El miércoles, el vicepresidente Mike Pence nos vendía una extraordinaria fantasía acerca de cómo ha gestionado Donald Trump el coronavirus. El relato de liderazgo heroico y decisivo que hizo Pence difería tanto de la realidad que prácticamente las únicas palabras pronunciadas que no eran mentira fueron “un”, “y” y “el”. Y ciertamente, la mayoría de los medios de comunicación han señalado las falsedades.
Sin embargo, lo que yo creo que falta en buena parte de los comentarios sobre el carnaval republicano de desinformación es reconocer que el peor momento para Trump no fue el brote inicial de covid-19, sino semanas después, cuando el presidente hizo todo lo posible por empujar a Estados Unidos a una desescalada temeraria… y sin mascarilla. Y está haciéndolo otra vez. Uno tras otro, los ponentes en la Convención Nacional Republicana que mencionaron la covid-19 lo hicieron en pasado. Su no tan sutil mensaje era que la pandemia está superada. Pero no lo está, y el Gobierno de Trump sigue sin proteger a los ciudadanos estadounidenses.
Si tuviera que escoger un día concreto en el que Estados Unidos perdió la batalla contra el coronavirus, diría que el 17 de abril. Fue el día en el que Trump proclamó su apoyo a las turbas —algunas armadas— que proferían amenazas contra los Gobiernos de los Estados demócratas y les exigían que pusieran fin al distanciamiento social. “LIBERAD MINNESOTA”, tuiteaba el presidente, seguido de “LIBERAD MICHIGAN” y “LIBERAD VIRGINIA y salvad vuestra gran segunda enmienda”. (Esta última parte se parece terriblemente a una incitación a la insurrección armada).
Al hacer esto, Trump, impaciente por ver unas buenas cifras económicas, prefirió desoír las advertencias que hacían los expertos sanitarios de que retomar la actividad económica habitual haría que los contagios volvieran a dispararse. Y aunque los gobernadores demócratas hicieron en gran medida caso omiso de sus pullas, muchos gobernadores republicanos se apresuraron a levantar las restricciones impuestas a restaurantes, bares e incluso gimnasios. La consecuencia ha sido una monumental catástrofe nacional.
Igual que sucedió en los primeros días de la pandemia, Trump y su círculo perdieron semanas cruciales poniendo en duda la evidencia y negándose a tomar medidas. El 16 de junio, Mike Pence escribía en una tribuna de opinión que no había “segunda ola” de coronavirus (spoiler: sí la había). Cuatro días después, Trump celebraba otro mitin en un espacio cerrado de Tulsa, sin distanciamiento físico y con muy pocos asistentes llevando mascarilla, en un claro intento de transmitir la sensación de que todo iba bien.
Pero desde luego, las cosas no iban bien. Una buena manera de ver lo bien que no iban es esta: el día que Trump emitió sus exigencias de LIBERTAD, habían fallecido a causa de la covid-19 unos 33.000 estadounidenses. El total ronda ahora los 180.000. Es decir, la inmensa mayoría de los fallecimientos por covid-19 en Estados Unidos han tenido lugar desde que Trump intentó efectivamente dar la señal de que el peligro había pasado.
Para ser justos, algunas de esas muertes añadidas se habrían producido seguramente aunque Trump hubiera hecho lo que debía hacer: instar a los Estados a imponer y mantener límites estrictos a las reuniones en lugares cerrados, exigir el distanciamiento social, animar a los estadounidenses a llevar mascarilla en lugar de ridiculizar esta práctica, etcétera. Pero muchos de los fallecimientos, quizá la mayoría, podrían haberse evitado.
Es más, el precio pagado por la irresponsabilidad de Trump no se ha quedado meramente en la innecesaria pérdida de vidas y en las secuelas para la salud a largo plazo que, como parece cada vez más probable, afectarán a muchos de los que han superado la covid-19. La recuperación económica prometida también se está quedando corta. La desescalada dio pie a un breve aumento de las reincorporaciones al trabajo, pero ahora la mayoría de los Estados han frenado o dado marcha atrás a la reapertura y el aumento del empleo parece haberse ralentizado drásticamente.
Y luego están las consecuencias en la enseñanza. Al abandonar la lucha contra el coronavirus en primavera, Trump y compañía han impedido que los niños del país retomen algo parecido a un año escolar normal en el otoño.
Alemania, cuya respuesta a la covid-19 ha sido infinitamente mejor que la nuestra, ha logrado reabrir sus colegios más o menos con normalidad, realizando pruebas de detección constantes y tomando medidas rápidas para contener posibles brotes. Para Estados Unidos, este es un sueño imposible, y el daño que le estamos haciendo a la enseñanza básica afectará negativamente al país en las próximas décadas.
Ahora bien, la situación en Estados Unidos parece haber mejorado un poco en las últimas dos semanas, pero una vuelta a la política irresponsable podría dar al traste con estas frágiles mejoras. Y Trump y compañía parecen no haber perdido su empeño en hacer lo que no conviene.
Y no se trata solo de los discursos en la Convención Nacional Republicana. Los leales de Trump están volviendo a vender curas milagrosas, hasta el punto de que la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA por sus siglas en inglés) está haciendo declaraciones sobre las virtudes del tratamiento con plasma sanguíneo que han desconcertado a los expertos. Y el miércoles, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades planteaban la sugerencia alarmantemente irresponsable de que las personas sin síntomas de covid-19 se abstuvieran de hacerse la prueba.
Todo indica que los trumpistas quieren hacer ahora lo mismo que han hecho ya otras dos veces: enfrentarse a una pandemia mortal fingiendo que no existe o que ya está desapareciendo. Y, definitivamente, la tercera no será la vencida.
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