Por J. BRADFORD DELONG P,S
BERKELEY – No me sorprendió que los principales contrincantes demócratas en las primarias comenzaran a estar de acuerdo con un «impuesto a la riqueza» en línea con lo propuesto por mis colegas Gabriel Zucman y Emmanuel Saez, de la University of California, Berkeley. Sí me sorprendió el grado de resistencia que encontraron, especialmente por parte de quienes debieran estar a favor de todo lo que lleve a los Estados Unidos hacia un sistema fiscal más progresivo.
Cuando empecé a estudiar finanzas públicas, me enseñaron que existen tres principios fiscales, todos derivados de la máxima de Jean-Baptiste Colbert, un político francés del siglo XVII, «hay que desplumar al ganso de forma tal que se obtenga la mayor cantidad posible de plumas con la menor cantidad posible de graznidos».
El primer principio es ampliar siempre la base tributaria, para alcanzar las metas recaudatorias con las tasas fiscales más bajas (las que producen menos graznidos). El segundo es gravar los bienes y servicios con demanda inelástica, para minimizar los efectos distorsivos del sistema fiscal sobre la actividad económica en su conjunto. Finalmente, se debe cobrar impuestos a aquellos actores cuyo costo por el pago de impuestos es menor en términos de utilidad, es decir, a los ricos.
Teniendo en cuenta esos tres principios, ¿cuál es la base tributaria más amplia sobre la cual se puede cobrar impuestos a los ricos? Su riqueza, por supuesto. ¿Y qué bien están menos dispuestos a sacrificar los ricos para reducir su carga tributaria? Su riqueza, por supuesto.
Dados estos principios básicos resulta obvio, desde una perspectiva tecnocrática, que el sistema tributario debe contener un componente sustancial de impuestos a la riqueza. Incluso quienes se basan en laobra de los economistas Christophe Chamley y Ken Judd para afirmar que se debe cobrar impuestos a los ingresos laborales en el largo plazo parecen aceptar que, en lo inmediato, establecer un cierto nivel de impuestos a la riqueza debiera ser una prioridad.
Por eso me sorprendió que personas inteligentes, sensatas y solidarias se opusieran a las propuestas de impuestos a la riqueza de Elizabeth Warren y Bernie Sanders, entre otros. Según Alan D. Viard, del American Enterprise Institute, sería «más simple y prudente» reformar «el impuesto a las ganancias y los impuestos estatales y a las donaciones o transferencias a título gratuito» que tratar de implementar un impuesto a la riqueza. De igual modo, William Gale, de la Brookings Institution, está a favor de más impuestos a los ricos, pero luego dice que «todavía no está preparado para apoyar el impuesto a la riqueza por muchas razones». Y Karl W. Smith, de la Tax Foundation, cree que el impuesto a la riqueza «socavaría una idea central que anima al capitalismo estadounidense».
Más aún, cuando Saez y Zucman presentaron su propuesta del impuesto a la riqueza para una conferencia de la Brookings Institution, fueron recibidos por un coro de negativistas. Muchos temían que esa política reduciría la voluntad de los estadounidenses a realizar inversiones riesgosas. Incluso a Dean Baker, del Centro de Investigación en Economía y Política, con quien hemos escrito juntos, le preocupa que un impuesto a la riqueza incentive a los ricos a «contratar contadores, abogados y otras personas que participan en la industria de la elusión y la evasión fiscal».
De manera similar, Lawrence H. Summers, un buen amigo y patrono desde hace mucho, advierte que el impuesto a la riqueza podría aumentar la influencia del dinero en la política y el diseño de políticas. Sostiene que, si los ricos no pueden transmitir su riqueza a las generaciones futuras, la gastarán en moldear a la sociedad actual. Summers percibe al intento de aprobar un impuesto a la riqueza como una distracción: «Para los progresistas, invertir su energía en una propuesta que tiene más del 50 % de probabilidad de ser declarada inconstitucional por la Corte Suprema [...] implicaría el potencial sacrificio de una oportunidad inmensa». Finalmente, Janet Holtzblatt, del Tax Policy Center, quien —como descubrí allá por 1993, es mejor que yo para las finanzas públicas— advierte que un impuesto a la riqueza podría presentar «grandes desafíos de implementación y administrativos».
El planteo de Summers sobre el potencial desperdicio de oportunidades resulta convincente. Para que un impuesto a la riqueza eficaz perdure, EE. UU. también necesitaría un gobierno decidido a duplicar el tamaño de la Corte Suprema. Entre los casos Bush vs. Gore(2000) y Citizens United vs. la Comisión de Elecciones Federales (2011), y los republicanos en el senado que ni siquiera acceden a llevar a cabo audiencias para el nombramiento de Merrick Garland, ese paso está más que justificado.
Las preocupaciones por los problemas administrativos y de cumplimiento también son comprensibles. Definir y asignar valor a la riqueza (y los ingresos) de los ricos sería una empresa inmensa y difícil. Para simplificar la cuestión, tal vez se debiera asignar una sola tarea al Servicio de Impuestos Internos: gravar todos los ingresos, o gravar la riqueza y la renta del trabajo.
Sin embargo, más allá de esos detalles, no puedo dejar de pensar que la discusión va por un camino muy equivocado. Parece que olvidamos una cuestión básica de las finanzas públicas. Debiera ser una doctrina tecnocrática establecida que el impuesto a la riqueza es la forma ideal de cobrar impuestos a los ricos. En ese caso, la carga de la prueba, en vez de quedar en manos de quienes proponen el impuesto a la riqueza, ¿no debiera ser responsabilidad de quienes defienden un statu quo que se aleja de esa referencia ideal? Estoy genuinamente perplejo y me encantaría escuchar una respuesta convincente a esta cuestión.
Traducción al español por www.Ant-Translation.com
J. BRADFORD DELONG,is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates.
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