CAMBRIDGE – En tanto la crisis del COVID-19 acelera el pase a desuso a largo plazo del efectivo (al menos en transacciones legales que cumplan con las obligaciones tributarias), las discusiones oficiales sobre las monedas digitales están cobrando impulso. Entre el lanzamiento inminente de Libra de Facebook y la propuesta de moneda digital del banco central de China, los acontecimientos de hoy podrían reformular las finanzas globales para una generación. Un informe reciente del G30 sostiene que, si los bancos centrales quieren tener una incidencia en lo que suceda, deben empezar a moverse rápido.
Hay mucho en juego, incluida la estabilidad financiera global y el control de la información. La innovación financiera, si no se la maneja con cuidado, muchas veces está en el origen de una crisis, y el dólar le otorga a Estados Unidos capacidades importantes de monitoreo y de sanciones. La predominancia del dólar no tiene que ver solamente con la moneda que se utiliza, sino también con los sistemas que autorizan las transacciones y, desde China hasta Europa, existe un creciente deseo de que esto cambie. Allí es donde gran parte de la innovación está teniendo lugar.
Los bancos centrales pueden adoptar tres estrategias distintas. Una es hacer mejoras significativas en el sistema existente: reducir los honorarios para las tarjetas de crédito y débito, garantizar una inclusión financiera universal y modernizar los sistemas para que los pagos digitales se puedan autorizar al instante, no en un día.
Estados Unidos está muy rezagado en todas estas áreas, principalmente porque el lobby bancario y financiero es muy poderoso. Para ser justos, los responsables de las políticas también necesitan preocuparse por mantener seguro el sistema de pagos: el próximo virus en sacudir la economía global bien podría ser digital. Una reforma apresurada podría crear riesgos inesperados.
Al mismo tiempo, cualquier esfuerzo por mantener el status quo debería hacer espacio para nuevos participantes, ya sea “monedas estables” vinculadas a una moneda principal, como Libra de Facebook, o fichas de plataformas canjeables que las grandes empresas tecnológicas de ventas minoristas como Amazon y Alibaba podrían usar, respaldadas por la capacidad de gastar en bienes que vende la plataforma.
La estrategia más radical sería una moneda de banco central minorista dominante que les permita a los consumidores tener cuentas directamente en el banco central. Esto podría tener algunas ventajas excelentes, como garantizar la inclusión financiera y evitar las corridas bancarias.
Pero un cambio radical también conlleva muchos riesgos. Uno es que el banco central no esté en condiciones de brindar un servicio de calidad a las pequeñas cuentas minoristas. Quizás esto se podría resolver con el tiempo, utilizando inteligencia artificial o expandiendo los servicios financieros ofrecidos por las filiales del correo.
En verdad, en lo que concierne a las monedas digitales de bancos centrales minoristas, los economistas le tienen miedo a un problema aún mayor: ¿Quién otorgará préstamos a los consumidores y a las pequeñas empresas si los bancos pierden a la mayoría de sus depositantes minoristas, que conforman su mejor fuente de endeudamiento, y la más económica?
En principio, el banco central podría volver a prestar al sector bancario los fondos que obtiene de los depósitos de monedas digitales. Esto, sin embargo, le daría al gobierno una cantidad exorbitante de poder sobre el flujo de crédito y, en definitiva, el desarrollo de la economía. Algunos podrían ver esto como un beneficio, pero la mayoría de los banqueros centrales probablemente tengan grandes reservas respecto de asumir este rol.
La seguridad es otra cuestión. El sistema actual, en el que los bancos privados desempeñan un papel central en los pagos y préstamos, ha estado en curso en todo el mundo durante más de un siglo. Sin duda, ha habido problemas; pero considerando todos los desafíos que han creado las crisis bancarias, las rupturas sistémicas en materia de seguridad no han sido el quid de la cuestión.
Los expertos en tecnología advierten que a pesar de todas las promesas de nuevos sistemas criptográficos (sobre los que se basan muchas ideas nuevas) un sistema nuevo puede demorar 5-10 años en “estabilizarse”. ¿Qué país querría ser un conejillo de Indias financiero?
La nueva moneda digital de China ofrece una tercera visión intermedia. Como describe el informe del G30 con mayor detalle del que existía anteriormente, la estrategia de China, llegado el caso, implica reemplazar la mayor parte del papel moneda, pero no los bancos. En otras palabras, los consumidores seguirían teniendo cuentas en los bancos, que a su vez tendrían cuentas en el banco central.
Sin embargo, cuando los consumidores quieren efectivo, en lugar de obtener el papel moneda (que, de todos modos, rápidamente se está volviendo demodé en las ciudades chinas), recibirían fichas en su billetera digital en el banco central. Al igual que el efectivo, la moneda digital del banco central pagaría cero intereses, dándoles a las cuentas bancarias que sí pagan intereses una ventaja competitiva.
Por supuesto, el gobierno puede cambiar de opinión más adelante y empezar a ofrecer interés; los bancos también pueden perder su ventaja si el nivel general de las tasas de interés colapsa. Este marco efectivamente le quita la anonimidad al papel moneda, pero muchas autoridades monetarias, entre ellas el Banco Central Europeo, han discutido ideas para introducir pagos de poca monta anónimos.
Por último, pero no menos importante, un cambio a monedas digitales facilitaría la implementación de tasas de interés profundamente negativas, lo cual, como he venido diciendo desde hace muchos años, sería un gran avance hacia el restablecimiento del poder de la política monetaria durante cualquier crisis. De una u otra manera, el mundo post-pandemia avanzará a pasos acelerados en las tecnologías de pagos. Los bancos centrales no pueden darse el lujo de jugar al gato y al ratón.
KENNETH ROGOFF, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. He is co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly and author of The Curse of Cash.
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