NUEVA YORK – Existe un creciente debate sobre si la inflación que surgirá en los próximos meses será temporaria, lo que reflejaría una marcada recuperación de la recesión causada por el COVID-19, o persistente, en respuesta a factores de tracción de la demanda y de empuje de los costos.
Varios argumentos apuntan a un aumento secular persistente de la inflación, que se ha mantenido por debajo de la meta anual del 2% de la mayoría de los bancos centrales durante más de una década. El primero sostiene que Estados Unidos ha implementado un estímulo fiscal excesivo para una economía que ya parece estar recuperándose más rápido de lo esperado. Los 1,9 billones de dólares adicionales de gasto aprobados en marzo se sumaron a un paquete de 3 billones de dólares la primavera pasada y a un estímulo de 900.000 millones de dólares en diciembre, mientras que pronto se ejecutará un proyecto de ley de infraestructura de 2 billones de dólares. La respuesta de Estados Unidos a la crisis, por ende, es una orden de magnitud mayor que su respuesta a la crisis financiera global de 2008.
El contraargumento es que este estímulo no desatará una inflación duradera, porque los hogares ahorrarán un porcentaje importante para pagar deudas. Asimismo, las inversiones en infraestructura no sólo harán subir la demanda sino también la oferta, al expandir el stock de capital público en beneficio de la productividad. Pero, por supuesto, aun teniendo en cuenta estas dinámicas, el aumento de los ahorros privados generado por el estímulo implica que habrá cierta liberación inflacionaria de la demanda acumulada.
Un segundo argumento relacionado es que la Reserva Federal de Estados Unidos y otros bancos centrales importantes están siendo excesivamente acomodaticios con políticas que combinan alivio monetario y de crédito. La liquidez ofrecida por los bancos centrales ya ha derivado en una inflación de activos en el corto plazo, e impulsará un crecimiento del crédito y un gasto real inflacionarios en tanto se acelere la reapertura y la recuperación económica. Algunos dirán que, llegado el momento, los bancos centrales simplemente pueden absorber el exceso de liquidez achicando sus balances y aumentando las tasas de política de cero o niveles negativos. Pero este argumento cada vez se ha vuelto más difícil de digerir.
Los bancos centrales han estado monetizando grandes déficits fiscales en lo que representa “dinero helicóptero” o una aplicación de la Teoría Monetaria Moderna. En un momento en que la deuda pública y privada crece de una base ya alta (425% del PIB en las economías avanzadas y 356% a nivel global), sólo una combinación de tasas de interés de corto y largo plazo bajas puede lograr que las cargas de deuda sigan siendo sostenibles. Una normalización de la política monetaria en este punto haría colapsar los mercados de bonos y de crédito, y luego los mercados bursátiles, provocando una recesión. Los bancos centrales, en efecto, han perdido su independencia.
Aquí, el contraargumento es que cuando las economías alcanzan plena capacidad y pleno empleo, los bancos centrales harán lo que sea necesario para mantener su credibilidad e independencia. La alternativa sería un desanclaje de las expectativas de inflación que destruiría sus reputaciones y daría lugar a un crecimiento de los precios descontrolado.
Un tercer argumento es que la monetización de los déficits fiscales no será inflacionaria; más bien, simplemente impedirá la deflación. Sin embargo, esto supone que la sacudida que afectó a la economía global se asemeje a la del 2008, cuando el colapso de una burbuja de activos creó una crisis de crédito y, por ende, un shock de demanda agregada.
El problema hoy es que estamos recuperándonos de un shock de oferta agregada negativo. Así las cosas, políticas monetarias y fiscales excesivamente laxas podrían, en verdad, derivar en inflación o, peor aún, estanflación (inflación elevada sumada a una recesión). Después de todo, la estanflación de los años 1970 se produjo después de dos shocks de oferta de petróleo negativos luego de la Guerra de Yom Kippur de 1973 y de la Revolución Iraní de 1979.
En el contexto de hoy, necesitaremos preocuparnos por una serie de potenciales shocks de oferta negativos, como amenazas al crecimiento potencial y como posibles factores que hagan subir los costos de producción. Estos incluyen trabas comerciales como la desglobalización y el creciente proteccionismo; cuellos de botella en la oferta post-pandemia; el agravamiento de la guerra fría sino-norteamericana, y la consiguiente balcanización de las cadenas de suministro globales y el traslado de la inversión extranjera directa de una China de bajo costo a zonas de costos más elevados.
Igual de preocupante es la estructura demográfica tanto en las economías avanzadas como emergentes. Justo cuando las personas mayores están impulsando el consumo al gastar sus ahorros, nuevas restricciones a la migración ejercerán mayor presión alcista sobre los costos laborales.
Asimismo, las crecientes desigualdades de ingresos y riqueza implican que la amenaza de un contragolpe populista seguirá en juego. Por un lado, esto podría adoptar la forma de políticas fiscales y regulatorias para respaldar a los trabajadores y a los sindicatos –una fuente adicional de presión sobre los costos laborales-. Por otro lado, la concentración de poder oligopólico en el sector corporativo también podría resultar inflacionaria, porque fomenta el poder de impulsar precios de los productores. Y, por supuesto, el contragolpe contra las Grandes Tecnológicas y la tecnología muy intensiva en capital y en ahorro de mano de obra podría reducir la innovación en términos más amplios.
Existe un contrarrelato para esta hipótesis estanflacionaria. A pesar del rechazo público, la innovación tecnológica en inteligencia artificial, aprendizaje automático y robótica podría seguir debilitando la mano de obra, y los efectos demográficos podrían estar compensados por edades de retiro más altas (lo que implica una mayor oferta de mano de obra).
De la misma manera, la revocación actual de la globalización puede revertirse en tanto la integración regional se profundice en muchas partes del mundo, y en tanto la tercerización de servicios ofrezca soluciones para los obstáculos a la migración laboral (un programador en India no tiene que trasladarse a Silicon Valley para diseñar una app en Estados Unidos). Finalmente, cualquier reducción en la desigualdad de ingresos simplemente puede militar en contra de una demanda tibia y una estagnación secular deflacionaria, en lugar de ser seriamente inflacionaria.
En el corto plazo, la inactividad en los mercados de productos, mano de obra y materias primas, y en algunos mercados inmobiliarios, impedirá un alza inflacionaria sostenida. Pero en los próximos años, políticas monetarias y fiscales laxas comenzarán a generar una presión inflacionaria –y llegado el caso estanflacionaria- persistente, debido al surgimiento de shocks de oferta negativos persistentes.
A no equivocarse: el retorno de la inflación tendría serias consecuencias económicas y financieras. Habremos pasado de la “Gran Moderación” a un nuevo período de inestabilidad macro. El mercado alcista secular de bonos finalmente terminaría y los crecientes rendimientos de bonos nominales y reales tornarían insostenibles las deudas de hoy, haciendo colapsar los mercados bursátiles globales. A su debido tiempo, hasta podríamos llegar a ser testigos del retorno del malestar al estilo de los años 1970.
Nouriel Roubini, Professor of Economics at New York University's Stern School of Business and Chairman of Roubini Macro Associates, was Senior Economist for International Affairs in the White House’s Council of Economic Advisers during the Clinton Administration. He has worked for the International Monetary Fund, the US Federal Reserve, and the World Bank. His website is NourielRoubini.com, and he is the host of NourielToday.com.
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