MILÁN – Las propuestas para un impuesto amplio a la riqueza no son nuevas, pero sí están recibiendo una atención renovada en Estados Unidos. La desigualdad de ingresos y riqueza sostenidamente en alza ha planteado cuestiones sociales y éticas, inclusive entre algunos ricos. Esta tendencia, junto con la caída de la movilidad social, contribuye a una polarización política que, a su vez, deriva en elecciones políticas pobres y erráticas. Y la historia nos ha enseñado que la creciente desigualdad y la polarización social y política cada vez más intensa pueden conducir a desenlaces más dramáticos e incluso violentos.
Afortunadamente, existe un cuerpo cada vez mayor de investigación de primer nivel sobre la magnitud, las dimensiones, la historia y las trayectorias de la desigualdad de ingresos y riqueza. Si existe una creciente demanda de algún tipo de respuesta de política fiscal para el problema, tenemos maneras de determinar qué medidas serían más efectivas, dependiendo del objetivo específico.
Si uno escucha a los contendientes para la candidatura presidencial del Partido Demócrata, parecería que quienes proponen el impuesto a la riqueza tienen, en verdad, objetivos muy diferentes. Bernie Sanders, que ha dicho que “los multimillonarios no deberían existir”, parece considerar que la desigualdad extrema es ofensiva en sí misma. Pero otros se centran más en qué significa la desigualdad para quienes están en la mitad o en los dos tercios inferiores de la distribución de ingresos y riqueza. Elizabeth Warren, por ejemplo, quiere gravar a la riqueza para solventar una ambiciosa expansión de la seguridad social y otros servicios.
Un impuesto a la riqueza es, esencialmente, un gravamen que reduce los retornos sobre la inversión. Un impuesto del 3% a la riqueza llevaría un retorno pre-impuestos del 10% sobre la inversión a un 7%, lo que representa un impuesto del 30% sobre los retornos de la inversión, a pagarse cuando esos retornos se conviertan en ingresos. Sin embargo, el mismo impuesto sobre un retorno pre-impuestos del 5% sería equivalente a un impuesto del 60%, mientras que sobre un retorno pre-impuestos del 20% equivaldría a un impuesto del 15%. Es una gran diferencia. Como demuestran estos ejemplos, cuando un impuesto a la riqueza se mantiene constante, la magnitud del impuesto a los retornos sobre la inversión cae proporcionalmente a medida que aumenta el retorno pre-impuestos.
Es más, los individuos ricos por lo general tienen acceso a una amplia gama de clases de activos, muchos de ellos líquidos. Debido a diversas restricciones regulatorias y la prima de iliquidez, los retornos pre-impuestos sobre estas clases de activos tienden a ser más altos. En este caso, un impuesto a la riqueza del 2% sobre activos por un valor de 500 millones de dólares y del 3% sobre activos de 1.000 millones de dólares (como en la propuesta de Warren) no sería tan alto. Una referencia de 500 millones de dólares no limitaría la capacidad de gasto de la mayoría de la gente, que quedaría en libertad para invertir en activos líquidos de mayores retornos para los cuales el impuesto incremental implícito sobre los retornos de la inversión sería relativamente bajo.
Hay otro punto importante a tener en cuenta: en el sistema actual, el impuesto efectivo sobre el ingreso derivado de la inversión baja sustancialmente en tanto aumenta el período de diferimiento. Los individuos ricos que han creado compañías valiosas tienden a no desprenderse de las acciones y pueden diferir la realización de las plusvalías durante períodos prolongados –o inclusive indefinidamente si donan los activos-. Si, por ejemplo, el impuesto sobre un ingreso de inversión realizado es del 30%, el retorno pre-impuesto sobre los activos es del 15% y la realización de las plusvalías se difiere por 25 años, el impuesto efectivo sobre los retornos de la inversión llega apenas al 10,5%. El diferimiento durante 25 años reduce la tasa impositiva a un tercio de su valor y permite casi duplicar los activos después de impuestos.
Claramente, el diferimiento tiene un efecto muy importante en las tasas de impuestos efectivas. También es una práctica normal entre los ricos y los moderadamente acomodados (digamos, el 5% superior de la escala). Un impuesto a la riqueza, sin embargo, es difícil de diferir, porque conservar una amplia colección de activos que no tienen un valor de mercado realizado no es fácil.
En la práctica, entonces, un impuesto a la riqueza probablemente se aplicaría en base a algo aproximado al valor actual real de un activo, quizá con un descuento modesto para las inversiones más recientes. Y los impuestos a los retornos sobre la inversión seguirían aplicándose a las ganancias realizadas.
Considerando que un impuesto a la riqueza es menos diferible, y que su impacto depende (inversamente) de los retornos pre-impuestos, es razonable que un impuesto a la riqueza modesto sólo conduzca a una tasa de impuesto efectiva implícita ligeramente superior sobre los retornos de la inversión que en el sistema actual.
Aun así, quienes se oponen a un nuevo impuesto a la riqueza ofrecen varios argumentos en su contra. Uno –el argumento de pie en la puerta- sostiene que una vez que se implementa un impuesto a la riqueza, aumentará con el tiempo. Pero la trayectoria hacia abajo de las tasas del impuesto a las ganancias en Estados Unidos en las últimas décadas no parece respaldar este argumento.
Un segundo argumento es que la productividad, el crecimiento y los empleos se verán afectados. ¿Pero se supone realmente que debemos creer que los empresarios que han creado compañías altamente valiosas (y merecen ser ricos) abandonarían sus esfuerzos si supieran que su riqueza después de impuestos se reduciría de, digamos, 12.000 millones de dólares a 8.000 millones de dólares? La realidad es que los aumentos incrementales de la riqueza en el nivel que se discute (por encima de los mil millones de dólares) tienen poco que ver con el consumo y el estilo de vida. Son señales de éxito y estatus. Un impuesto a la riqueza ajustaría las escalas, pero no cambiaría los rankings generales.
Finalmente, algunos sostienen que deberían poder conservar toda su riqueza porque se la ganaron con su propio esfuerzo. Pero este argumento ignora la realidad: cualquiera que tiene éxito en Estados Unidos es un beneficiario de un sistema más amplio que le ofreció los medios y la oportunidad para hacerlo.
En tanto los debates sobre la desigualdad han cobrado impulso, un grupo influyente de individuos ricos ha pasado a defender un impuesto a la riqueza moderado, siempre que se lo aplique de manera tal que amplíe las oportunidades disponibles para el 50% inferior de los asalariados. Hay un desacuerdo legítimo sobre si la mejor manera de hacerlo es a través de una transferencia directa del ingreso a los hogares de ingresos más bajos, o a través de una expansión de los servicios sociales financiados con dinero público centrados en opciones educativas y laborales.
Es importante dar este debate, pero es una cuestión separada. En cualquier caso, las propuestas actuales para un impuesto a la riqueza moderado merecen una atención dedicada. Debe de haber mejores y peores maneras de encarar la trayectoria distributiva catastrófica de la economía de Estados Unidos. Pero la peor opción claramente es no hacer nada.
MICHAEL SPENCE, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at New York University’s Stern School of Business and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was the chairman of the independent Commission on Growth and Development, an international body that from 2006-2010 analyzed opportunities for global economic growth, and is the author of The Next Convergence: The Future of Economic Growth in a Multispeed World.
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