Por Juan Torres López
¿La
economía es una ciencia y debemos aceptar como verdadero todo lo que proponen los economistas?
Los
economistas
suelen
presentar
su
disciplina
como
una
ciencia.
En la fachada de
los centros donde se enseña economía en casi todos los lugares del mundo
veremos escrito con grandes letras que se trata de una escuela o facultad de
Ciencias Económicas. Desde 1968, el
banco central de Suecia (Sveriges Riksbank) concede el que se conoce como
Premio Nobel de Economía como una forma de equiparar esta disciplina a las
demás ciencias consolidadas (en realidad, una estratagema
para
darle
caché
a
dicha
disciplina, porque el premio
no fue instituido inicialmente por Alfred Nobel y
no debería ser conocido por ese nombre). Los economistas que pusieron las bases
teóricas del enfoque mayoritario de la economía hoy día, como William Stanley
Jevons, veían en ella «una especie de matemática que calcula las causas y los
efectos de la actividad humana».7 Es decir, una ciencia fría y
exacta cuyas proposiciones apenas admiten discusión. Y tan convencidos
estaban de eso que Lionel Robbins llegó a decir que sus generalizaciones
fundamentales sólo las discuten «los ignorantes o los perversos».8 Y no sólo eso: el economista neokeynesiano Paul Samuelson llegó a calificar la economía nada más y nada
menos que como «reina de las ciencias sociales».
Sin
embargo, hay razones de peso para pensar que la economía es, si
acaso, una ciencia algo especial
y con grandes limitaciones como tal. El propio
Samuelson comentó en
una ocasión que
el matemático Stanislaw
Ulam le desafió a que mencionara, en todo el ámbito de las ciencias
sociales y no sólo en el de la economía, una proposición que a la vez fuera verdadera
y no banal. Después de varios años pensándolo, tuvo que reconocer que sólo pudo encontrar
una: la llamada
teoría de la ventaja comparativa.9 Lo que viene
a mostrar que la economía
no se encuentra precisamente muy sobrada
de proposiciones que se puedan considerar estrictamente científicas.
Las
razones que llevan a pensar que la economía es una ciencia de baja intensidad
(o incluso que no lo es, según
afirman otros científicos y metodólogos como Mario Bunge) son muy variadas, y,
entre ellas, las más importantes son las que veremos a continuación.
En
primer lugar, ocurre que los economistas forman parte de lo que estudian, y eso
les contamina, pues es inevitable que tengan preferencias, intereses o
prejuicios que les lleven a emitir juicios de valor sobre la realidad que
investigan.
Es normal que veamos en televisión a economistas defendiendo ideas como la privatización de empresas o de las pensiones
públicas, la sanidad, la educación y otros servicios públicos diciendo que eso es lo mejor para todos, o bien a otros economistas
argumentando justo todo lo contrario. Y lo dicen, salvo muy escasas y honrosas excepciones, como si estuvieran defendiendo una verdad revelada e
indiscutible. Sin embargo, de esa forma no están sino manifestando su propio interés
y preferencia, algo que de ninguna manera, como tendremos
ocasión de ver más adelante, se puede presentar como una proposición
científica.
Además, la observación de los hechos económicos se ve muy influida
por el enorme impacto social y político
que tienen las proposiciones
económicas y los temas que estudian.
Lo
quieran o no los economistas, sean conscientes de ello o no, lo cierto es que
los grandes poderes
tratan constantemente de
influir en la investigación económica para procurar
que sus conclusiones sean favorables a sus intereses. Y lo
consiguen.
Sirva
un solo ejemplo. Diversos bancos españoles
han financiado en los
últimos años diferentes informes sobre el futuro de las pensiones públicas que
nunca (no pocas veces, sino exactamente nunca) han acertado en sus previsiones.
Pero, eso sí, sus conclusiones siempre vinieron a fomentar o justificar que se suscribieran fondos de ahorro
privados, que son justamente
el negocio de las entidades que financian a sus autores. Si lo que de verdad buscasen los bancos que gastan su
dinero en informes sobre el futuro de las pensiones públicas fuese
saber con rigor
cuál puede ser
su futuro,
¿contratarían
una y otra vez a economistas que reiteradamente fallan en sus predicciones?
Costaría mucho trabajo encontrar una empresa que siguiera
contratando a un ingeniero al que
siempre se le caen los puentes que diseña y proyecta. Pero en economía
eso sí ocurre. Y eso indica que lo que a menudo se busca en
nuestra disciplina no es tanto el conocimiento objetivo, sino las consecuencias
de que la gente tenga una información errónea sobre determinados asuntos, como
iremos viendo a lo largo de este libro.
Uno
de los grandes economistas del siglo XX, John
Kenneth Galbraith, dedicó precisamente su último libro10 a denunciar que las grandes corporaciones condicionan el
pensamiento de la gran mayoría de los economistas. «Nadie pone en duda que la corporación moderna es un factor
dominante en la economía actual», decía. Y por eso hablaba de fraude
inocente: «Es inocente porque la
mayoría de los que lo
perpetran lo hacen sin sentirse culpables. Es fraude porque rinde un servicio sigiloso a ciertos
intereses particulares». Y un famoso documental sobre la última crisis
económica titulado Inside Job ha mostrado al gran público
la connivencia tan estrecha que hubo entre los bancos que
provocaron la crisis y muchos economistas, bien para ocultar lo que estaban
haciendo antes de la crisis, bien para justificarlo cuando ya estalló.
En
segundo lugar, es difícil que el
conocimiento de los problemas económicos se ajuste a los
criterios estrictos de lo que debe ser una ciencia, porque los fenómenos
que se estudian suelen depender
de un abanico tan amplio de circunstancias que casi nunca se pueden
considerar al mismo tiempo. Y lo que entonces hacen los economistas para salvar
ese escollo es recurrir a procedimientos mentales que tergiversan la percepción
de la realidad.
Imaginemos
que un economista quiere conocer el comportamiento de un consumidor a la hora
de comprar más o menos cantidad de un determinado bien. Seguramente, descubrirá que su decisión
depende de diversas circunstancias: de su renta (generalmente, comprará más cuando mayor sea ésta); de sus gustos; del precio de ese bien (pues lo lógico será que compre más si baja su precio, y
al revés); y también del
precio de otros bienes relacionados (si sube el precio del
té, por ejemplo, quizá aumente su compra de café).
Pero,
a la hora de llegar a conclusiones, resulta materialmente imposible saber qué puede pasar
con la decisión de comprar un bien
porque todas esas
circunstancias se dan al mismo
tiempo. ¿Qué ocurrirá
si sube el precio del bien?; en principio, comprará
menos, pero ¿y si al mismo tiempo sube la renta del consumidor?, entonces podrá seguir comprando la misma cantidad, o incluso podrá comprar más
porque gana más dinero. ¿Y si se ha puesto de
moda ese bien y ahora le gusta más que otros?… Seguramente también seguirá comprándolo en igual o mayor cantidad aunque
haya aumentado su precio. ¿Comprará más si sube su renta? Seguramente sí, como hemos dicho,
pero ¿y si al mismo tiempo sube su precio y si además el bien pasa de moda?
Está claro que no hay manera de saber qué ocurrirá a ciencia cierta con el comportamiento del consumidor, y es entonces cuando la teoría económica
recurre a un «truco» consistente en afirmar que la cantidad que el consumidor compre de ese bien depende
de su precio…, suponiendo que las demás circunstancias (la
renta, los gustos, los
precios de otros bienes,
etc.) no varíen. Sólo entonces se puede afirmar que la cantidad de un bien que está
dispuesto a comprar un consumidor depende de su precio y, a partir de ahí, se
puede formular la famosa «ley» de la demanda, que dice que el consumo
de un bien aumenta si baja su precio y viceversa.
Ese
truco es una práctica tan habitual en economía que incluso tiene nombre en latín (la cláusula caeteris paribus) y hasta ha dado lugar a un chiste bastante conocido: en una isla
desierta se encontraron un físico, un químico y un economista que sólo tenían
latas de comida pero sin disponer de abridores. Al preguntarse qué podrían hacer,
el físico dijo que con un palo quizá podrían generar una fuerza
capaz de abrirlas. El químico señaló que si hacían fuego podrían lograr
que estallara y el economista se limitó a decir
muy serio: «Supongamos que tenemos un abrelatas».
De
esa forma, recurriendo a presunciones tan habilidosas, los economistas han podido elaborar modelos muy sofisticados, pero que,
a la postre, dejan las
preguntas sin verdaderas respuestas.
En tercer lugar, la economía también tiene grandes
dificultades para verificar
sus proposiciones porque (salvo en casos muy concretos) no puede experimentar
para obtener resultados, ya que estudia fenómenos humanos y sociales que no son
susceptibles de reproducción. Por ejemplo, no se puede comprobar el efecto de un impuesto
estableciéndolo experimentalmente a fin de ver cómo reacciona la gente. Por tanto, los economistas han de recurrir casi siempre
a elaborar modelos que son sólo
representaciones muy simplificadas de la realidad;
y, a
veces, tan simplificadas que no tienen nada que ver con ella.
Eso
es así porque el objeto de estudio de la economía (como el de las demás
ciencias sociales) es lo que hacen los seres humanos con libertad para actuar y
decidir en cada momento, lo cual hace muy difícil su estudio científico. Como algún físico ha comentado, ¿se imaginan lo complicada que sería la física si los electrones
tuvieran inteligencia y libertad de acción? Pues eso es justamente lo que
sucede con el estudio de la actividad económica que protagonizan seres inteligentes y que a cada momento pueden cambiar
su conducta.
En
cuarto lugar, en economía ocurre también con demasiada frecuencia que los
fenómenos que se estudian pueden parecer una cosa u otra dependiendo de la
perspectiva desde la que se contemplen (lo que igualmente sucede en otras ciencias
más potentes). El ahorro, por ejemplo, es sumamente
positivo contemplado desde el punto
de vista individual, pero si lo vemos a escala de toda la economía
resulta que no lo es tanto, ya que, si todos los sujetos económicos ahorraran,
la vida económica podría paralizarse por falta de gasto
en bienes y servicios. El paro masivo es un desastre para las
personas que buscan empleo, pero beneficioso
para quienes buscan contratar con el
salario más bajo posible.
Los salarios son un coste para las empresas,
así que cuanto más bajos sean mejor les irá, lo cual lleva a muchos economistas
a proponer la moderación salarial para crear empleo. Pero los salarios también son el ingreso con el
que se pueden comprar los bienes y servicios: si se han moderado para que los
costes empresariales sean más bajos, puede que no haya ingreso
suficiente para comprar
la producción de las empresas, y por eso otros
economistas dicen que no conviene bajar los salarios, sino subirlos para que
haya más capacidad de gasto.
Estos
ejemplos permiten deducir que cuando se habla de economía no se está hablando
en realidad de un cuerpo homogéneo de conocimientos, todos ellos del mismo tipo y de la misma
categoría científica, sino de diferentes tipos de saberes.
Un
economista no muy conocido, John Neville Keynes, aunque padre de otro que llegó
a ser el más famoso del siglo XX, John Maynard Keynes,
distinguió hace tiempo tres grandes tipos de proposiciones económicas que se
corresponden con otras tantas dimensiones de la economía.
Unas
son las proposiciones positivas que se refieren a lo que es o no es. Pueden ser
verdaderas o falsas, pero se caracterizan porque se pueden corroborar. Por ejemplo,
cuando decimos que llovió el martes pasado o que la
renta media de los españoles es de 23.000 euros anuales, o que la presión
fiscal en España es más alta que la media de la Unión Europea,
podemos comprobar si tales afirmaciones son verdaderas o no.
Por tanto,
la economía positiva
permite conocer objetivamente
los hechos y descubrir las regularidades
que efectivamente se dan en la realidad porque las proposiciones
aceptables sólo pueden ser las que se correspondan con ella. Puede considerarse
como un tipo de conocimiento científico.
Un segundo
tipo de proposiciones son las normativas. Éstas se refieren al «deber ser» y, por tanto, se basan en criterios
subjetivos o juicios
de valor o interés que no se
pueden demostrar. Por ejemplo, cuando decimos que fue
bueno que lloviera el martes, que la renta per cápita española es demasiado
baja o que el gobierno debería reducir los impuestos.
En
este caso, la economía normativa no puede tener una respuesta unívoca, porque
las preguntas que se hace se responden en función de los diferentes ideales que asume quien responda. Nadie puede decir (y esto es
importantísimo tenerlo en cuenta cuando
se empieza a estudiar economía,
aunque sólo sea un poco) que
se deban bajar los impuestos, que es mejor que los salarios no suban, que no conviene
que haya paro o que hay que cobrar un interés a quien recibe un préstamo.
Cualesquiera de esas proposiciones (o de
sus contrarias) tienen respuestas alternativas (más de una respuesta) porque
responden a un «deber ser» que depende de cuestiones ajenas a la economía.
Podríamos decir que las respuestas a preguntas de este tipo siempre empiezan
con la palabra «depende». ¿Es bueno que no haya paro? Depende, para la inmensa
mayoría de la gente la respuesta es no, pero seguro que habrá
empresarios que lo deseen para así pagar
salarios más bajos. ¿Es bueno que
los intereses (el precio por disponer de dinero) estén altos? Depende,
pues quien tenga que pagar una hipoteca o cualquier otro tipo de préstamo deseará que estén
bajos, pero quien tenga un depósito en un banco querrá, por el contrario, que
estén lo más altos posible. ¿Es bueno que el euro esté muy bien
cotizado y que sea muy caro en relación con el dólar y las demás monedas?
También depende, pues quien se dedica a comprar en el extranjero querrá que sea así, pero quien vende fuera deseará que la cotización del euro baje cuanto antes para que sus productos
resulten más baratos en el extranjero y le compren más. Las proposiciones normativas, por tanto, no tienen carácter
científico.
Por último,
en economía también
se pueden establecer proposiciones que sean reglas orientadas a conseguir un
determinado fin. Por ejemplo, las medidas más adecuadas para conseguir
que más empresas se instalen en un determinado territorio.
Cuando
la economía actúa así, como un «arte» que se dedica a formular preceptos, debe
ajustarse lo más posible a la realidad para ser eficaz, pero entonces tampoco
es ajena a los ideales y a la valoración que se haga de los efectos de cada una
de las alternativas que se puedan adoptar. Por ejemplo, unos economistas
propondrán que se concedan rebajas de impuestos a las empresas para que se
instalen en un territorio determinado, pero otros podrán rechazar esa propuesta
pensando que de esa manera se quiebra un principio para ellos elemental de
equidad fiscal.
En
definitiva, sólo en contadas ocasiones
la economía puede hacer planteamientos en donde no
aparezcan consideraciones normativas o subjetivas. No se deben esperar
verdades económicas absolutas, ni una única y cerrada respuesta a las grandes
cuestiones económicas que afectan a nuestro bolsillo y nuestro bienestar. Es más, como regla general conviene
desconfiar de quien las ofrezca como seguras, como definitivas y como
completamente ciertas. Con toda seguridad, estará dando gato por liebre, porque la economía,
como dijo Alfred Marshall, «no constituye
un cuerpo de verdades concretas, sino una máquina
para el descubrimiento de la verdad concreta».11 Así que
tengan cuidado y, cuando oigan a un
economista defender sus proposiciones como si fuesen verdades incontrovertidas y fuera de toda duda, pónganse en guardia.
¿Los sujetos económicos somos realmente egoístas y racionales
y sólo buscamos maximizar la ganancia?
La economía
de nuestro tiempo,
es decir, la teoría económica
y también las
políticas
económicas que llevan a cabo los gobiernos, se basa en una idea fundamental: el
mercado es el mejor de todos los mecanismos que pueden utilizarse a la hora
de
decidir
qué
recursos
producir
o
utilizar,
cómo
obtenerlos y para quién.
Utilizando
modelos matemáticos muy sofisticados se demuestra que es posible encontrar
situaciones de equilibrio en todos los mercados que hay en la economía y al mismo tiempo; estas situaciones de equilibrio son aquellas
en las
que
compradores
y
vendedores
se
ponen
de
acuerdo
en
una
determinada cantidad y en un precio que les interesa a ambos. Se dice entonces que hay un «equilibrio
general», que es una situación de máximo bienestar porque ya ningún sujeto podría mejorar su condición sin perjudicar
a otro.
Comentaremos
más adelante algunos de los muchos problemas que plantea esta hipótesis de los
mercados perfectos. Pero ahora sólo interesa señalar que para que se pueda
alcanzar esa situación de máximo bienestar es imprescindible que
todos los sujetos
económicos sin excepción,
los individuos o las empresas, adopten un mismo tipo de comportamiento
que se caracteriza porque es:
a) egoísta,
en el sentido de que un sujeto sólo se tiene en cuenta a sí mismo y a sus intereses a la hora de tomar
decisiones;
b)
racional, lo que significa dos cosas; por un lado, que los sujetos
buscan fines que son compatibles entre sí (por ejemplo, no sería racional
querer comprar lo más barato en el mercado y querer comprar en el menor tiempo
posible sin que dé tiempo a comprobar los diferentes precios); y por otro lado,
que los medios que se aplican son los que efectivamente permiten llegar a los
fines que se persiguen (no sería racional,
desde este punto de vista,
tratar de buscar
empleo y no adquirir una mínima serie de habilidades, por ejemplo).
c) y
maximizador, es decir,
que siempre se
busca obtener la
mayor ganancia, haciendo que la diferencia entre los beneficios y los
costes de sus acciones sea la mayor posible.
Estas tres
características son las que definen al homo oeconomicus, y la ventaja que supone
asumir que todos los seres humanos nos comportemos siempre de acuerdo con ellas
es que nuestras decisiones se pueden así anticipar, lo cual permite que se
hagan predicciones sobre el resultado de nuestras actuaciones.
Ante
cualquier problema de escasez que se le ponga por delante y que obligue a decidir
sabemos
entonces
que
el
homo oeconomicus actuará siempre de la
misma manera: sin tener en cuenta a los demás, y considerando sólo sus propios
intereses o su propia situación; de modo racional, y siendo
coherente con el fin que persigue; prefiriendo lo más a lo menos,
tomando decisiones que siempre sean consistentes unas con otras y
maximizando el beneficio que pueda obtener.
Gracias
a estos supuestos, el análisis económico ha podido aplicarse a cualquier ámbito
de la conducta humana en el que haya escasez y capacidad de elección para dar en cada caso la solución que sea más eficiente, es decir,
la que signifique un uso más barato de los recursos y un máximo beneficio para
los sujetos.
Gary Becker,
pionero de estos análisis
económicos, analizó desde este
punto de vista aspectos tan variados como el comportamiento criminal, la
familia, el consumo de drogas…, y, tras él, otros muchos economistas han
seguido aplicando el criterio de eficiencia a otros ámbitos, entre los
que posiblemente destaque el sistema jurídico o la familia.
Un
par de ejemplos permiten hacerse una idea inicial de cómo abordan los problemas
los economistas que parten de esta idea del ser humano.
Para
Becker, los delincuentes no son
personas enfermas u oprimidas que actúan
sin criterio, sino sujetos
racionales que tratan
de maximizar su utilidad. Por tanto,
cometerán más delitos en la medida en que obtengan de ello más beneficio
que costes, y tomarán
sus decisiones al respecto
tratando siempre de obtener la máxima ganancia.
Según
Becker y otros economistas, los factores que pueden influir en los delincuentes
a la hora de cometer o no un delito son, básicamente, la probabilidad de ser capturado,
el castigo potencial que pueden recibir
si lo atrapan y los beneficios
o costes de otras actividades alternativas que tenga a su alcance
a la hora de cometer
el delito. Por tanto,
lo que deben hacer las
autoridades que quieran reducir la comisión de delitos es procurar que los
costes de cometer
el delito sean para
el delincuente mayores
que los beneficios que pueda
sacar de él, y que los costes de poner en marcha esas medidas sean, para el Estado
y para la sociedad en su conjunto,
menores que los beneficios de
aplicarlas.
Así,
más policía en las calles (es decir, más probabilidad de que los delincuentes
sean capturados), penas más elevadas o más facilidades para que
desarrollen actividades legales son los costes o desincentivos que pueden hacer
que el delincuente (que es racional y maximizador) cometa menos delitos. Para afinar este tipo de políticas
y para poder aplicarlas a cada tipo de
delito y de delincuente, muchos economistas han construido modelos de
comportamiento y elaborado estimaciones para
poder establecer qué hacer mejor en cada caso.12
Otro
ejemplo clarificador de cómo se plantea y a dónde puede llevar el análisis de la eficiencia en la elección
son los siguientes párrafos recogidos
del libro El negocio del matrimonio: cómo aplicar los principios de la
economía al amor, el sexo, los hijos y los platos sucios, de Paula Szuchman
y Jenny Anderson:
Anoche, Robert,
un guapo empresario de San Francisco […] quería tener
relaciones sexuales […]. Joanne, la esposa de Robert, no estaba ni
de lejos de humor para actividad sexual.
Estaba muerta. Quería
ver la reposición de 24, comerse unas galletas bañadas en chocolate
e irse a la cama […].
¿Debería Joanne haberse acostado con
Robert?
Robert
diría que sí. Es su esposa,
por todos los santos…, ése fue el contrato que firmó. ¿Es demasiado
pedirle a su propia esposa que acepte fornicar con él de vez en cuando,
cuando él está con los nervios de punta
y la última vez que lo hicieron fue hace tres semanas? […].
Las amigas de Joanne,
si se lo preguntaran, dirían que ni loca: no tiene que consentir cada vez que Robert
llama a la puerta. No es una concubina de su harén. Tiene que fijar límites, escuchar lo que dice su
propia libido. ¿Es que él no se da cuenta de que también ella ha tenido un día duro?
Pero
hay una tercera respuesta a esta cuestión: la respuesta del economista. El
economista le aconsejaría a Joanne que se olvidara de todos los resentimientos
y dejara de llevar la cuenta, ese asunto de quién está más cansado y quién
menos caliente, y no complicara las cosas, aplicando un análisis básico de
coste-beneficio: ¿el coste marginal de acostarse con Robert —nueve minutos de
sueño, una tercera galleta— superaría los beneficios —un orgasmo, un marido feliz, un lugar en paz
— […]. Si tenéis curiosidad por saber qué contestó Joanne,
su respuesta fue que no: el coste marginal
no sería mayor que los beneficios. Así pues, aceptó un coito rápido después de cenar, se quedó
dormida de inmediato y dejó que Robert acabara de recoger los platos […].
Bienvenidos a El negocio
del matrimonio, el arte de utilizar la economía para minimizar los conflictos y maximizar los beneficios de la mayor
inversión de la vida: tu matrimonio.13
Es cierto
que se trata de una exposición un tanto frívola del análisis económico, pero es
la que se deriva de los presupuestos que establecieron premios Nobel como
Becker y bastantes otros, o jueces del Tribunal Supremo de Estados
Unidos como Richard
Posner (uno de los más conocidos autores en temas de análisis económico del
derecho). Cuando todos ellos aplican el principio de comportamiento del homo oeconomicus a la familia,
todo lo que ocurre en su seno es el resultado de principios como los
siguientes:
• La familia es el resultado
de una búsqueda de utilidad.
Las personas invierten en la búsqueda de pareja hasta que hacerlo les
resulta ya más costoso que permanecer solteros o con la pareja actual.
•
Los cónyuges se casan para maximizar los bienes familiares (los hijos, sobre
todo, pero también la compañía, el amor, la calidad de vida, el prestigio, la
salud, el ocio…) y teniendo en cuenta que al vivir en pareja se reducen costes
gracias a que hay gastos que se reducen.
• Los hijos son bienes de consumo
que comportan gastos.
•
Para maximizar esos bienes familiares, los cónyuges tienen que distribuir su tiempo entre las actividades de mercado (trabajo
remunerado) y las del hogar y el cuidado (trabajo no
remunerado).
•
El divorcio es el resultado de que los beneficios de seguir casado son menores
que los costes.
Y es a partir de este tipo de criterios que
los economistas liberales
que defienden el comportamiento del homo oeconomicus como el típico que seguimos todos los seres humanos
llegan a conclusiones muy relevantes para el bienestar de las personas.
Así,
para maximizar la utilidad conjunta de la
pareja en el matrimonio, cada cónyuge se especializará o en el trabajo remunerado del mercado o en el
del hogar en función de lo que vaya a ganar o perder en cada una de ellas. Y
como el salario de la mujer es casi
siempre inferior al del
hombre, le interesará especializarse en las
tareas del hogar e invertir en lo que sea necesario para dedicarse a ello.
Richard Posner llega a decir que las mujeres
deben dedicarse a las tareas del hogar no sólo porque ganen menos que los
hombres en el mercado sino porque hay razones biológicas que hacen que su
trabajo en el
hogar sea menos
costoso y más
eficiente que el
de los hombres.14
También el divorcio (y en concreto
su incremento en los últimos
años) se explica por este tipo de
razones. Así lo hace Francisco
Cabrillo: «En una familia tradicional del mundo occidental, el marido obtenía una serie de servicios de
su esposa, entre los cuales la producción de hijos era especialmente importante; y
la mujer, por su parte, lograba un bienestar económico y una posición que la organización de la
sociedad no le permitía alcanzar por sus propios medios. Ambos ganaban, por tanto, con el contrato
matrimonial. Sin embargo, cuando
la
sociedad
cambia
y
la
mujer
tiene
muchas más facilidades para conseguir
por sí misma dinero y posición, los beneficios de un matrimonio se reducen
para ella. Lo que también
le ocurre al hombre por motivos diferentes. Si ahora su esposa no le ofrece todos los servicios que antes podía obtener de ella y él mismo
tiene que ocuparse de cuestiones domésticas que antes tenía
solucionadas, los incentivos para contraer matrimonio disminuyen». La conclusión a la que se llega entonces
es evidente: «[…] cuanto mayor sea la desigualdad entre los cónyuges,
más estable será un matrimonio;
y cuanta más igualdad exista entre ellos,
menor será, en cambio, su estabilidad
y más elevada la probabilidad de
que acabe en divorcio».15
Este
tipo de análisis se presenta como algo tan elemental que sus conclusiones parecen
en realidad obviedades que no se pueden poner en
duda, pero ¿qué hay de cierto en sus presupuestos y hasta qué punto se puede
considerar que sus resultados son correctos?
Por un lado, estos análisis coste-beneficio típicos del enfoque liberal de la familia como unidad de producción no
tienen en cuenta todos los costes y todos los beneficios que comporta la vida
familiar, como han demostrado las economistas
Francine D. Blau, Marianne A. Ferber y Anne E. Winkler.16 Y, por otro, hoy día resulta bastante
extemporáneo seguir defendiendo la conveniencia de que las mujeres se especialicen en el trabajo
del hogar, ya que han cambiado radicalmente las
condiciones laborales y los valores sociales dominantes, como también señalan
estas investigadoras.
Pero, con independencia de ello, la cuestión principal es si realmente este comportamiento que se utiliza como prototípico del homo oeconomicus
es realmente el propio
de los seres humanos o si, por el contrario, se trata más bien de una especie de caricatura generada a propósito para que
pueda demostrarse lo que previamente se ha decidido que se quiere demostrar.
Además
de muchos filósofos, antropólogos, psicólogos…, gran número de economistas, como Joan Robinson, la premio Nobel Elinor Ostrom o el también Nobel Amartya Sen, han ofrecido razones de
todo tipo para mostrar que los seres humanos
no somos ni actuamos realmente así. Y en los últimos años tenemos, además, pruebas experimentales de
que el comportamiento egoísta, racional y maximizador no es sino una
caricatura.
Las
investigaciones de Daniel Kahneman y Vernon Smith, por las que recibieron el
Premio Nobel de Economía en 2002, ponen claramente en cuestión la idea de
que los seres humanos actuamos como se
asegura en el modelo ideal de
la economía liberal. Los experimentos de Smith demuestran la relevancia que tienen las
instituciones que rodean a los sujetos o que éstos no renuncian a incluir
sentimientos de justicia cuando toman decisiones, lo que significa que su comportamiento no es egoísta
en el sentido económico. Y los análisis de comportamiento de Kahneman han demostrado que los individuos
no actuamos de un modo tan racional como dice la economía dominante, porque no
valoramos igual una pérdida que una
ganancia. Junto a Amos Tversky, Kahneman demostró que los
sujetos prefieren renunciar a compensaciones altas si hay riesgo de perder,
pero que asumen riesgo si hay posibilidades de ganar. Es decir, que generalmente preferimos no perder cien
a ganar la misma cantidad, lo que significa, por ejemplo, que los compradores
no reaccionarán igual ante la subida o la baja en los precios. En suma, que no somos «racionales».
Otros
estudios experimentales realizados antes o paralelamente a los de estos dos
galardonados también han proporcionado resultados interesantes e igualmente
contrarios a lo que suele dar por bueno la sabiduría económica convencional.
Los experimentos demuestran
que la inmensa mayoría de los
individuos sí tenemos en cuenta a quienes
tenemos a nuestro
alrededor. Se ha comprobado
muchas veces, por ejemplo, que si se le da a un sujeto la posibilidad de repartir una
determinada cantidad de dinero, toma en cuenta a los demás y realiza lo que
considera un reparto digno a favor de la otra parte. Richard Thaler
también demostró que lo que en realidad
produce utilidad a los sujetos no es el estado de ingreso
o bienestar en el que se encuentran, sino los
cambios que se den en relación con una situación
de referencia dada.17 Y otros experimentos también han puesto de
relieve resultados claramente contrarios a los que produciría
el homo oeconomicus cuando se comporta
como tal. Se ha comprobado, por ejemplo, que los museos pueden obtener más recursos si dan la posibilidad
de que sus visitantes, en lugar de pagar una entrada, puedan contribuir libremente
con la cantidad que deseen. Lo que
demuestra que hay personas que están
dispuestas a pagar mucho más que la entrada establecida, sencillamente,
porque los sujetos no somos ni egoístas, ni simples maximizadores de utilidad.
Repetir
una y otra vez la idea de que los seres humanos
somos egoístas, racionales y
maximizadores es imprescindible para poder defender la supremacía del
capitalismo y del mercado frente a cualquier otro mecanismo alternativo. Pero hay que ser conscientes de que al hacerlo sólo se está defendiendo una idea metafísica, un principio ideológico que la
realidad no constata. Como apunta el premio Nobel Amartya K. Sen en un trabajo cuyo título, «Los tontos racionales», lo dice todo: «[…] el hombre puramente económico es
casi un retrasado mental desde el punto de vista social»; y por eso:
«Necesitamos una estructura más compleja para acomodar los diversos conceptos relacionados con su comportamiento».18 Parece, pues, que la economía convencional debería dejar de
pensar en los seres humanos como homo
oeconomicus para asumir que somos en realidad sapiens.
Citas
7. Collison Black et al. (eds.), Papers and correspondence of William Stanley
Jevons, Macmillan y Royal Economic Society,
Londres, 1972, p. 321.
8. L. Robbins,
Ensayo sobre la naturaleza y significación de la czencza
económica,
2.a ed., Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1980, p. 6.
9. Esta teoría, formulada inicialmente por David Ricardo, viene a decir que
un país no se especializará en la producción de todos los bienes que
pueda fabricar con menor coste que otros países, sino en aquellos que le
proporcionen más ingresos al venderlos, porque le compensará adquirir los más baratos
fuera. Imaginemos un país que puede producir
vino y telas, ambos productos a menor coste que otro país, que también
produce vino. En principio cabría suponer que al primer país le interesará
producir los dos productos, pero Ricardo hizo otro planteamiento. Si el primer país gana más dedicando todos
sus recursos a producir sólo tela y comprando el vino fuera, diremos que
tiene ventaja comparativa
en tela y
que le conviene especializarse en este producto y
comprar el vino fuera.
10. J.K. Galbraith. La economÍa
del fraude
inocente: la verdad de nuestro tiempo. Crítica, Barcelona 2004.
11. A. Marshall, Obras escogidas, Fondo de Cultura
Económica, México D.
F.,
1978, p. XLVIII.
12. Véase un análisis detallado
de los planteamientos sobre estos temas y la
crítica que se les puede hacer en: J. Torres López, Análisis económico
del derecho: panorama doctrinal, Tecnos, Madrid, 1987; y J. Torres López y A.
Montero Soler, La economía del delito y de las penas: un análisis crítico, Comares, Granada, 1998.
13. P. Szuchman
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Continuará
Continuará
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