticamente no recibe ayuda alguna y, solamente
en programas de educación primaria para pobres, se gastó medio billón de rupias
(31.000 millones de dólares PPC)[7]
en 2004-2005. Incluso en África, donde la ayuda externa juega un papel mucho más
importante, en 2003 representó solamente el 5,7 por ciento del total de los
presupuestos públicos (y el 12 por ciento si se excluye a Nigeria y Suráfrica,
dos países grandes que reciben muy poca ayuda)[8].
Es más grave aún que los
eternos debates sobre ventajas y desventajas de la ayuda a menudo escondan lo
que realmente importa, que no es tanto de dónde viene el dinero como a dónde
va. Aquí se trata de elegir, primero, el tipo de proyecto más adecuado para
darle financiación —¿deberían darse alimentos para los más pobres, pensiones
para los ancianos, centros de salud para los enfermos?—, para después
determinar cómo gestionarlo. Por ejemplo, los centros de salud y su personal
pueden gestionarse de muchas formas diferentes.
En este debate nadie discute la premisa básica de que
deberíamos ayudar a los pobres cuando podamos hacerlo, lo que tampoco debe
sorprendernos. El filósofo Peter Singer ha escrito sobre el imperativo moral de salvar las vidas de aquellos
a quienes no conocemos. Muestra que la mayoría de las personas estarían
dispuestas a sacrificar un traje de mil dólares para rescatar a un niño al que
ven ahogarse en un lago[9] y sostiene
que no debería haber diferencias entre ese niño que se está ahogando y los
nueve millones de niños que mueren anualmente sin haber cumplido los cinco
años. Muchos también estarían de acuerdo con el economista-filósofo y premio
Nobel Amartya Sen en que la pobreza conduce a una pérdida de talento
intolerable. Tal como lo expresa Sen, la pobreza no es solamente la falta de
dinero, sino la incapacidad para desarrollar todo el potencial de la persona
como ser humano[10]. Lo más probable
es que una niña pobre de África no vaya a la escuela más que unos pocos años
aunque sea brillante, y que no reciba la nutrición necesaria para ser la atleta
de élite que podría haber sido, ni la financiación para emprender un negocio si
tiene una gran idea.
Es probable que esta vida
desperdiciada no afecte directamente a la gente en el mundo desarrollado, pero
no es imposible que pueda llegar a hacerlo. La niña podría terminar siendo una
prostituta seropositiva que infecta a un viajero estadounidense, que después
lleva el virus a casa. O podría desarrollar una cepa de tuberculosis resistente
a los antibióticos que acaba llegando a Europa. Si hubiese ido a la escuela, la
niña podría haberse convertido en la persona que descubriese la cura para el
mal de Alzheimer. O podría haberle ocurrido como a Dai Manju, una adolescente
china que pudo estudiar gracias a un error administrativo en el banco y que
acabó siendo una magnate de los negocios y creando miles de empleos (su
historia aparece en el libro La mitad del cielo, de Nicholas Kristof y
Sheryl WuDunn)[11]. Incluso si esto
no ocurre, ¿qué razones pueden existir para no darle una oportunidad?
El mayor desacuerdo aparece
cuando nos volvemos a preguntar si conocemos vías efectivas para ayudar a los
pobres. En el argumento de Singer para ayudar a los demás se encuentra
implícita la idea de que sabemos cómo hacerlo: el imperativo moral para
arruinar tu traje es mucho menos convincente si no sabes nadar. Por esta razón,
en The Life You Can Save, Singer se toma la molestia de ofrecer a
sus lectores una lista de ejemplos concretos de proyectos que podrían
apoyar y la pone al día periódicamente en su página web[12]. Kristof y WuDunn hacen lo mismo. La
cuestión es sencilla: hablar de los problemas del mundo sin hablar de algunas
soluciones factibles nos lleva más a la parálisis que al progreso.
Por esta razón, lo
verdaderamente útil es pensar en términos de problemas concretos que pueden
tener respuestas específicas antes que en la cooperación internacional en
general, pensar en la «ayuda» más que en la «Ayuda». Por ejemplo, durante 2008
se produjeron casi un millón de muertes por malaria, la mayoría entre niños
africanos, de acuerdo con los datos de la Organización Mundial de la Salud
(OMS)[13]. Sabemos que dormir bajo
mosquiteros impregnados de insecticida puede ayudar a salvar muchas de estas
vidas. Existen estudios realizados en zonas de influencia de la malaria que
demuestran que su incidencia puede reducirse a la mitad con esa medida[14]. ¿Cuál es entonces la mejor vía para
asegurarnos de que los niños duerman con mosquiteros?
El coste de proveer a una
familia con un mosquitero tratado y de enseñar a sus miembros a utilizarlo es
de aproximadamente 10 dólares. ¿Debería darles el gobierno, o las ONG,
mosquiteros gratis a los padres? ¿O bien pedirles que los compren, quizá a un
precio subvencionado? ¿O deberían comprarlos en el mercado, al precio de venta
correspondiente? Se puede responder a estas preguntas, pero las respuestas no
son en absoluto obvias. Aun así, muchos «expertos» adoptan posturas
contundentes que tienen poco que ver con la evidencia.
Como la malaria es contagiosa,
si María duerme bajo un mosquitero, es más difícil que Juan contraiga la
enfermedad —si al menos la mitad de la población durmiese con mosquiteros, el
riesgo de infección sería mucho menor, incluso para todos los demás[15]—. El problema es que menos de una cuarta
parte de los niños en zonas de riesgo duermen bajo mosquiteros[16]; da la impresión de que esos 10 dólares
es demasiado dinero para muchas familias de Mali o de Kenia. La idea de
venderlos con descuento, o incluso de repartirlos gratuitamente, parece buena,
dadas las ventajas que aportarían tanto a sus usuarios como a sus vecinos; de
hecho, Jeffrey Sachs defiende la distribución gratuita de mosquiteros. Easterly
y Moyo no están de acuerdo, ya que creen que si estos se regalan la gente no
los valorará y, por lo tanto, no los utilizará. Incluso si los utilizasen,
podrían acostumbrarse a las donaciones y renunciar a comprarlos cuando dejen de
estar subvencionados. También podrían dejar de comprar otras cosas, salvo que
reciban subvención, y eso podría echar a perder mercados que funcionan bien.
Moyo relata cómo un vendedor de mosquiteros tuvo que cerrar a consecuencia de
un programa de distribución gratuita. Cuando terminó la distribución gratuita
no había nadie que vendiese mosquiteros a ningún precio.
Para ilustrar este debate
necesitamos responder a tres preguntas. En primer lugar, si la gente que quiere
comprar mosquiteros debe pagar el precio total (o al menos una fracción
significativa), ¿preferirán no tenerlos? En segundo lugar, si los mosquiteros
se dan gratuitamente, o a un precio subvencionado, ¿serán utilizados o
desperdiciados? En tercer lugar, después de conseguir el mosquitero una vez al
precio reducido, ¿serán más o menos propensos a pagar por el próximo cuando se
reduzca la subvención en el futuro?
Para responder a estas
preguntas necesitaríamos observar el comportamiento de grupos comparables,
formados por personas receptoras de subvenciones diferentes. La palabra clave
aquí es «comparables». La gente que paga por los mosquiteros y quienes los
consiguen gratuitamente no serán parecidos; es probable que quienes pagaron
sean más ricos, tengan más estudios y comprendan mejor las razones por las que los
necesitan; en cambio, quienes los consiguieron gratuitamente pueden haber sido
elegidos por una ONG precisamente por ser pobres. Pero también podría haber
ocurrido al revés: las personas bien relacionadas tuvieron acceso gratis a los
mosquiteros, mientras que la gente pobre y aislada tuvo que pagar el precio
total. En cualquier caso, no podemos extraer ninguna conclusión de la forma en
que usaron su mosquitero.
Por esta razón, la forma más clara
de responder a este tipo de preguntas consiste en imitar los ensayos aleatorios que se utilizan en medicina para
evaluar la efectividad de los nuevos medicamentos. Pascaline Dupas, de la
Universidad de California en Los Ángeles, llevó a cabo un experimento de este tipo
en Kenia, y otros lo hicieron después en Uganda y Madagascar[17]. En el experimento de Dupas, las personas
fueron elegidas aleatoriamente con el fin de recibir subvenciones de distintos
niveles para la compra de mosquiteros. Comparando el comportamiento de grupos
equivalentes, a los que se les habían ofrecido los mosquiteros a precios
distintos, Dupas pudo responder a nuestras tres preguntas, al menos en el
contexto en el que se produjo el experimento.
En el tercer capítulo de este
libro explicaremos ampliamente lo que encontró. Ciertamente, algunas preguntas
continúan abiertas; por ejemplo, los experimentos aún no arrojan resultados
sobre el daño sufrido por los productores locales a causa de los mosquiteros
importados a precios reducidos. Pero los resultados obtenidos han contribuido
mucho a impulsar este debate y han influido tanto en el discurso como en la
dirección de las políticas.
El paso de las grandes
preguntas generales a otras mucho más concretas tiene otra ventaja. Cuando
conocemos lo que están dispuestos a pagar los pobres por los mosquiteros y si
los van a usar cuando los consiguen gratis, no estamos aprendiendo solo sobre
la mejor forma de distribuirlos: estamos empezando a entender cómo toman
decisiones las personas pobres. Por ejemplo, ¿qué se interpone en el camino de
un uso generalizado de los mosquiteros? Podría ser la falta de información
sobre sus ventajas, o el hecho de que los pobres no los pueden pagar. También
podría ser que los pobres estén tan absorbidos por los problemas del presente
que no dispongan de espacio mental para preocuparse por el futuro. O quizá se
trate de alguna razón totalmente distinta. Al responder a estas cuestiones
comprendemos si los pobres tienen características especiales y cuáles pueden
ser estas. ¿Viven como el resto de la gente, pero con menos dinero?, ¿o es que
la vida en condiciones de pobreza extrema conlleva algo totalmente diferente?
Si se trata de algo especial, ¿se trata de algo que podría tener a los pobres
atrapados en la pobreza?
¿ATRAPADOS EN LA POBREZA?
El hecho de que Sachs y Easterly mantengan puntos de vista
radicalmente opuestos sobre la venta o la donación de mosquiteros no es casual.
La mayoría de los expertos de los países ricos mantienen posturas respecto a
las cuestiones relativas a la ayuda al desarrollo o a la pobreza que tienden a
estar teñidas por su forma específica de entender el mundo. Esto ocurre incluso
cuando se trata de preguntas concretas que deberían tener respuestas precisas,
como en el caso de los mosquiteros. Para caricaturizarlo, aunque sea de forma
aproximada, a la izquierda del espectro político se encuentra Jeff Sachs,
junto con la ONU, la Organización Mundial de la Salud y una buena parte de las
organizaciones vinculadas a la ayuda. Defienden que se gaste más en ayuda y, en
general, creen que cosas como fertilizantes, mosquiteros, ordenadores escolares
y similares deberían ser objeto de donación. También piensan que habría que
convencer a los pobres para que hagan lo que creemos (o lo que creen Sachs o la
ONU) que es bueno para ellos. Por ejemplo, los niños deberían recibir comida
gratis en la escuela para animar a sus padres a enviarlos a clase regularmente.
A la derecha se encuentran Easterly, Moyo, el American Enterprise Institute y
otros muchos que se oponen a la ayuda no solamente porque corrompe a los
gobiernos, sino también porque creen, en un nivel más básico, que deberíamos
respetar la libertad de la gente —si no quieren algo, no tiene sentido forzarles
a ello—: si los niños no quieren ir a la escuela, debe ser porque no tiene
sentido estudiar.
Estas posturas no son
simplemente un acto reflejo de tipo ideológico. Tanto Sachs como Easterly son
economistas y sus diferencias proceden, en gran medida, de ofrecer respuestas
diferentes a una cuestión económica: ¿es posible quedar atrapado en la pobreza?
Sabemos que Sachs cree que algunos países, por razones geográficas o por mala
suerte, sí están atrapados en ella: son pobres porque son pobres. Tienen el potencial
para hacerse ricos, pero necesitan soltarse del lugar en que están atascados y
encaminarse hacia la prosperidad. De ahí que Sachs ponga el énfasis en el big
push o «gran impulso» económico. Por el contrario, Easterly apunta que
muchos países que fueron pobres en el pasado son ricos hoy en día y viceversa.
Si la condición de pobreza no es permanente, la idea de una trampa de la
pobreza que retiene inexorablemente a los países pobres resulta falaz.
Lo mismo podría preguntarse
sobre las personas. ¿Puede quedar la gente atrapada en la pobreza? Si así
fuera, una única inyección de ayuda podría marcar grandes diferencias en la
vida de una persona, situándola en una nueva trayectoria. Esta es la filosofía
que subyace tras el Proyecto Aldeas del Milenio de Jeffrey Sachs. Los
habitantes de las aldeas afortunadas reciben gratuitamente fertilizantes,
comidas escolares, centros de salud, ordenadores escolares y otras muchas
cosas, con un coste total de medio millón de dólares por aldea. Según la página
web del proyecto, se espera que «las economías de las Aldeas del Milenio puedan
transitar en un cierto tiempo desde la agricultura de subsistencia hacia una
actividad comercial autosostenida»[18].
En un vídeo producido para la
MTV, Jeffrey Sachs y la actriz Angelina Jolie aparecen visitando la aldea de
Sauri, en Kenia, una de las Aldeas del Milenio más antiguas. Allí saludaron a
Kennedy, agricultor joven que había recibido fertilizante gratuito y que
consiguió multiplicar por veinte su cosecha respecto a años anteriores gracias
a esa donación. En el vídeo se llegaba a la conclusión de que Kennedy podrá
mantenerse para siempre con lo que ha ahorrado con esa cosecha. El argumento
implícito es que se encontraba en una trampa de la pobreza por culpa de la que
no podía pagar los fertilizantes. La donación recibida le liberó, siendo la
única forma de escapar de la trampa.
Pero los escépticos podrían
replicar con el argumento de que si el fertilizante fuese tan rentable, Kennedy
podría haber comprado solamente un poco, aplicándolo a la zona más favorable de
su terreno. Eso habría incrementado la producción y el dinero extra le habría
permitido comprar más fertilizante el año siguiente. Repitiendo la operación, poco
a poco se habría ido haciendo lo suficientemente rico como para utilizar
fertilizante en todo el terreno.
Entonces, ¿está Kennedy atrapado en
la pobreza o no lo está?
La respuesta depende de si la
estrategia descrita es factible. Comprar solamente un poco para empezar, ganar
algo de dinero extra, reinvertir las ganancias para ganar aún más dinero y
repetir el proceso. Pero puede que no sea fácil comprar fertilizante en
pequeñas cantidades, que haya que probar varias veces hasta conseguir que
funcione, o que surjan problemas para reinvertir lo recibido. Puede haber
muchas razones que dificulten a un agricultor el comenzar por su cuenta.
Para intentar llegar al corazón
de la historia de Kennedy habrá que esperar al capítulo octavo del libro, pero
la cuestión ya permite observar un principio general. Se producirá una trampa
de la pobreza cada vez que el margen existente para que crezca la renta o la
riqueza a una tasa muy rápida esté, por una parte, limitado para
quienes tengan muy poco que invertir mientras, por otra parte, crezca
rápidamente para quienes puedan invertir un poco más. Por el contrario, si el
potencial de crecimiento rápido es elevado entre los pobres pero disminuye al
irse haciendo ricos, no habrá trampa de la pobreza.
A los economistas les encantan las teorías sencillas
—algunos dirían simplistas— y les gusta representarlas gráficamente. Como no
somos una excepción, las dos figuras que aparecen a continuación representan lo
que consideramos gráficos útiles para el debate sobre la naturaleza de la
pobreza. Lo más importante que se debe recordar de ellos es la forma de las
curvas, pues volveremos a ellas en numerosas ocasiones a lo largo del libro.
Para quienes creen en las trampas de
la pobreza, el mundo es como aparece en la Figura 1.
Los ingresos actuales influyen en
cómo serán los ingresos en el futuro (el futuro podría referirse a mañana, al
mes que viene o incluso a la próxima generación). Lo que alguien tiene hoy día
determina cuánto puede comer, cuánto puede gastar en medicamentos o en los
estudios de los hijos, si puede permitirse comprar fertilizantes o semillas de
cultivo enriquecidas y todas estas cosas determinan lo que tendrá el día de
mañana.
La forma de la curva es
fundamental: es muy plana al principio, crece rápidamente después y vuelve a
ser plana. La llamaremos «la curva en forma de S», pidiendo disculpas de
antemano al abecedario.
La forma de S es la causante de
«la trampa de la pobreza». A lo largo de la diagonal, los ingresos actuales son
iguales a los ingresos futuros. Para los más pobres, que están en la zona de
la trampa de la pobreza, los ingresos en el futuro son inferiores a los de
hoy, al encontrarse la curva por debajo de la diagonal. Esto
significa que las personas de esta zona se irán haciendo cada vez más pobres a
lo largo del tiempo, hasta acabar cayendo en la trampa de la pobreza, en el
punto N. La flecha que comienza en el punto A1 representa una trayectoria
posible: de A1 se pasa a A2, de ahí a A3 y así sucesivamente. Para quienes
empiezan fuera de la zona de la trampa de la pobreza, los ingresos futuros
serán superiores a los actuales, con lo que al pasar el tiempo se irán haciendo
cada vez más ricos, al menos en cierta medida. Esta trayectoria más alentadora
está representada por la flecha que sale del punto B1 y se va moviendo hacia
B2, B3 y así sucesivamente.
FIGURA 1. La
curva en forma de S y la trampa de la pobreza
Sin embargo, muchos economistas
—quizá la mayoría— creen que el mundo funciona normalmente tal como aparece en
la Figura 2.
La Figura 2 se parece un poco a
la parte derecha de la Figura 1, pero sin la parte plana de la izquierda. La
curva crece de la forma más rápida posible al principio y después continúa
creciendo cada vez más lentamente. En este mundo no existe la trampa de la
pobreza; puesto que los ingresos de los más pobres superan en todo momento los
ingresos con los que empezaron, la gente se va haciendo más rica a lo largo del
tiempo hasta que su renta deja de crecer (las flechas que van de A1 a A2 y A3
muestran una posible trayectoria). Estos ingresos pueden no ser muy elevados,
pero lo importante es que no hay mucho que se pueda o se deba hacer para ayudar
a los pobres. En este mundo, una ayuda recibida una sola vez (por ejemplo, una
cantidad que permita a alguien empezar en A2, en lugar de hacerlo en A1), no
incrementará su renta de forma permanente. En el mejor de los casos esa ayuda
le permitirá moverse algo más rápido, pero no podrá cambiar el punto de destino
final al que se dirige.
FIGURA 2: La
curva en forma de L invertida: sin la trampa de la pobreza
¿Cuál de los dos gráficos
representa mejor el mundo de Kennedy, el joven agricultor de Kenia? Para poder
responder a esta pregunta necesitamos conocer un conjunto de hechos sencillos,
como los siguientes: ¿se puede comprar fertilizante en pequeñas cantidades? ¿Existe
alguna dificultad para ahorrar en el tiempo que transcurre de una siembra a la siguiente, de forma que si Kennedy gana dinero, le impida
convertirlo en inversiones adicionales? El mensaje más importante de la teoría
subyacente a los gráficos anteriores es que la teoría no basta. Para responder
adecuadamente a la pregunta sobre la trampa de la pobreza necesitamos saber
cuál de los dos gráficos representa mejor el mundo real, y necesitamos estudiarlo
caso a caso. Si nos referimos a fertilizantes, necesitamos conocer los hechos
del mercado de ese producto; si se trata de ahorro, necesitamos saber cómo
ahorran los pobres; si la cuestión es la salud y la nutrición, necesitamos
estudiarlas. La ausencia de una gran respuesta universal puede resultar algo
decepcionante, pero, de hecho, lo que los dirigentes y gestores querrían no es
tanto conocer el millón de formas en que los pobres quedan atrapados, sino los
pocos factores clave que generan las trampas. Así, el remedio de esos problemas
específicos liberaría a los pobres y les encaminaría hacia un círculo virtuoso
de crecimiento de la riqueza y la inversión.
Este cambio radical de
perspectiva, alejado de las respuestas universales, nos exigió salir de nuestros
despachos y examinar el mundo más cuidadosamente. Al hacerlo seguíamos la larga
tradición de los economistas del desarrollo, que han hecho hincapié en la
importancia de obtener los datos correctos para poder decir algo útil sobre el
mundo. Sin embargo, teníamos dos ventajas en relación con las generaciones
anteriores. En primer lugar, ahora se dispone de datos de gran calidad de
numerosos países pobres, datos que antes no estaban disponibles. En segundo
lugar, tenemos un instrumento nuevo y poderoso: los ensayos controlados
aleatorizados (ECA), que permiten llevar a cabo experimentos de gran escala en
los que los investigadores, trabajando con un socio local, ponen a prueba sus
teorías. En un ECA, como en los estudios sobre mosquiteros, las personas o las
comunidades son asignadas de forma aleatoria a distintos «tratamientos», es
decir, a programas diferentes o bien a versiones distintas de un mismo
programa. Puesto que los diferentes tratamientos se suministran a individuos
que son exactamente comparables (puesto que fueron elegidos al azar), cualquier
diferencia posterior entre ellos constituye el efecto del tratamiento.
Un único experimento no produce
la respuesta definitiva a la pregunta de si determinado programa «funciona» de
manera universal. Pero podemos llevar a cabo una serie de experimentos,
cambiando el lugar en que se desarrollan, la intervención concreta o ambas
cosas. Una vez reunidos, los resultados permitirán verificar la solidez de las
conclusiones alcanzadas (por ejemplo, lo que funciona en Kenia, ¿funciona
también en Madagascar?). Y los sucesivos resultados llevarán a estrechar el
conjunto de teorías posibles que pueden explicar los datos (por ejemplo, ¿qué
está frenando a Kennedy, el precio del fertilizante o la dificultad de ahorrar
dinero?). La nueva teoría nos puede ayudar a diseñar intervenciones y nuevos
experimentos y a encontrar sentido a resultados previos que pueden haber sido
confusos con anterioridad. Así, obtenemos de forma gradual una imagen más
completa sobre cómo viven realmente las personas pobres, dónde necesitan ayuda
y dónde no la necesitan.
En 2003 fundamos el Laboratorio
de Acción de la Pobreza (Poverty Action Lab), que más tarde se convirtió en el
Abdul Latif Jameel Poverty Action Lab (J-PAL), para animar y apoyar a otros investigadores, gobiernos y organizaciones no
gubernamentales a trabajar conjuntamente en esta nueva forma de hacer economía
y para ayudar a difundir entre dirigentes y gestores lo que se ha aprendido. La
respuesta ha sido abrumadora; en 2010 los investigadores de J-PAL trabajaban, o
habían terminado ya, en más de doscientos cuarenta experimentos en cuarenta
países de todo el mundo, y un muy numeroso grupo de organizaciones,
investigadores y gestores han adoptado la idea de los ensayos aleatorios. La
respuesta al trabajo de J-PAL sugiere que muchos comparten nuestra premisa
básica, es decir, que es posible conseguir un avance muy significativo en la
lucha contra el mayor problema del mundo mediante la acumulación de una serie
de pequeños pasos, cada uno de ellos bien pensado, probado cuidadosamente y
realizado con criterio. Esto puede parecer evidente pero, como veremos a lo
largo del libro, no es así como se suelen llevar a cabo las políticas. Parece
que la premisa que está tras la práctica de las políticas de desarrollo y tras
los debates que las acompañan es que resulta imposible someterse a la
evidencia; las pruebas verificables son una quimera, en el mejor de los casos
son una fantasía lejana y en el peor son una distracción. Cuando nos iniciamos
en este camino, obstinados dirigentes y sus aún más obstinados asesores nos
decían: «Mientras vosotros os permitís andar buscando evidencias, nosotros
tenemos que ponernos manos a la obra y sacar el trabajo adelante», opinión que
muchos sostienen aún. Pero hay mucha otra gente que siempre se ha sentido
marginada por esta urgencia tan poco razonable y sienten, al igual que
nosotros, que lo mejor que se puede hacer es comprender en profundidad los problemas
específicos que afligen a los pobres e intentar identificar las vías más
efectivas para intervenir. No cabe duda de que en algunos casos la mejor opción
será no hacer nada, pero esa no puede ser la regla general, como tampoco lo es
que gastar dinero funcione siempre. La mejor opción para que algún día se acabe
con la pobreza se encontrará en el corpus de conocimiento que va creciendo con
cada respuesta específica y en el saber que acompaña a esas respuestas.
Este libro se construye a
partir de ese corpus de conocimiento. Gran parte del material revisado procede
de ECA realizados por nosotros mismos y por otras personas, pero también se
utilizarán otras evidencias de diverso tipo: descripciones cualitativas y
cuantitativas de cómo viven los pobres, investigaciones sobre el funcionamiento
de instituciones específicas y una variedad de evidencias sobre las políticas
que han funcionado y las que no lo han hecho. En la página web que acompaña al
libro, www.pooreconomics.com, están disponibles los enlaces a todos los
estudios citados, muestras fotográficas que ilustran cada capítulo, así como
resúmenes y mapas procedentes de una base de datos sobre aspectos clave de las
vidas de quienes viven con menos de 99 centavos de dólar al día en un conjunto
de dieciocho países, a quienes nos referiremos muchas veces en el libro.
Los estudios que utilizamos
presentan como rasgos comunes un alto nivel de rigor científico, la disposición
a aceptar el veredicto de los datos y un enfoque basado en preguntas concretas
y específicas que tienen relevancia para las vidas de las personas pobres. Para responder a las preguntas de cuándo y dónde
deberíamos preocuparnos por las trampas de la pobreza utilizaremos estos datos.
Encontraremos trampas en algunas áreas, pero en otras no, y acertar en las
respuestas a estas preguntas es fundamental para poder diseñar las políticas
adecuadas. En los capítulos que siguen veremos muchos casos en que se adoptaron
medidas equivocadas, y no se hizo con mala intención o por corrupción, sino
sencillamente porque los responsables se basaron en un modelo equivocado.
Pensaron que existía una trampa de la pobreza allí donde no la había, o no
fueron capaces de ver otra que tenían delante.
Sin embargo, el mensaje del
libro va mucho más allá de las trampas de la pobreza. Como se verá, el fracaso
de las políticas y las causas de que la ayuda no tenga el efecto que debería
tener radican a menudo en las llamadas «tres íes», es decir, ideología,
ignorancia e inercia, por parte de expertos, de trabajadores del ámbito de la
ayuda o de dirigentes y gestores locales. Es posible hacer del mundo un lugar
mejor para vivir —aunque probablemente no sea mañana, sí lo será en un futuro
que está a nuestro alcance—, pero para ello no basta con reflexionar o
especular perezosamente. Esperamos convencer al lector de que nuestro enfoque,
paciente y basado en el avance paso a paso, no solamente es una vía útil para
luchar contra la pobreza, sino también un camino para hacer del mundo un lugar
más interesante.
Citas
[1]
Naciones Unidas, Departamento de
Asuntos Económicos y Sociales, Objetivos de Desarrollo del Milenio. Informe
2010.
[2]
Pratham Annual Status of Education
Report 2005: Final Edition, disponible en http://scripts.mit.edu/~varun_ag/readinggroup/
images/1/14/ASER.pdf.
[3]
Deborah Small, George Lowenstein y
Paul Slovic, «Sympathy and Callousness: The Impact of Deliberative Thought on
Donations to Identifiable and Statistical Victims», Organizational Behavior
and Human Decision Processes, núm. 102 (2007), pp. 143-153.
[4]
Jeffrey Sachs, The End of
Poverty: Economic Possibilities for Our Time, Nueva York, Penguin Press,
2005. [El fin de la pobreza. Cómo conseguirlo en nuestro tiempo,
trad. de Ricardo García Pérez y Ricard Martínez i Muntada, Madrid, Debate,
2006].
[5] William
Easterly, The White Man”s Burden: Why the West”s Efforts to Aid the Rest
Have Done So Much Ill and So Little Good, Oxford, Oxford
University Press, 2006; y William Easterly, The Elusive Quest for Growth:
Economists” Adventures and Misadventures in the Tropics, Cambridge, MIT
Press, 2001. [En busca del crecimiento. Andanzas y tribulaciones de los
economistas del desarrollo, trad. de Bernardo Kugler, Barcelona, Antoni
Bosch, 2003].
[6]
Dambisa Moyo, Dead Aid: Why Aid
Is Not Working and How There Is a Better Way for Africa, Londres, Allen
Lane, 2009.
[7]
A lo largo de todo el libro, al
presentar datos en la moneda local de un país se ofrece la cantidad equivalente
en dólares ajustados al coste de la vida (véase la nota núm. 1 del prólogo).
Esto se señala como PPC (dólares en paridad de poder de compra).
[8]
Todd Moss, Gunilla Pettersson y
Nicolas van de Walle, «An Aid-Institutions Paradox? A Review Essay on Aid
Dependency and State Building in Sub-Saharan Africa», documento de trabajo núm.
74, Center for Global Development (enero 2006). De todos modos, 23 de los 46
países recibieron ayuda superior al 10 por ciento de su presupuesto y 11
obtuvieron más del 20 por ciento.
[9]
Peter Singer, «Famine, Affluence, and Morality», Philosophy
and Public Affairs, vol. 1, núm. 3 (1972), pp. 229-243.
[10]
Amartya Sen, Development as
Freedom, Nueva York, Knopf, 1999. [Desarrollo y libertad, trad. de
Esther Rabasco y Luis Toharia, Barcelona, Planeta, 2000].
[11]
Nicholas D. Kristof y Sheryl WuDunn,
Half the Sky: Turning Oppression into Opportunity for Women Worldwide,
Nueva York, Knopf, 2009. [La mitad del cielo, Barcelona, Duomo
Ediciones, 2011].
[12]
Peter Singer, The Life You Can
Save, Nueva York, Random House, 2009, disponible en
http://www.thelifeyoucansave.com.
[13]
Véase la hoja informativa sobre la
malaria de la OMS, disponible en http://www.who.int/mediacentre/factsheets/
fs094/en/index.html. Nótese que aquí, al
igual que en otras partes del libro, citamos las estadísticas internacionales
oficiales. Es
conveniente recordar que las cifras no siempre son exactas. En muchos temas, la
información de estas cifras es incompleta o de calidad dudosa.
[14]
C. Lengeler, «Insecticide-Treated
Bed Nets and Curtains for Preventing Malaria», Cochrane Database of
Systematic Reviews, 2 (2004), art. núm. CD000363.
[15]
William A. Hawley, Penelope A.
Phillips-Howard, Feiko O. Ter Kuile, Dianne J. Terlouw, John M. Vulule, Maurice
Ombok, Bernard L. Nahlen, John E. Gimnig, Simon K. Kariuki, Margarette S.
Kolczak y Allen W. Hightower, «Community-Wide Effects of Permethrin-Treated Bed
Nets on Child Mortality and Malaria Morbidity in Western Kenya», American
Journal of Tropical Medicine and Hygiene, núm. 68 (2003), pp. 121-127.
[16] World
Malaria report, disponible en http://www.who.int/malaria/world_malaria_report_2009/factsheet/
en/index.html
[17]
Pascaline Dupas, «Short-Run
Subsidies and Long-Run Adoption of New Health Products: Evidence from a Field
Experiment», mimeo (2010); Jessica Cohen y Pascaline Dupas, «Free Distribution
or Cost-Sharing? Evidence from a Randomized Malaria Prevention Experiment», Quarterly
Journal of Economics, 125 (1) (febrero de 2010), pp. 1-45; V. Hoffmann,
«Demand, Retention, and Intra-Household Allocation of Free and Purchased
Mosquito Nets», American Economic Review: Papers and Proceedings (mayo
2009); Paul Krezanoski, Alison Comfort y Davidson Hamer, «Effect of Incentives
on Insecticide-Treated Bed Net Use in Sub-Saharan Africa: A Cluster Randomized
Trial in Madagascar», Malaria Journal, 9 (186) (27 de junio de 2010).
[18] Disponible
en http://www.millenniumvillages.org.
Continuará
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