Por Alejandro Nadal, La Jornada
La teoría convencional sobre la política monetaria está basada en una historia curiosa. El hilo conductor de la narrativa es que el banco central determina la tasa de interés que rige en la economía y de esta manera el instituto monetario es capaz de afectar las decisiones de todos los agentes en la economía, empresas, nuevos inversionistas y consumidores. El objetivo es controlar la inflación y mantener la estabilidad macroeconómica. Pero, como siempre, las cosas no son tan sencillas.
Hasta hace unas tres décadas los bancos centrales buscaban controlar la cantidad de dinero en circulación. Bajo la influencia del monetarismo, todavía hasta los años 1990 las metas que típicamente se fijaba el banco central consistían en asegurar que la oferta monetaria creciera a un ritmo similar a la expansión del producto.
Pero desde 1985 los bancos centrales comenzaron a percatarse de que en el fondo no controlaban la evolución de la oferta monetaria. Hoy, la realidad es que la oferta monetaria es controlada por los bancos comerciales privados y no por el banco central.
Esos bancos privados son los que generan dinero de la nada y para cada préstamo otorgado crean un depósito equivalente. Típicamente, 92 por ciento del circulante en una economía capitalista es creado de esta manera por los bancos privados. Los bancos centrales acabaron por reconocer esta realidad y, aunque siguen haciendo toda una faramalla de gestos y movimientos de cuando efectivamente podían controlar la cantidad de dinero en circulación, en la práctica han abandonado cualquier pretensión de que pueden controlar la oferta monetaria.
En 1990, el banco central de Nueva Zelanda inició un experimento que cambió la conducción de la política monetaria. En lugar de tratar de manipular los agregados monetarios, el banco central simplemente comenzó a aplicar un nuevo enfoque consistente en anunciar los objetivos en materia de inflación y crecimiento para el mediano y largo plazos. Con suficiente transparencia y credibilidad, el simple anuncio del banco central permitiría a todos los agentes alinear sus expectativas para hacerlas consistentes con los objetivos del banco central. La nueva política de metas de inflación, como se le llegó a conocer, fue adoptada por numerosos bancos centrales en el mundo.
Muchos de esos bancos centrales atribuyen al nuevo enfoque el éxito en la lucha contra la inflación. Quizás se parecen en eso al gallo Cantaclaro que se vanagloriaba de que su limpio canto en la madrugada era el responsable de que saliera el Sol cada día. El banco central piensa que al fijar la tasa de interés afecta el costo del crédito que ofrecen los bancos y, por tanto, la demanda agregada y su impacto sobre los precios.
En síntesis, el enfoque de metas de inflación descansa en la idea de que el banco central puede fijar la tasa de interés a la que presta dinero a los bancos privados. De esa manera se supone que influye sobre la tasa que esos bancos cobran a sus prestatarios. Pero en la realidad la única tasa de interés que fija el banco central es la tasa de muy corto plazo: es la que cobra a los bancos privados por prestarles fondos en el mercado intradía, es decir, a un plazo de 24 horas, que es el relevante en el mercado interbancario. Esa tasa de interés no es la de largo plazo y tampoco es la que cobran los bancos. Por tanto, no es lo que afecta el volumen de crédito y la demanda agregada. La tasa que efectivamente cobran los bancos depende de múltiples factores. Entre otras cosas, de las necesidades del mercado y de la posición que tiene cada banco en la estructura del sector bancario, por ejemplo, si guarda o no una posición dominante o de los canales de competencia que predominan en la industria bancaria.
La mitología que rodea la política de metas de inflación es tan variada como la que prevalece en la época navideña. El banco central, se supone, es una especie de agente representativo de toda la sociedad y su conducta se rige por una función de pérdidas cuyos parámetros son la inflación y el desempleo. Además, en el largo plazo las fuerzas de la economía tienden a llevar a un equilibrio mítico, en el que la brecha entre el producto que realmente alcanza la economía y un producto potencial se desvanece y la tasa de interés alcanza un nivel natural (parecido a lo que preconizaba el economista Knut Wicksell a principios del siglo pasado). En ese estado de nirvana económico, la tasa natural de interés corresponde a la que es compatible con el pleno empleo.
El mundo en que viven los responsables del banco central es irreal. El hecho de no controlar la evolución de los agregados monetarios no necesariamente relega al instituto monetario a un papel de segunda.
El banco central puede y debe regular la actividad del sector bancario. Pero esas instituciones han preferido pasar las navidades en la tranquilidad que ofrece una postura pasiva frente al gigante bancario antes que arriesgarse a ser instrumentos de una política para el desarrollo.
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