Fidel


"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

sábado, 9 de diciembre de 2017

Libro "Economía para no dejarse engañar por los Economistas" ( II)

Por Juan Torres López

¿La economía es una ciencia y debemos aceptar como verdadero todo lo que proponen los economistas?

Los  economistas  suelen  presentar  su  disciplina  como  una  ciencia.  En  la fachada de los centros donde se enseña economía en casi todos los lugares del mundo veremos escrito con grandes letras que se trata de una escuela o facultad de Ciencias Económicas. Desde 1968, el banco central de Suecia (Sveriges Riksbank) concede el que se conoce como Premio Nobel de Economía como una forma de equiparar esta disciplina a las demás ciencias consolidadas  (en  realidad,  una  estratagema  para  darle  caché  a  dicha disciplina, porque el premio no fue instituido inicialmente por Alfred Nobel y no debería ser conocido por ese nombre). Los economistas que pusieron las bases teóricas del enfoque mayoritario de la economía hoy día, como William Stanley Jevons, veían en ella «una especie de matemática que calcula las causas y los efectos de la actividad humana».7 Es decir, una ciencia fría y exacta cuyas proposiciones apenas admiten discusión. Y tan convencidos estaban de eso que Lionel Robbins llegó a decir que sus generalizaciones fundamentales sólo las discuten «los ignorantes o los perversos».8 Y no sólo eso: el economista neokeynesiano Paul Samuelson llegó a calificar la economía nada más y nada menos que como «reina de las ciencias sociales».
Sin embargo, hay razones de peso para pensar que la economía es, si acaso, una ciencia algo especial y con grandes limitaciones como tal. El propio  Samuelson  comentó  en  una  ocasión  que  el  matemático  Stanislaw Ulam le desafió a que mencionara, en todo el ámbito de las ciencias sociales y no sólo en el de la economía, una proposición que a la vez fuera verdadera y no banal. Después de varios años pensándolo, tuvo que reconocer que sólo pudo encontrar una: la llamada teoría de la ventaja comparativa.9  Lo que viene a mostrar que la economía no se encuentra precisamente muy sobrada de proposiciones que se puedan considerar estrictamente científicas.
Las razones que llevan a pensar que la economía es una ciencia de baja intensidad (o incluso que no lo es, según afirman otros científicos y metodólogos como Mario Bunge) son muy variadas, y, entre ellas, las más importantes son las que veremos a continuación.
En primer lugar, ocurre que los economistas forman parte de lo que estudian, y eso les contamina, pues es inevitable que tengan preferencias, intereses o prejuicios que les lleven a emitir juicios de valor sobre la realidad que investigan.
Es normal que veamos en televisión a economistas defendiendo ideas como la privatización de empresas o de las pensiones públicas, la sanidad, la educación y otros servicios públicos diciendo que eso es lo mejor para todos, o bien a otros economistas argumentando justo todo lo contrario. Y lo dicen, salvo muy escasas y honrosas excepciones, como si estuvieran defendiendo una verdad revelada e indiscutible. Sin embargo, de esa forma no están sino manifestando su propio interés y preferencia, algo que de ninguna manera, como tendremos ocasión de ver más adelante, se puede presentar como una proposición científica.
Además, la observación de los hechos económicos se ve muy influida por el enorme impacto social y político que tienen las proposiciones económicas y los temas que estudian.
Lo quieran o no los economistas, sean conscientes de ello o no, lo cierto es   que   los   grandes   poderes   tratan   constantemente   de   influir   en   la investigación económica para procurar que sus conclusiones sean favorables a sus intereses. Y lo consiguen.
Sirva un solo ejemplo. Diversos bancos españoles han financiado en los últimos años diferentes informes sobre el futuro de las pensiones públicas que nunca (no pocas veces, sino exactamente nunca) han acertado en sus previsiones. Pero, eso sí, sus conclusiones siempre vinieron a fomentar o justificar que se suscribieran fondos de ahorro privados, que son justamente el negocio de las entidades que financian a sus autores. Si lo que de verdad buscasen los bancos que gastan su dinero en informes sobre el futuro de las pensiones  públicas   fuese   saber   con   rigor   cuál   puede   ser   su   futuro,
¿contratarían una y otra vez a economistas que reiteradamente fallan en sus predicciones? Costaría mucho trabajo encontrar una empresa que siguiera contratando a un ingeniero al que siempre se le caen los puentes que diseña y proyecta. Pero en economía eso ocurre. Y eso indica que lo que a menudo se busca en nuestra disciplina no es tanto el conocimiento objetivo, sino las consecuencias de que la gente tenga una información errónea sobre determinados asuntos, como iremos viendo a lo largo de este libro.
Uno de los grandes economistas del siglo XX, John Kenneth Galbraith, dedicó precisamente su último libro10 a denunciar que las grandes corporaciones condicionan el pensamiento de la gran mayoría de los economistas. «Nadie pone en duda que la corporación moderna es un factor dominante en la economía actual», decía. Y por eso hablaba de fraude inocente: «Es inocente porque la mayoría de los que lo perpetran lo hacen sin sentirse culpables. Es fraude porque rinde un servicio sigiloso a ciertos intereses particulares». Y un famoso documental sobre la última crisis económica titulado Inside Job ha mostrado al gran público la connivencia tan estrecha que hubo entre los bancos que provocaron la crisis y muchos economistas, bien para ocultar lo que estaban haciendo antes de la crisis, bien para justificarlo cuando ya estalló.
En segundo lugar, es difícil que el conocimiento de los problemas económicos se ajuste a los criterios estrictos de lo que debe ser una ciencia, porque los fenómenos que se estudian suelen depender de un abanico tan amplio de circunstancias que casi nunca se pueden considerar al mismo tiempo. Y lo que entonces hacen los economistas para salvar ese escollo es recurrir a procedimientos mentales que tergiversan la percepción de la realidad.
Imaginemos que un economista quiere conocer el comportamiento de un consumidor a la hora de comprar más o menos cantidad de un determinado bien. Seguramente, descubrirá que su decisión depende de diversas circunstancias: de su renta (generalmente, comprará más cuando mayor sea ésta); de sus gustos; del precio de ese bien (pues lo lógico será que compre más si baja su precio, y al revés); y también del precio de otros bienes relacionados (si sube el precio del té, por ejemplo, quizá aumente su compra de café).
Pero, a la hora de llegar a conclusiones, resulta materialmente imposible saber qué puede pasar con la decisión de comprar un bien porque todas esas circunstancias se dan al mismo tiempo. ¿Qué ocurrirá si sube el precio del bien?; en principio, comprará menos, pero ¿y si al mismo tiempo sube la renta del consumidor?, entonces podrá seguir comprando la misma cantidad, o incluso podrá comprar más porque gana más dinero. ¿Y si se ha puesto de moda ese bien y ahora le gusta más que otros?… Seguramente también seguirá comprándolo en igual o mayor cantidad aunque haya aumentado su precio. ¿Comprará más si sube su renta? Seguramente sí, como hemos dicho, pero ¿y si al mismo tiempo sube su precio y si además el bien pasa de moda?
Está claro que no hay manera de saber qué ocurrirá a ciencia cierta con el comportamiento del consumidor, y es entonces cuando la teoría económica recurre a un «truco» consistente en afirmar que la cantidad que el consumidor compre de ese bien depende de su precio…, suponiendo que las demás circunstancias  (la  renta,  los  gustos,  los  precios  de  otros  bienes,  etc.)  no varíen. Sólo entonces se puede afirmar que la cantidad de un bien que está dispuesto a comprar un consumidor depende de su precio y, a partir de ahí, se puede formular la famosa «ley» de la demanda, que dice que el consumo de un bien aumenta si baja su precio y viceversa.
Ese truco es una práctica tan habitual en economía que incluso tiene nombre en latín (la cláusula caeteris paribus) y hasta ha dado lugar a un chiste bastante conocido: en una isla desierta se encontraron un físico, un químico y un economista que sólo tenían latas de comida pero sin disponer de abridores. Al preguntarse qué podrían hacer, el físico dijo que con un palo quizá podrían generar una fuerza capaz de abrirlas. El químico señaló que si hacían fuego podrían lograr que estallara y el economista se limitó a decir muy serio: «Supongamos que tenemos un abrelatas».
De esa forma, recurriendo a presunciones tan habilidosas, los economistas han podido elaborar modelos muy sofisticados, pero que, a la postre, dejan las preguntas sin verdaderas respuestas.
En tercer lugar, la economía también tiene grandes dificultades para verificar sus proposiciones porque (salvo en casos muy concretos) no puede experimentar para obtener resultados, ya que estudia fenómenos humanos y sociales que no son susceptibles de reproducción. Por ejemplo, no se puede comprobar el efecto de un impuesto estableciéndolo experimentalmente a fin de ver cómo reacciona la gente. Por tanto, los economistas han de recurrir casi siempre a elaborar modelos que son sólo representaciones muy simplificadas de la realidad; y, a veces, tan simplificadas que no tienen nada que ver con ella.
Eso es así porque el objeto de estudio de la economía (como el de las demás ciencias sociales) es lo que hacen los seres humanos con libertad para actuar y decidir en cada momento, lo cual hace muy difícil su estudio científico. Como algún físico ha comentado, ¿se imaginan lo complicada que sería la física si los electrones tuvieran inteligencia y libertad de acción? Pues eso es justamente lo que sucede con el estudio de la actividad económica que protagonizan seres inteligentes y que a cada momento pueden cambiar su conducta.
En cuarto lugar, en economía ocurre también con demasiada frecuencia que los fenómenos que se estudian pueden parecer una cosa u otra dependiendo de la perspectiva desde la que se contemplen (lo que igualmente sucede en otras ciencias más potentes). El ahorro, por ejemplo, es sumamente positivo contemplado desde el punto de vista individual, pero si lo vemos a escala de toda la economía resulta que no lo es tanto, ya que, si todos los sujetos económicos ahorraran, la vida económica podría paralizarse por falta de  gasto  en  bienes  y  servicios.  El  paro  masivo  es  un  desastre  para  las personas que buscan empleo, pero beneficioso para quienes buscan contratar con el salario más bajo posible. Los salarios son un coste para las empresas, así que cuanto más bajos sean mejor les irá, lo cual lleva a muchos economistas a proponer la moderación salarial para crear empleo. Pero los salarios también son el ingreso con el que se pueden comprar los bienes y servicios: si se han moderado para que los costes empresariales sean más bajos, puede que no haya ingreso suficiente para comprar la producción de las empresas, y por eso otros economistas dicen que no conviene bajar los salarios, sino subirlos para que haya más capacidad de gasto.
Estos ejemplos permiten deducir que cuando se habla de economía no se está hablando en realidad de un cuerpo homogéneo de conocimientos, todos ellos del mismo tipo y de la misma categoría científica, sino de diferentes tipos de saberes.
Un economista no muy conocido, John Neville Keynes, aunque padre de otro que llegó a ser el más famoso del siglo XX, John Maynard Keynes, distinguió hace tiempo tres grandes tipos de proposiciones económicas que se corresponden con otras tantas dimensiones de la economía.
Unas son las proposiciones positivas que se refieren a lo que es o no es. Pueden ser verdaderas o falsas, pero se caracterizan porque se pueden corroborar. Por ejemplo, cuando decimos que llovió el martes pasado o que la renta media de los españoles es de 23.000 euros anuales, o que la presión fiscal en España es más alta que la media de la Unión Europea, podemos comprobar si tales afirmaciones son verdaderas o no.
Por  tanto,  la  economía  positiva  permite  conocer  objetivamente  los hechos y descubrir las regularidades que efectivamente se dan en la realidad porque las proposiciones aceptables sólo pueden ser las que se correspondan con ella. Puede considerarse como un tipo de conocimiento científico.
Un segundo tipo de proposiciones son las normativas. Éstas se refieren al «deber ser» y, por tanto, se basan en criterios subjetivos o juicios de valor o interés que no se pueden demostrar. Por ejemplo, cuando decimos que fue bueno que lloviera el martes, que la renta per cápita española es demasiado baja o que el gobierno debería reducir los impuestos.
En este caso, la economía normativa no puede tener una respuesta unívoca, porque las preguntas que se hace se responden en función de los diferentes ideales que asume quien responda. Nadie puede decir (y esto es importantísimo tenerlo en cuenta cuando se empieza a estudiar economía, aunque sólo sea un poco) que se deban bajar los impuestos, que es mejor que los salarios no suban, que no conviene que haya paro o que hay que cobrar un interés a quien recibe un préstamo. Cualesquiera de esas proposiciones (o de sus contrarias) tienen respuestas alternativas (más de una respuesta) porque responden a un «deber ser» que depende de cuestiones ajenas a la economía. Podríamos decir que las respuestas a preguntas de este tipo siempre empiezan con la palabra «depende». ¿Es bueno que no haya paro? Depende, para la inmensa mayoría de la gente la respuesta es no, pero seguro que habrá empresarios que lo deseen para así pagar salarios más bajos. ¿Es bueno que los intereses (el precio por disponer de dinero) estén altos? Depende, pues quien tenga que pagar una hipoteca o cualquier otro tipo de préstamo deseará que estén bajos, pero quien tenga un depósito en un banco querrá, por el contrario, que estén lo más altos posible. ¿Es bueno que el euro esté muy bien cotizado y que sea muy caro en relación con el dólar y las demás monedas? También depende, pues quien se dedica a comprar en el extranjero querrá que sea así, pero quien vende fuera deseará que la cotización del euro baje cuanto antes para que sus productos resulten más baratos en el extranjero y le compren más. Las proposiciones normativas, por tanto, no tienen carácter científico.
Por último, en economía también se pueden establecer proposiciones que sean reglas orientadas a conseguir un determinado fin. Por ejemplo, las medidas más adecuadas para conseguir que más empresas se instalen en un determinado territorio.
Cuando la economía actúa así, como un «arte» que se dedica a formular preceptos, debe ajustarse lo más posible a la realidad para ser eficaz, pero entonces tampoco es ajena a los ideales y a la valoración que se haga de los efectos de cada una de las alternativas que se puedan adoptar. Por ejemplo, unos economistas propondrán que se concedan rebajas de impuestos a las empresas para que se instalen en un territorio determinado, pero otros podrán rechazar esa propuesta pensando que de esa manera se quiebra un principio para ellos elemental de equidad fiscal.
En definitiva, sólo en contadas ocasiones la economía puede hacer planteamientos en donde no aparezcan consideraciones normativas o subjetivas. No se deben esperar verdades económicas absolutas, ni una única y cerrada respuesta a las grandes cuestiones económicas que afectan a nuestro bolsillo y nuestro bienestar. Es más, como regla general conviene desconfiar de quien las ofrezca como seguras, como definitivas y como completamente ciertas. Con toda seguridad, estará dando gato por liebre, porque la economía, como dijo Alfred Marshall, «no constituye un cuerpo de verdades concretas, sino una máquina para el descubrimiento de la verdad concreta».11 Así que tengan cuidado y, cuando oigan a un economista defender sus proposiciones como si fuesen verdades incontrovertidas y fuera de toda duda, pónganse en guardia.

¿Los sujetos económicos somos realmente egoístas y racionales y sólo buscamos maximizar la ganancia?
La economía de nuestro tiempo, es decir, la teoría económica y también las
políticas económicas que llevan a cabo los gobiernos, se basa en una idea fundamental: el mercado es el mejor de todos los mecanismos que pueden utilizarse  a  la  hora  de  decidir  qué  recursos  producir  o  utilizar,  cómo obtenerlos y para quién.
Utilizando modelos matemáticos muy sofisticados se demuestra que es posible encontrar situaciones de equilibrio en todos los mercados que hay en la economía y al mismo tiempo; estas situaciones de equilibrio son aquellas en  las  que  compradores  y  vendedores  se  ponen  de  acuerdo  en  una determinada cantidad y en un precio que les interesa a ambos. Se dice entonces que hay un «equilibrio general», que es una situación de máximo bienestar porque ya ningún sujeto podría mejorar su condición sin perjudicar a otro.
Comentaremos más adelante algunos de los muchos problemas que plantea esta hipótesis de los mercados perfectos. Pero ahora sólo interesa señalar que para que se pueda alcanzar esa situación de máximo bienestar es imprescindible   que   todos   los   sujetos   económicos   sin   excepción,   los individuos o las empresas, adopten un mismo tipo de comportamiento que se caracteriza porque es:
a) egoísta, en el sentido de que un sujeto sólo se tiene en cuenta a mismo y a sus intereses a la hora de tomar decisiones;
b) racional, lo que significa dos cosas; por un lado, que los sujetos buscan fines que son compatibles entre sí (por ejemplo, no sería racional querer comprar lo más barato en el mercado y querer comprar en el menor tiempo posible sin que dé tiempo a comprobar los diferentes precios); y por otro lado, que los medios que se aplican son los que efectivamente permiten llegar a los fines que se persiguen (no sería racional, desde este punto de vista, tratar de buscar empleo y no adquirir una mínima serie de habilidades, por ejemplo).
c)  y  maximizador,  es  decir,  que  siempre  se  busca  obtener  la  mayor ganancia, haciendo que la diferencia entre los beneficios y los costes de sus acciones sea la mayor posible.
Estas tres características son las que definen al homo oeconomicus, y la ventaja que supone asumir que todos los seres humanos nos comportemos siempre de acuerdo con ellas es que nuestras decisiones se pueden así anticipar, lo cual permite que se hagan predicciones sobre el resultado de nuestras actuaciones.
Ante cualquier problema de escasez que se le ponga por delante y que obligue  a  decidir  sabemos  entonces  que  el  homo  oeconomicus  actuará siempre de la misma manera: sin tener en cuenta a los demás, y considerando sólo sus propios intereses o su propia situación; de modo racional, y siendo coherente con el fin que persigue; prefiriendo lo más a lo menos, tomando decisiones que siempre sean consistentes unas con otras y maximizando el beneficio que pueda obtener.
Gracias a estos supuestos, el análisis económico ha podido aplicarse a cualquier ámbito de la conducta humana en el que haya escasez y capacidad de elección para dar en cada caso la solución que sea más eficiente, es decir, la que signifique un uso más barato de los recursos y un máximo beneficio para los sujetos.
Gary Becker, pionero de estos análisis económicos, analizó desde este punto de vista aspectos tan variados como el comportamiento criminal, la familia, el consumo de drogas…, y, tras él, otros muchos economistas han seguido aplicando el criterio de eficiencia a otros ámbitos, entre los que posiblemente destaque el sistema jurídico o la familia.
Un par de ejemplos permiten hacerse una idea inicial de cómo abordan los problemas los economistas que parten de esta idea del ser humano.
Para Becker, los delincuentes no son personas enfermas u oprimidas que actúan  sin  criterio,  sino  sujetos  racionales  que  tratan  de  maximizar  su utilidad. Por tanto, cometerán más delitos en la medida en que obtengan de ello más beneficio que costes, y tomarán sus decisiones al respecto tratando siempre de obtener la máxima ganancia.
Según Becker y otros economistas, los factores que pueden influir en los delincuentes a la hora de cometer o no un delito son, básicamente, la probabilidad de ser capturado, el castigo potencial que pueden recibir si lo atrapan y los beneficios o costes de otras actividades alternativas que tenga a su alcance a la hora de cometer el delito. Por tanto, lo que deben hacer las autoridades que quieran reducir la comisión de delitos es procurar que los costes  de  cometer  el  delito  sean  para  el  delincuente  mayores  que  los beneficios que pueda sacar de él, y que los costes de poner en marcha esas medidas sean, para el Estado y para la sociedad en su conjunto, menores que los beneficios de aplicarlas.
Así, más policía en las calles (es decir, más probabilidad de que los delincuentes sean capturados), penas más elevadas o más facilidades para que desarrollen actividades legales son los costes o desincentivos que pueden hacer que el delincuente (que es racional y maximizador) cometa menos delitos. Para afinar este tipo de políticas y para poder aplicarlas a cada tipo de delito y de delincuente, muchos economistas han construido modelos de comportamiento y elaborado estimaciones para poder establecer qué hacer mejor en cada caso.12
Otro ejemplo clarificador de cómo se plantea y a dónde puede llevar el análisis de la eficiencia en la elección son los siguientes párrafos recogidos del libro El negocio del matrimonio: cómo aplicar los principios de la economía al amor, el sexo, los hijos y los platos sucios, de Paula Szuchman y Jenny Anderson:
Anoche, Robert, un guapo empresario de San Francisco […] quería tener relaciones sexuales […]. Joanne, la esposa de Robert, no estaba ni de lejos de humor para actividad sexual. Estaba muerta. Quería ver la reposición de 24, comerse unas galletas bañadas en chocolate e irse a la cama […].
¿Debería Joanne haberse acostado con Robert?
Robert diría que sí. Es su esposa, por todos los santos…, ése fue el contrato que firmó. ¿Es demasiado pedirle a su propia esposa que acepte fornicar con él de vez en cuando, cuando él está con los nervios de punta y la última vez que lo hicieron fue hace tres semanas? […].
Las amigas de Joanne, si se lo preguntaran, dirían que ni loca: no tiene que consentir cada vez que Robert llama a la puerta. No es una concubina de su harén. Tiene que fijar límites, escuchar lo que dice su propia libido. ¿Es que él no se da cuenta de que también ella ha tenido un día duro?
Pero hay una tercera respuesta a esta cuestión: la respuesta del economista. El economista le aconsejaría a Joanne que se olvidara de todos los resentimientos y dejara de llevar la cuenta, ese asunto de quién está más cansado y quién menos caliente, y no complicara las cosas, aplicando un análisis básico de coste-beneficio: ¿el coste marginal de acostarse con Robert —nueve minutos de sueño, una tercera galleta— superaría los beneficios —un orgasmo, un marido feliz, un lugar en paz
— […]. Si tenéis curiosidad por saber qué contestó Joanne, su respuesta fue que no: el coste marginal no sería mayor que los beneficios. Así pues, aceptó un coito rápido después de cenar, se quedó dormida de inmediato y dejó que Robert acabara de recoger los platos […].
Bienvenidos a El negocio del matrimonio, el arte de utilizar la economía para minimizar los conflictos y maximizar los beneficios de la mayor inversión de la vida: tu matrimonio.13
Es cierto que se trata de una exposición un tanto frívola del análisis económico, pero es la que se deriva de los presupuestos que establecieron premios Nobel como Becker y bastantes otros, o jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos como Richard Posner (uno de los más conocidos autores en temas de análisis económico del derecho). Cuando todos ellos aplican el principio de comportamiento del homo oeconomicus a la familia, todo lo que ocurre en su seno es el resultado de principios como los siguientes:
La familia es el resultado de una búsqueda de utilidad. Las personas invierten en la búsqueda de pareja hasta que hacerlo les resulta ya más costoso que permanecer solteros o con la pareja actual.
• Los cónyuges se casan para maximizar los bienes familiares (los hijos, sobre todo, pero también la compañía, el amor, la calidad de vida, el prestigio, la salud, el ocio…) y teniendo en cuenta que al vivir en pareja se reducen costes gracias a que hay gastos que se reducen.
• Los hijos son bienes de consumo que comportan gastos.
• Para maximizar esos bienes familiares, los cónyuges tienen que distribuir su tiempo entre las actividades de mercado (trabajo remunerado) y las del hogar y el cuidado (trabajo no remunerado).
• El divorcio es el resultado de que los beneficios de seguir casado son menores que los costes.
Y es a partir de este tipo de criterios que los economistas liberales que defienden el comportamiento del homo oeconomicus como el típico que seguimos todos los seres humanos llegan a conclusiones muy relevantes para el bienestar de las personas.
Así, para maximizar la utilidad conjunta de la pareja en el matrimonio, cada cónyuge se especializará o en el trabajo remunerado del mercado o en el del hogar en función de lo que vaya a ganar o perder en cada una de ellas. Y como  el  salario  de  la  mujer  es  casi  siempre  inferior  al  del  hombre,  le interesará especializarse en las tareas del hogar e invertir en lo que sea necesario para dedicarse a ello. Richard Posner llega a decir que las mujeres deben dedicarse a las tareas del hogar no sólo porque ganen menos que los hombres en el mercado sino porque hay razones biológicas que hacen que su trabajo  en  el  hogar  sea  menos  costoso  y  más  eficiente  que  el  de  los hombres.14
También el divorcio (y en concreto su incremento en los últimos años) se explica por este tipo de razones. Así lo hace Francisco Cabrillo: «En una familia tradicional del mundo occidental, el marido obtenía una serie de servicios de su esposa, entre los cuales la producción de hijos era especialmente importante; y la mujer, por su parte, lograba un bienestar económico y una posición que la organización de la sociedad no le permitía alcanzar por sus propios medios. Ambos ganaban, por tanto, con el contrato matrimonial.  Sin  embargo,  cuando  la  sociedad  cambia  y  la  mujer  tiene muchas más facilidades para conseguir por sí misma dinero y posición, los beneficios de un matrimonio se reducen para ella. Lo que también le ocurre al hombre por motivos diferentes. Si ahora su esposa no le ofrece todos los servicios que antes podía obtener de ella y él mismo tiene que ocuparse de cuestiones domésticas que antes tenía solucionadas, los incentivos para contraer matrimonio disminuyen». La conclusión a la que se llega entonces es evidente: «[…] cuanto mayor sea la desigualdad entre los cónyuges, más estable será un matrimonio; y cuanta más igualdad exista entre ellos, menor será, en cambio, su estabilidad y más elevada la probabilidad de que acabe en divorcio».15
Este tipo de análisis se presenta como algo tan elemental que sus conclusiones parecen en realidad obviedades que no se pueden poner en duda, pero ¿qué hay de cierto en sus presupuestos y hasta qué punto se puede considerar que sus resultados son correctos?
Por un lado, estos análisis coste-beneficio típicos del enfoque liberal de la familia como unidad de producción no tienen en cuenta todos los costes y todos los beneficios que comporta la vida familiar, como han demostrado las economistas Francine D. Blau, Marianne A. Ferber y Anne E. Winkler.16 Y, por otro, hoy día resulta bastante extemporáneo seguir defendiendo la conveniencia de que las mujeres se especialicen en el trabajo del hogar, ya que han cambiado radicalmente las condiciones laborales y los valores sociales dominantes, como también señalan estas investigadoras.
Pero, con independencia de ello, la cuestión principal es si realmente este comportamiento que se utiliza como prototípico del homo oeconomicus es realmente el propio de los seres humanos o si, por el contrario, se trata más bien de una especie de caricatura generada a propósito para que pueda demostrarse lo que previamente se ha decidido que se quiere demostrar.
Además de muchos filósofos, antropólogos, psicólogos…, gran número de economistas, como Joan Robinson, la premio Nobel Elinor Ostrom o el también Nobel Amartya Sen, han ofrecido razones de todo tipo para mostrar que los seres humanos no somos ni actuamos realmente así. Y en los últimos años tenemos, además, pruebas experimentales de que el comportamiento egoísta, racional y maximizador no es sino una caricatura.
Las investigaciones de Daniel Kahneman y Vernon Smith, por las que recibieron el Premio Nobel de Economía en 2002, ponen claramente en cuestión la idea de que los seres humanos actuamos como se asegura en el modelo ideal de la economía liberal. Los experimentos de Smith demuestran la relevancia que tienen las instituciones que rodean a los sujetos o que éstos no renuncian a incluir sentimientos de justicia cuando toman decisiones, lo que significa que su comportamiento no es egoísta en el sentido económico. Y los análisis de comportamiento de Kahneman han demostrado que los individuos no actuamos de un modo tan racional como dice la economía dominante, porque no valoramos igual una pérdida que una ganancia. Junto a Amos Tversky, Kahneman demostró que los sujetos prefieren renunciar a compensaciones altas si hay riesgo de perder, pero que asumen riesgo si hay posibilidades de ganar. Es decir, que generalmente preferimos no perder cien a ganar la misma cantidad, lo que significa, por ejemplo, que los compradores no reaccionarán igual ante la subida o la baja en los precios. En suma, que no somos «racionales».
Otros estudios experimentales realizados antes o paralelamente a los de estos dos galardonados también han proporcionado resultados interesantes e igualmente contrarios a lo que suele dar por bueno la sabiduría económica convencional. Los experimentos demuestran que la inmensa mayoría de los individuos tenemos en cuenta a quienes tenemos a nuestro alrededor. Se ha comprobado muchas veces, por ejemplo, que si se le da a un sujeto la posibilidad de repartir una determinada cantidad de dinero, toma en cuenta a los demás y realiza lo que considera un reparto digno a favor de la otra parte. Richard Thaler también demostró que lo que en realidad produce utilidad a los sujetos no es el estado de ingreso o bienestar en el que se encuentran, sino los cambios que se den en relación con una situación de referencia dada.17 Y otros experimentos también han puesto de relieve resultados claramente contrarios a los que produciría el homo oeconomicus cuando se comporta como tal. Se ha comprobado, por ejemplo, que los museos pueden obtener más recursos si dan la posibilidad de que sus visitantes, en lugar de pagar una entrada, puedan contribuir libremente con la cantidad que deseen. Lo que demuestra que hay personas que están dispuestas a pagar mucho más que la entrada establecida, sencillamente, porque los sujetos no somos ni egoístas, ni simples maximizadores de utilidad.
Repetir una y otra vez la idea de que los seres humanos somos egoístas, racionales y maximizadores es imprescindible para poder defender la supremacía del capitalismo y del mercado frente a cualquier otro mecanismo alternativo. Pero hay que ser conscientes de que al hacerlo sólo se está defendiendo una idea metafísica, un principio ideológico que la realidad no constata. Como apunta el premio Nobel Amartya K. Sen en un trabajo cuyo título, «Los tontos racionales», lo dice todo: «[…] el hombre puramente económico es casi un retrasado mental desde el punto de vista social»; y por eso: «Necesitamos una estructura más compleja para acomodar los diversos conceptos relacionados con su comportamiento».18 Parece, pues, que la economía convencional debería dejar de pensar en los seres humanos como homo oeconomicus para asumir que somos en realidad sapiens.


Citas

7. Collison Black et al. (eds.), Papers and correspondence of William  Stanley
Jevons, Macmillan y Royal Economic Society, Londres, 1972, p. 321.


8.  L.  Robbins,  Ensayo  sobre  la  naturaleza   y  significación de  la  czencza
económica, 2.a ed., Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1980, p. 6.


9. Esta teoría, formulada inicialmente por David Ricardo, viene a decir que un país no se especializará en la producción de todos los bienes que pueda fabricar con menor coste que otros países, sino en aquellos que le proporcionen más ingresos al venderlos, porque le compensará adquirir los más baratos fuera. Imaginemos un país que puede producir vino y telas, ambos productos a menor coste que otro país, que también produce vino. En principio cabría suponer que al primer país le interesará producir los dos productos, pero Ricardo hizo otro planteamiento. Si el primer país gana más dedicando todos sus recursos a producir sólo tela y comprando el vino fuera, diremos   que   tiene   ventaja   comparativa   en   tela   y   que   le   conviene especializarse en este producto y comprar el vino fuera.


10. J.K. Galbraith. La economÍa del  fraude inocente:  la verdad de nuestro tiempo. Crítica, Barcelona 2004.


11. A. Marshall, Obras escogidas, Fondo de Cultura Económica, México D.
F., 1978,  p. XLVIII.


12. Véase un análisis detallado de los planteamientos sobre estos temas y la crítica que se les puede hacer en: J. Torres López, Análisis económico del derecho: panorama doctrinal, Tecnos, Madrid, 1987; y J. Torres López y A. Montero Soler, La economía del delito y de las penas: un análisis crítico, Comares, Granada, 1998.


13. P. Szuchman y J. Anderson, El negocio del matrimonio: cómo aplicar los principios de la economÍa  al amor,  el  sexo, los hijos y  los  platos sucios, Urano, Barcelona, 2011, pp. 11-12.


14. R. A. Posner, Economic  analysis  of law, 6.a ed., Aspen Publishers, Nueva
York, 2003, p. 146.


15. F. Cabrilla,  «Los costes y los beneficios del divorcio»,  Libre  Mercado (Libertad  Digital), 18 de diciembre de 2007. Disponible en: <http://bit. ly/2aTlZUg>. [Consulta: 15/09/2016]


16. F. D. Blau, M. A. Ferbery A. E. Winkler, The economics ofwomen, men and work, Upper Saddle River (Nueva Jersey), 2002, cap. 3.


17. R. Thaler,  Todo  lo  que  he  aprendido  con  la  psicologÍa  economzca.
Deusto, Barcelona, 2016.

18. Sen, «Los tontos racionales: una crítica de los fundamentos conductistas de  la  teoría  económica»,   en  F.  Hahn  y  M.  Hollis,   Filosofía  y  teoría económica, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1986, p. 202.

Continuará




No hay comentarios:

Publicar un comentario