Nov 15, 2023
AUSTIN – En su newsletter del New York Times del 7 de noviembre de 2023, el economista Paul Krugman formula una buena pregunta, aunque tardía: ¿por qué tantos economistas malentendieron la perspectiva de inflación? Después de todo, el consenso casi absoluto entre los economistas de la corriente dominante en los últimos años era que la inflación persistiría -y hasta se aceleraría- y que esto justificaba alzas sustanciales de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal de Estados Unidos. Sin embargo, la cuasi inflación de 2021-22 resultó ser transitoria.
Krugman plantea su interrogante con una diplomacia impecable, profesando “respeto” por tres autores de un documentode septiembre de 2022 publicado por la Brookings Institution (que luego fue promovido por Jason Furman de la Universidad de Harvard) que proyectaba que harían falta al menos dos años de un desempleo del 6,5% para retrotraer a la inflación a la meta autoimpuesta de la Reserva Federal del 2%. Pero la inflación ya había alcanzado un pico antes de que apareciera el documento de Brookings, y mucho antes de que se pudieran haber sentido las alzas de las tasas de la Fed. En el transcurso del año siguiente, la inflación disminuyó, inclusive con una tasa de desempleo que se mantuvo por debajo del 4%. El “Equipo Inflación Transitoria” -en cuyas filas alguna vez estuvo por poco tiempo la secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet L. Yellen- soportó dos años de escarnio, pero al final terminó teniendo razón.
Krugman se centra, correctamente, en la falta de lógica de ciertos “pesimistas” de la inflación, que “presentaron justificaciones nuevas y completamente desvinculadas” para su argumento de que la inflación “se mantendría obstinadamente alta” mucho después de que se hubieran absorbido los paquetes de estímulo fiscal de 2021. Como estos pesimistas encontraron muy poco disenso por parte de la corriente dominante, su discurso siguió siendo agorero bien adentrado el 2023.
Krugman, tácticamente, evita nombrar a Lawrence H. Summers, cuyas “justificaciones” para el pesimismo en términos de inflación incluían los “ahorros” supuestamente excesivos, las “compras de deuda” por parte de la Fed y los pronósticos de “tasas de interés esencialmente iguales a cero”, así como “una disparada de los precios de las acciones y de los bienes raíces”. Sin embargo, más allá de sus temores por el estímulo fiscal, todo esto era un disparate. Como señaléen su momento, los ahorros no pueden causar inflación, y un pronóstico técnico no tiene un poder causal.
En una postura ingenua, Krugman luego sugiere que fue “casi como si los economistas estuvieran buscando razones para ser pesimistas”. En una muestra de diplomacia, se niega a decirnos cuáles podrían haber sido esas razones. Pero hay dos que se destacaron. La primera era el miedo: si los trabajadores norteamericanos conservaban un colchón financiero gracias a los paquetes de ayuda del COVID-19, tal vez resultara “más difícil mandonearlos”. La segunda razón tenía que ver con el poder: las altas tasas de interés tienden a respaldar al dólar a nivel internacional.
Desde entonces, varios funcionarios de la Fed han reconocido ambos motivos en muchas ocasiones. Por ejemplo, una obsesión por los salarios invade todos los discursos del presidente de la Fed, Jerome Powell, quien ha manifestado abiertamente su compromiso de mantener un dólar fuerte. No sorprende que los economistas de la corriente dominante respalden -y, de hecho, elaboren- los mismos argumentos.
Pero yo también fui diplomático, porque omití una tercera posibilidad: a saber, que algunos economistas de la corriente dominante podrían exigir tasas de interés altas para congraciarse con los banqueros, que obtienen mayores márgenes de ganancias cuando las tasas son altas (especialmente ahora que la Reserva Federal paga intereses sobre las reservas bancarias directamente). Una postura pública fuerte sobre la cuestión podría generar honorarios abultados por brindar conferencias, contratos de consultoría o una carrera hacia un puesto público de alto rango. Como concluye Krugman, “me gustaría que se reflexionara sobre cuántos de mis colegas se equivocaron tanto sobre esta historia, y que tal vez se hiciera un poco de introspección sobre sus motivaciones”.
Estaría bien, pero eso no va a pasar en lo inmediato. Pasemos, en cambio, a una cuestión más importante. Krugman observa que todos los economistas que él menciona “en gran medida forman parte de la corriente dominante de la profesión económica”. Lo dice como un cumplido; sin embargo, como dice Hamlet, “ése es el dilema”. Consideremos con qué frecuencia los economistas de la corriente dominante entienden mal las cosas -no solo las cosas pequeñas, sino también las cosas muy importantes-. Recordemos su célebre incapacidad para prever la crisis financiera de 2007-09, o el giro a la austeridad tristemente mal asesorado en 2010. ¿Qué se puede decir del efecto previsiblemente perverso de las sanciones contra Rusia? El mal diagnóstico de la inflación en 2021-22 fue simplemente el último episodio en una larga serie de equivocaciones.
El interrogante que deberíamos estar formulando, entonces, es si la economía de corriente dominante tiene algún problema. Los economistas de esta corriente tal vez deberían volver a examinar sus creencias centrales, o quizá directamente estemos necesitando una nueva “corriente dominante”.
Sin duda, Krugman observa que “un aspecto del argumento implicaba paralelismos con la inflación de los años 1970”. Pero esto solo roza el problema. El verdadero problema es que gran parte de los principales economistas de la corriente dominante de hoy se formaron en los años 1970, y su visión del mundo -no solo los hechos, sino la teoría- se forjó en aquel entonces. En cuestiones macroeconómicas como la inflación, las influencias de la teoría del equilibrio general, las interacciones entre inflación y desempleo y el monetarismo siguen siendo fuertes. El legado de Kenneth Arrow, Paul Samuelson, Robert Solow y Milton Friedman perdura.
El proyecto de la generación anterior era en parte científico, en parte político. En su carácter de “científicos sociales”, creían en el poder de las matemáticas, que tomaron prestadas de la mecánica celestial de los siglos anteriores. Desde un punto de vista político, intentaban defender el capitalismo del desafío soviético durante la Guerra Fría. Al unir estos objetivos, dieron forma al corsé matemático orientado al mercado en que se criaron los economistas de la corriente dominante de hoy -y del que no pueden escapar-. Los Wunderkinder de ayer -entre ellos Summers y Krugman- son los viejos cansados de hoy.
En particular, la reflexión de Krugman sobre la desinflación no hace mención a los economistas que no hicieron un mal diagnóstico de las cosas, entre ellos Isabella M. Weber de la Universidad de Massachusetts Amherst y L. Randall Wray y Yeva Nersisyan del Instituto Levy. Ellos predijeron correctamente la desinflación allá por marzo de 2022.
Pero los economistas con mejores ideas nunca son citados por su nombre, ni mucho menos reciben ofrecimientos de los llamados departamentos principales, esencialmente porque muchos miembros de la vieja guardia quieren preservar los monopolios académicos, políticos y mediáticos que han detentado desde los años 1970. Eso implica desechar las nuevas ideas y subestimar a la gente que las propone. Al ofrecer una crítica tan amable y gentil de sus “colegas” después del fracaso más reciente, Krugman está siendo diplomático por demás.
James K. Galbraith, Professor of Government and Chair in Government/Business Relations at the University of Texas at Austin, is a former staff economist for the House Banking Committee and a former executive director of the Joint Economic Committee of Congress. From 1993-97, he served as chief technical adviser for macroeconomic reform to China’s State Planning Commission. He is the author of Inequality: What Everyone Needs to Know (Oxford University Press, 2016) and Welcome to the Poisoned Chalice: The Destruction of Greece and the Future of Europe (Yale University Press, 2016).
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