Por Joseph Stiglizt
POR QUÉ JANETYELLEN,Y NO LARRY SUMMERS,DEBERÍA
DIRIGIR
LA RESERVA FEDERAL[28*]
La
controversia en torno al próximo director de la Reserva Federal se ha vuelto
inusitadamente áspera. El país tiene la suerte de disponer de una candidata
enormemente cualificada: la actual vicepresidenta de la Reserva, Janet L.
Yellen. Existe inquietud en torno a la posibilidad de que el presidente pudiera
optar por otro candidato, Lawrence H. Summers. Dado que he trabajado de forma
estrecha con ambas personas durante más de tres décadas, tanto dentro como
fuera del Gobierno, quizá yo posea una perspectiva privilegiada.
Pero ¿por
qué —cabría preguntarse— se trata esta cuestión en una columna habitualmente
dedicada a comprender la creciente brecha entre ricos y pobres que hay en
Estados Unidos y en el mundo? El motivo es sencillo: lo que hace la Reserva
Federal tiene tanto que ver con el aumento de la desigualdad como prácticamente
cualquier otra cosa. La buena noticia es que los dos principales candidatos
hablan como si la desigualdad les importara. La mala es que las políticas
impulsadas por uno de ellos, el señor Summers, tienen mucho que ver con los
males que padecen las clases medias y los pobres.
La Reserva
Federal tiene competencias tanto en la regulación como en la gestión
macroeconómica. Los fallos de regulación estuvieron en el meollo de la crisis
estadounidense. Como responsable del Departamento del Tesoro durante la
administración de Clinton, el señor Summers apoyó la desregulación de la banca,
incluida la derogación de la Ley Glass-Steagall, que fue decisiva para la
crisis financiera de nuestro país. Su máximo «logro» como secretario del
Tesoro, entre 1991 y 2001, fue la aprobación de la ley que aseguró que no se
regularan los derivados, decisión que contribuyó a hacer que los mercados
financieros saltaran por los aires. (Warren E. Buffett tenía razón cuando
calificó a estos derivados de «armas financieras de destrucción masiva».
Algunos de los responsables de estos errores políticos de bulto han reconocido
los «defectos» fundamentales de sus análisis. El señor Summers, que yo sepa, no
lo ha hecho).
Los fallos
de regulación también estuvieron en el meollo de crisis anteriores. Desde su
cargo en el Tesoro durante la década de 1990, el señor Summers animó a los
estados a liberalizar rápidamente sus mercados de capitales, así como a
permitir que los capitales entrasen y saliesen sin restricciones —más aún,
insistió en que lo hicieran— en contra de las recomendaciones del Consejo de
Asesores Económicos de la Casa Blanca (al frente del cual estuve yo entre 1955
y 1997), y eso, más que ninguna otra cosa, fue lo que condujo a la crisis
financiera asiática. Pocas políticas o iniciativas han tenido mayor
responsabilidad en esa crisis asiática y en la crisis financiera global de 2008
que las políticas de desregulación defendidas por el señor Summers.
Los
partidarios del señor Summers aducen que está excepcionalmente cualificado para
gestionar crisis, y que, si bien esperamos que no se produzca una crisis en los
próximos cuatro años, la prudencia requiere nombrar a alguien que sobresalga en
esos momentos decisivos. Para ser justos, el señor Summers ha estado
involucrado en varias crisis. Lo que importa, no obstante, no es el simple
hecho de «estar presente» durante una crisis, sino dar muestras de buen
criterio en la gestión de ella. Aún más importante es el compromiso de tomar
iniciativas que hagan menos probable otra crisis, actitud diametralmente
opuesta a la adopción de medidas que prácticamente garantizan la inevitabilidad
de otra.
La conducta
y el criterio del señor Summers durante las crisis fueron tan deficientes como
su falta de compromiso en ese aspecto. Tanto en Asia como en Estados Unidos, a
mí me parece que subestimó la gravedad de las desaceleraciones, y como consecuencia
de unos pronósticos tan desacertados no es de extrañar que las políticas fuesen
inapropiadas. La actuación de los miembros del Tesoro responsables de la
gestión de la crisis fue cuando menos decepcionante: convirtió
las desaceleraciones en recesiones y las recesiones en depresiones. Además, si
bien el sistema bancario fue rescatado y Estados Unidos logró evitar otra
depresión, no se puede atribuir a los responsables de la gestión de la crisis
de 2008 la paternidad de una recuperación robusta e inclusiva. Las chapuceras
tentativas de reestructuración hipotecaria, la incapacidad de restablecer el
flujo del crédito para las pequeñas y medianas empresas y el mal manejo de los
rescates están todos bien documentados, al igual que la incapacidad de prever la
gravedad del colapso económico.
Hay cuatro
motivos por los que estas cuestiones son importantes para cualquiera al que le
preocupe la desigualdad. En primer lugar, las crisis y el modo en que se
gestionan son factores reales de creación de miseria y desigualdad. Basta con
ver los estragos que ha desatado la última: la riqueza media ha descendido en
un 40 por ciento, los ingresos de quienes estaban en la parte intermedia del
espectro social aún no han vuelto a los niveles anteriores a la crisis, y
quienes pertenecen al 1 por ciento superior de la sociedad gozaron de todos los
frutos de la recuperación (y más aún). Son los trabajadores ordinarios los que
más han sufrido: son ellos los que se enfrentan a elevados niveles de
desempleo, los que padecen reducciones salariales y quienes soportan el grueso
de los recortes de servicios públicos como resultado de la austeridad
presupuestaria. Son ellos quienes han perdido sus viviendas por millones. La
administración de Obama podría haber hecho más, mucho más, para ayudar a los
propietarios de viviendas, y para ayudar a los municipios a mantener los
servicios públicos (por ejemplo, mediante la clase de ingresos compartidos con
los estados y los municipios sobre la que yo insistí a principios de la
crisis).
En segundo lugar,
la desregulación contribuyó a la financiarización de la economía y la
distorsionó. Ofreció un margen mayor a quienes manipulan las reglas del juego
en beneficio propio. Como ha sostenido enérgicamente James K. Galbraith, si
echamos un vistazo a lo largo y ancho del mundo, veremos que los sectores
financieros hinchados e infrarregulados están estrechamente asociados a una
mayor desigualdad. En aquellos países que, como Gran Bretaña, emularon la
desregulación estadounidense, la desigualdad también se ha disparado.
En tercer
lugar, el aspecto más odioso de esta desigualdad inducida por la desregulación
es el que está ligado a las prácticas abusivas del sector financiero, que
prospera a expensas de los estadounidenses de a pie mediante préstamos predatorios,
manipulación de los mercados, prácticas abusivas con las tarjetas de crédito o
aprovechándose de su poder monopolista en el sistema de pagos. La Reserva
Federal tiene unas competencias enormes para impedir estos abusos, y más aún
desde la aprobación de la Ley Dodd-Frank de 2010. Y no obstante, el banco
central se ha mostrado reiteradamente incapaz de hacerlo y ha preferido
concentrarse en sanear los balances de los bancos a expensas de los
estadounidenses de a pie.
En cuarto
lugar, no sólo se da la circunstancia de que el sector financiero
estadounidense hizo lo que no debería haber hecho, sino que tampoco hizo lo que
se suponía que debería haber hecho. Incluso en la actualidad, los préstamos a
las pequeñas y medianas empresas escasean. Una buena regulación alejaría a los
bancos de la especulación y la manipulación de los mercados, y los devolvería a
lo que debería de ser su actividad fundamental: hacer préstamos.
Suceda quien
suceda a Ben S. Bernanke como presidente de la Reserva Federal, tendrá que tomar
reiteradas decisiones subjetivas acerca de cuándo subir o bajar los tipos de
interés, las palancas de la política monetaria.
Hay dos
elementos constitutivos de esos juicios. El primero son las previsiones. Unas
previsiones erróneas conducen a políticas erróneas. Sin tener un buen
discernimiento de hacia dónde se dirige la economía no se pueden adoptar
políticas apropiadas. La señorita Yellen tiene un historial magnífico en lo
relativo a prever hacia dónde se dirige la economía, el mejor, según el Wall Street Journal, de toda la gente
que hay en la Reserva Federal. Como antes he señalado, el del señor Summers
deja un tanto que desear.
La
excelentísima actuación de la señora Yellen no debería de pillar a nadie por
sorpresa. Janet Yellen, que fue alumna mía en Yale, fue una de las mejores
estudiantes que tuve jamás durante mis 47 años de docencia en Columbia,
Princeton, Stanford, Yale, MIT y Oxford. Es una economista de enorme
inteligencia, posee una formidable capacidad de crear consenso y ha demostrado su
valía como presidenta del Consejo de Asesores Económicos del presidente (me
sucedió a mí en esa función), como presidenta del Banco de la Reserva Federal
de San Francisco entre 2004 y 2010 y en su actual papel de número dos de la
Reserva Federal.
La señora
Yellen posee una comprensión no sólo de los mercados financieros y de la
política monetaria, sino también de los mercados laborales, cosa fundamental en
un momento en que el paro y el estancamiento de los salarios son preocupaciones
de primera magnitud.
El segundo
elemento de la política de la Reserva Federal es la evaluación de riesgos: si
se pisan los frenos demasiado a fondo, se corre el riesgo de provocar un
desempleo excesivamente elevado; si no se pisan lo suficiente, se corre el
riesgo de provocar inflación. La señora Yellen no sólo ha demostrado su
excelencia a la hora de hacer previsiones, sino que también ha demostrado ser
equilibrada. Se han planteado dudas legítimas: dados los estrechos vínculos del
señor Summers con Wall Street, ¿reflejaría este la obsesión exclusiva de los
financieros por la inflación, y le preocuparían más los efectos sobre los
precios de los bonos que sobre los estadounidenses comunes? En el pasado, los
bancos centrales han prestado excesiva atención a la inflación. Es más, esa
concentración exclusiva, con escasa consideración por la estabilidad
financiera, no sólo ha contribuido a la crisis, sino que, como he expuesto en
mi libro Caída libre, también ha contribuido a la disminución de la parte del
ingreso total que corresponde a los
trabajadores comunes.
Pese a que
la disposición a tomar iniciativas para prevenir las crisis (y el buen criterio
en el transcurso de las mismas) sean indudablemente decisivas a la hora de
elegir al próximo presidente de la Reserva Federal, existen otras
consideraciones importantes. La Reserva Federal es una organización grande que
hay que dirigir, y la señorita Yellen demostró su capacidad de gestión en la
Reserva Federal de San Francisco. Hay que lograr el consenso entre un grupo
variopinto de individuos testarudos, algunos de ellos más preocupados por la
inflación y otros más inquietos por el desempleo. Necesitamos a alguien que
sepa obtener consensos, no alguien que destaque a la hora de intimidar a los
demás, sino que sepa escuchar y respetar los puntos de vista de los demás.
Cuando yo era presidente del Comité de Política Económica de la Organización
para el Desarrollo y la Cooperación Económica, pude constatar la eficacia con
la que la señora Yellen representó a Estados Unidos y el respeto que se le
tributaba. En años sucesivos ha ganado en talla, y hoy en día goza de un enorme
respeto entre los gobernadores de los bancos centrales de todo el mundo. Posee
el criterio, la sabiduría y la dignidad que cabe esperar de una directora de la
Reserva Federal.
Por último,
la Reserva Federal es una institución de enorme importancia, pero por
desgracia, su conducta en los años previos a que la señora Yellen asumiese su
papel en Washington —tanto en lo referente a su incapacidad para lidiar con la
burbuja como en lo relativo a determinados aspectos de su conducta durante las
secuelas inmediatas de la crisis (como la falta de transparencia)— han socavado
la confianza en ella. Es importante que el candidato del presidente Obama no
actúe —y que ni siquiera se considere que actúe como tal— al servicio de los
mercados financieros. Esa persona no puede ser alguien que pudiera verse
empañado siquiera por la acusación de la existencia de un conflicto de
intereses, cosa que resulta inevitable con la «puerta giratoria», asociada
demasiado a menudo con la regulación de este sector. Tampoco debería ser
alguien que padezca de «captura cognitiva» por parte de Wall Street. Al mismo
tiempo, esa persona tiene que gozar de la confianza de los mercados financieros
y tener una profunda comprensión de ellos. La señora Yellen reúne todas estas
condiciones, lo cual es todo un logro en sí mismo.
Podría uno
decir que este país tiene la fortuna de tener dos candidatos que, como ha
escrito el economista de Harvard Kenneth S. Rogoff, execonomista jefe del Fondo
Monetario Internacional, son «brillantes estudiosos con una experiencia
exhaustiva de servicio público». Ahora bien, la brillantez no es el único
factor determinante en el desempeño. Los valores, los criterios y la personalidad
también importan.
Rara vez han
sido las opciones tan descarnadas ni ha habido tanto en juego. No es de
extrañar que la elección del director de la Reserva Federal haya suscitado
tanto revuelo. La señora Yellen posee un historial realmente impresionante en
cada uno de los empleos que ha desempeñado. El país tiene ante sí a dos
candidatos, a uno que desempeñó un papel decisivo en la creación de los
problemas económicos a los que nos enfrentamos en la actualidad, y a otra de
una estatura, una experiencia y un criterio descomunales.
Hace mucho
tiempo que la política alimentaria estadounidense está infestada por una lógica
que lleva a rascarse la cabeza. Cada año gastamos miles de millones de dólares
en subvenciones agrícolas, muchas de las cuales ayudan a grandes empresas a
plantar más cultivos de los que necesitamos. La saturación resultante ejerce
una presión a la baja sobre los precios agrícolas a escala mundial y perjudica
a los agricultores de los países en vías de desarrollo. Entretanto, millones de
estadounidenses viven al borde del hambre, que apenas logramos mantener a raya
mediante un programa de vales de comida que proporciona a la mayoría de sus
beneficiarios poco más de cuatro dólares al día.
De modo que
resulta casi demasiado absurdo que los republicanos de la Cámara estén
solicitando una ley agraria que agravará todos estos problemas. Con el presunto
objetivo de equilibrar la contabilidad nacional, las medidas a favor de las que
está presionando la camarilla de republicanos de la Cámara en las negociaciones
con el Senado, mientras el Congreso intenta aprobar una ampliación de la ley
agraria (largo tiempo parada), recortaría las escasas ayudas que nuestro país
ofrece a los más vulnerables y emplearía los recursos así obtenidos para seguir
engordando a un reducido número de prósperos agricultores estadounidenses.
La Cámara ha
propuesto recortar las prestaciones en forma de vales de comida en unos 40 000
millones de dólares en los próximos diez años, además de los 5000 millones en
recortes ya aprobados este mes al expirar las ampliaciones del programa de
vales de comida incluidos en la ley de estímulos de 2009. En el ínterin, los
republicanos de la Cámara parecen dispuestos a permitir que las subvenciones
agrícolas, que el año pasado ascendieron a un total de 14 900 millones de
dólares, sigan aumentando al mismo ritmo. Las propuestas de los republicanos
transformarían la ayuda gubernamental de pagos directos —pagados a un tipo fijo
a los agricultores cada año para animarlos a seguir sembrando cultivos
concretos con independencia de las fluctuaciones del mercado— en subvenciones
para las primas de seguros de los cultivos. Sin embargo, es poco probable que
esto sea más barato. Peor aún, a diferencia de los pagos directos, las
subvenciones para las primas de seguros no tienen límite de ingresos para los
agricultores que puedan optar a recibir esta modalidad de dádivas.
Esta
propuesta es un ejemplo perfecto de cómo una creciente desigualdad ha sido
alimentada por lo que los economistas denominan «captación de rentas». A medida
que un reducido número de estadounidenses se ha vuelto extremadamente rico, su
poder político también ha aumentado desproporcionadamente. Intereses pequeños y
poderosos —en este caso el de los agricultores comerciales ricos— ayudan a
crear políticas públicas de distorsión de los mercados que no benefician a
nadie salvo a ellos y les permiten apropiarse de una mayor porción de la tarta
económica nacional. Esa porción mayor significa que todos los demás recibimos
una porción menor —porque la tarta no aumenta de tamaño— aunque los captadores
de rentas suelen ser duchos en quitarle a un ciudadano estadounidense lo
suficientemente poco para que apenas sea consciente de la pérdida. Si bien la cantidad
que los captadores de renta han sustraído del bolsillo de cada estadounidense
es pequeña, la cantidad agregada es inmensa. Y eso incrementa a su vez la
desigualdad.
El acuerdo
insensato propuesto por el proyecto de ley agraria de los republicanos de la
Cámara es una versión especialmente indignante de este proceso. Quita dinero
real a los estadounidenses más pobres, que lo necesitan para la supervivencia
pura y dura, y se lo entrega a un reducido grupo de ricos que no se lo merecen
a cambio de sus contribuciones de campaña y su apoyo político. No existe
justificación económica alguna: de hecho, la ley distorsiona nuestra economía
al fomentar la clase de producción que no necesitamos y disminuir el consumo de
quienes tienen menores ingresos. Tampoco tiene justificación moral: de hecho,
intensifica la miseria y la precariedad de la vida cotidiana de millones de
estadounidenses.
Las
subvenciones agrícolas eran una cuestión mucho más delicada cuando comenzaron,
hace ocho décadas, en 1933, en una época en la que más del 40 por ciento de los
estadounidenses vivía en zonas rurales. Los ingresos agrícolas se redujeron
aproximadamente a la mitad durante los tres primeros años de la Gran Depresión.
En ese contexto, las subvenciones eran un programa de lucha contra la pobreza.
Ahora, sin
embargo, las subvenciones agrícolas sirven a una finalidad muy distinta. Según
el Grupo de Trabajo Medioambiental, entre 1995 y 2012 el 1 por ciento de las
explotaciones agrícolas recibía en torno a 1,5 millones de dólares cada una, lo
que representa más de una cuarta parte de todas las subvenciones. Unas tres
cuartas partes de las subvenciones iban a parar a sólo un 10 por ciento de las
explotaciones agrícolas, que obtenían un promedio de más de 30 000 dólares
anuales, unas veinte veces la cantidad que recibe el beneficiario medio
individual del Programa de Asistencia Alimentaria Supletoria Nacional (SNAP,
por sus siglas en inglés), también conocido como vales de comida.
En la
actualidad, los vales de comida son uno de los principales pilares de nuestro
esfuerzo por combatir la pobreza. Más del 80 por ciento de los aproximadamente
cuarenta y cinco millones de estadounidenses que participaron en el programa
SNAP en 2011 —el último año para el que existen datos exhaustivos del Departamento
de Agricultura— tenían unos ingresos familiares brutos que estaban por debajo
del umbral de la pobreza. (Desde entonces, el número total de participantes se
ha ampliado hasta alcanzar prácticamente la cifra de cuarenta y ocho millones).
Incluso disponiendo de esa ayuda, muchos de ellos padecen inseguridad
alimentaria, es decir, tienen problemas para llevar comida a la mesa en algún
momento a lo largo del año.
Históricamente,
los programas de vales de comida y las subvenciones agrícolas han estado
vinculados. Puede que unos y otros parezcan extraños compañeros de cama, pero
esto no deja de tener su lógica; es preciso abordar ambas vertientes de la
economía de la alimentación: la producción y el consumo. El hecho de que dentro
de un mismo país haya una abundante oferta no garantiza que los ciudadanos de
ese país estén bien alimentados. El desequilibrio radical entre las
subvenciones agrícolas para los ricos y la ayuda nutricional para los más
necesitados —un desequilibrio que las leyes agrícolas intentarían fomentar
directamente— es un doloroso testimonio de la veracidad de este hecho económico
documentado.
El premio
Nobel de Economía Amartya Sen nos ha recordado que ni siquiera las hambrunas
vienen provocadas necesariamente por una deficiencia de la oferta, sino por la
incapacidad de hacer llegar los alimentos existentes a la gente que los
necesita. Así sucedió durante la hambruna bengalí de 1943 y la de la patata en
Irlanda un siglo antes: Irlanda, controlada por sus amos británicos, estaba
exportando alimentos a la vez que sus ciudadanos se morían de hambre.
En Estados
Unidos se está desarrollando una dinámica similar. A los agricultores
estadounidenses se los considera de los más eficientes del mundo. Nuestro país
es el mayor productor mundial y exportador de maíz y soja, por nombrar sólo dos
de los cultivos de mayor entidad. Y no obstante, millones de estadounidenses
siguen padeciendo hambre, y de no ser por los programas fundamentales que
ofrece el Estado para prevenir el hambre y la malnutrición —esos programas que
ahora pretenden recortar los republicanos—, serían millones más.
Y hay una
ironía final en las políticas alimentarias de Estados Unidos: a la vez que
fomentan la sobreproducción, prestan escasa atención a la calidad y diversidad
de los alimentos producidos por nuestras explotaciones agrícolas. Las enormes
subvenciones destinadas a la producción de maíz, por ejemplo, suponen que
muchos alimentos poco saludables sean relativamente baratos, por lo que hacer
la compra con un presupuesto ajustado suele traducirse en escoger alimentos
poco nutritivos. Esta es una de las razones por las que los estadounidenses
afrontan la paradoja del hambre de un modo desproporcionado en relación con su
riqueza, además de unas tasas
de obesidad que se encuentran entre las más altas del mundo, y una gran
incidencia de la diabetes tipo 2. Los estadounidenses pobres corren un riesgo
especialmente elevado de padecer obesidad.
Hace unos
pocos años estuve en la India, un país de 1200 millones de habitantes en el que
decenas de millones de personas se enfrentan al hambre a diario, y un titular
de primera página de un periódico local proclamó que uno de cada siete
estadounidenses se enfrentaba a la inseguridad alimentaria porque no podía
costearse las necesidades fundamentales de la existencia. Los amigos indios con
los que me encontré aquel día y a lo largo de la semana siguiente estaban
desconcertados por la noticia: ¿cómo podía ser que en el país más rico del
mundo siguiera existiendo el hambre?
Su
desconcierto era comprensible: en este país tan rico el hambre es innecesaria.
Lo que no entendían mis amigos indios era que el 15 por ciento de los
estadounidenses —y el 22 por ciento de los niños del país— viven en la miseria.
Una persona que trabaje a tiempo completo (2080 horas anuales) por el salario
mínimo de 7,25 dólares ganaría aproximadamente 15 000 dólares al año, una
cantidad muy inferior al umbral de la pobreza para una familia de cuatro
miembros (23 942 dólares en 2012) e incluso inferior al umbral de la pobreza
para una familia de tres miembros.
El lúgubre
cuadro resultante es el resultado de decisiones políticas tomadas en Washington
que han contribuido a crear un sistema económico en el que las personas sin
estudios superiores tienen que trabajar con una intensidad excepcional
simplemente para mantenerse en la pobreza.
No es así
como se supone que tiene que funcionar Estados Unidos. En su célebre discurso
de las «cuatro libertades» de 1941, Franklin D. Roosevelt enunció el principio
de que todos los estadounidenses deberían gozar de determinados derechos
económicos fundamentales, entre ellos el derecho a tener cubiertas las
necesidades básicas. Estas ideas fueron adoptadas más tarde por la comunidad
internacional en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que también
consagró el derecho a una alimentación adecuada. No obstante, pese a que
Estados Unidos desempeñó un papel fundamental a la hora de abogar a favor de
estos derechos humanos económicos fundamentales en el panorama internacional —y
en lograr que se adoptaran— su actuación en el ámbito doméstico ha sido
decepcionante.
Por
supuesto, a nadie le extrañará que, dado el elevado nivel de pobreza, millones
de estadounidenses hayan tenido que acudir al Estado para poder acceder a los
requisitos básicos de la existencia. Y esa cifra aumentó drásticamente con la
llegada de la Gran Recesión. Entre 2007 y 2013, el número de estadounidenses
que recurren a vales de comida subió más de un 80 por ciento.
Decir que la
mayoría de estos estadounidenses son técnicamente pobres no hace más que rozar
la superficie de su miseria. En 2013, por ejemplo, dos de cada cinco
beneficiarios del programa SNAP tenían unos ingresos brutos que no llegaban ni
a la mitad de lo que marca el umbral de la pobreza. La cantidad que reciben del
programa es muy pequeña, sólo 4,39 dólares al día por beneficiario. Con esto
apenas se puede sobrevivir, pero marca una enorme diferencia en las vidas de
quienes lo reciben: el Centro de Prioridades Presupuestarias y Políticas
calcula que en 2010 el programa SNAP sacó a cuatro millones de estadounidenses
de la pobreza.
Dada la
inadecuación de los programas existentes para combatir el hambre y la
malnutrición, y en vista de la magnitud de la miseria resultante de la Gran
Depresión, cabría pensar que la respuesta natural de nuestros dirigentes
políticos hubiera sido ampliar los programas que garantizaban la seguridad
alimentaria. Ahora bien, los miembros de la camarilla republicana de la Cámara
de Representantes ven las cosas de otro modo. Por lo visto, quieren culpar a
las víctimas: a los pobres a los que se les ha proporcionado una enseñanza
pública inadecuada y por tanto carecen de una formación comercializable, y a
quienes buscan trabajo en serio pero no logran
encontrarlo, debido a un sistema económico que se encuentra en punto muerto, y
en el que casi uno de cada siete estadounidenses que quisiera encontrar empleo
a tiempo completo sigue siendo incapaz de conseguirlo. Lejos de mitigar el
impacto de estos problemas, la propuesta de los republicanos agravaría la
privación y las desigualdades.
Y los calamitosos efectos de la
propuesta llegarán incluso más allá de nuestras fronteras. Consideradas desde
una perspectiva más amplia, las subvenciones agrícolas, combinadas con los
recortes en vales de comida, aumentaron la miseria y el hambre globales. Esto
se debe a que, con la disminución del consumo estadounidense con respecto a lo
que de otro modo sería, y al aumentar la producción, es inevitable que aumenten
las exportaciones de alimentos. Unas exportaciones mayores harán bajar los
precios a escala global y perjudicarán a los agricultores pobres en el mundo
entero. La agricultura es el principal medio de vida para el 70 por ciento de
los pobres del mundo que viven en áreas rurales, que se encuentran en una
proporción abrumadora en países en vías de desarrollo.
La
aprobación del plan de los republicanos de la Cámara repercutirá en nuestra
economía a través de varios canales. Uno de ellos es simplemente que las
familias pobres con pocos recursos asfixiarán el crecimiento. Más pernicioso es
el hecho de que la ley agraria de los republicanos ahondaría la desigualdad, y
no sólo mediante dádivas inmediatas a los agricultores acomodados y los
correspondientes recortes para los pobres. Los niños malnutridos, ya sea porque
pasen hambre o como consecuencia de una mala dieta, no aprenden tan bien como
los que están mejor alimentados.
Al aplicar
recortes a los vales de comida aseguramos la perpetuación de la desigualdad, y
además en una de sus peores manifestaciones: la desigualdad de oportunidades.
Cuando se trata de oportunidades, como he escrito en otros artículos de esta
serie, Estados Unidos lo está haciendo alarmantemente mal. Estamos poniendo en
peligro nuestro futuro porque habrá una gran cantidad de gente en el espectro
inferior de la sociedad que no podrá ver realizadas sus expectativas y que no
podrá realizar la contribución que podrían haber realizado a la prosperidad del
país en conjunto.
Todo esto
deja al desnudo que el argumento de los republicanos a favor de estas políticas
alimentarias —la inquietud ante nuestro futuro, y en particular ante el impacto
de la deuda pública sobre nuestros hijos— es una farsa deshonesta y
profundamente cínica. No sólo se han pulverizado los cimientos intelectuales del
fetichismo de la deuda (merced al descrédito de la obra de los economistas de
Harvard Carmen M. Reinhart y Kenneth S. Rogoff, que vincularon el crecimiento
lento con índices de deuda en relación con el PIB superiores al 90 por ciento).
El proyecto de ley agraria de los republicanos también perjudica claramente a
los hijos de Estados Unidos y del mundo de varias formas.
Supondría un
fracaso moral y económico para el país que propuestas semejantes llegaran a
convertirse en ley.
Los acuerdos comerciales son uno de
esos temas que hacen que se nos pongan los ojos en blanco, pero
al que todos deberíamos estar prestando atención. En estos momentos hay
propuestas comerciales en ciernes que amenazan con dejar a la mayoría de los
estadounidenses del lado malo de la globalización.
De hecho,
los puntos de vista discrepantes acerca de los acuerdos están desgarrando el
tejido del Partido Demócrata, aunque sería imposible desprender esa conclusión
de la retórica del presidente Obama. En el discurso del estado de la nación,
por ejemplo, se refirió insípidamente a «nuevos socios comerciales» que iban a
«crear más empleo». Lo que está más inmediatamente en disputa es el Acuerdo
Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica (TPP, por sus siglas en
inglés), que agruparía a doce países de la Cuenca del Pacífico en lo que sería
la mayor zona de comercio libre del mundo.
Las
negociaciones en torno al TPP comenzaron en 2010, con el objetivo, según el
Representante de Comercio de Estados Unidos, de incrementar el comercio y la
inversión mediante la reducción de aranceles y otras barreras comerciales entre
los países participantes. Sin embargo, las negociaciones del TPP se han estado
llevando a cabo en secreto, lo que nos ha obligado a depender de borradores
filtrados para adivinar cuáles puedan ser las cláusulas que se proponen. Al
mismo tiempo, este año el Congreso presentó un proyecto de ley que otorgaría a
la Casa Blanca una autoridad de vía rápida a prueba de tácticas dilatorias, y
en función de la cual el Congreso simplemente aprobaría o rechazaría cualquier
acuerdo comercial que se le pusiera delante, sin revisiones ni enmiendas.
Ha estallado
la controversia, y no podía ser de otro modo. En función de las filtraciones —y
de la historia de los acuerdos aprobados en pactos comerciales anteriores— es
fácil inferir la forma del TPP en conjunto, y no pinta bien. Existe un riesgo
real de que beneficie al estrato más delgado y más rico de la élite
estadounidense y global a expensas de todos los demás. El hecho de que un plan
semejante ni siquiera se someta a consideración da fe de la profundidad con la
que la desigualdad repercute en nuestras políticas económicas.
Peor aún,
acuerdos como el TPP son sólo un aspecto más de un problema de mayor entidad:
nuestra absoluta mala gestión de la globalización.
En primer
lugar, abordemos la historia. En general, los pactos comerciales de hoy en día
son notablemente distintos a los que se establecieron en las décadas que
siguieron a la Segunda Guerra Mundial, cuando las negociaciones se centraban en
la reducción de aranceles. A medida que los aranceles fueron disminuyendo por
todas partes, el comercio se amplió, y cada país pudo desarrollar aquellos
sectores en los que tenía mayor fuerza, y como consecuencia, el nivel de vida
aumentó. Se perderían algunos puestos de trabajo, pero se crearían otros
nuevos.
Hoy en día,
los acuerdos comerciales tienen un objetivo diferente. Los aranceles ya son
bajos en todo el mundo. La atención se ha desplazado hacia las «barreras no
arancelarias», y las más importantes de estas —para los intereses de las
grandes empresas que impulsan las negociaciones— son las normativas. Inmensas
empresas multinacionales se quejan de que la incoherencia de las normativas
encarece los negocios. Ahora bien, la mayoría de las normativas, pese a ser
imperfectas, están ahí para algo: para proteger a los trabajadores, a los
consumidores, a la economía y al medio ambiente.
Es más, a
menudo esas normativas fueron aprobadas por Estados que respondían a las
exigencias democráticas de sus ciudadanos. Los nuevos adeptos de los acuerdos
comerciales pretenden eufemísticamente que sólo aspiran a una armonización de
las normativas, una frase de sonido inmaculado que implica un plan inocente
destinado a promover la eficiencia. Por supuesto, podría obtenerse la
armonización de las normativas mediante el refuerzo de las normas y llevándolas
a los máximos niveles de exigencia en todas partes. Ahora bien, cuando las grandes
empresas piden armonización, lo que en realidad quieren es una espiral
descendente.
Cuando
acuerdos como el TPP rigen el comercio internacional —cuando cada país ha
aceptado unas normativas mínimas semejantes—, las grandes empresas
multinacionales pueden volver a las prácticas habituales antes de que la Clean
Air Act y la Clean Water Act se convirtieran en ley (en 1970 y 1972
respectivamente) y antes de que estallara la última crisis financiera. Las
grandes empresas del mundo entero bien podrían estar de acuerdo en que la
eliminación de normativas sería buena desde el punto de vista de sus
beneficios. Podría persuadirse a los negociadores de que estos acuerdos
comerciales serían buenos para los beneficios comerciales y empresariales. No
obstante, habría algunos grandes perjudicados, a saber: todos los demás.
Precisamente
por lo mucho que hay en juego resulta tan arriesgado permitir que las
negociaciones comerciales transcurran en secreto. En todo el mundo, los
Ministerios de comercio están sometidos a intereses empresariales y financieros.
Y cuando las negociaciones son secretas, no hay manera de que el proceso
democrático pueda ejercer los pesos y contrapesos necesarios para limitar los
efectos negativos de esos acuerdos.
Puede que el
secretismo bastara para crear una controversia significativa en torno al TPP.
Lo que sabemos acerca de sus detalles particulares no lo hace sino más
inaceptable aún. Uno de los peores es que permite a las grandes empresas buscar
restitución ante un tribunal internacional, no sólo frente a expropiaciones injustas,
sino también por el presunto descenso de sus beneficios potenciales como
consecuencia de la regulación. No se trata de un problema teórico. Philip
Morris ya ha ensayado esta táctica contra Uruguay, alegando que sus normativas
antitabaco, que han sido objeto de aclamación por parte de la Organización
Mundial de la Salud, mermaron injustamente sus beneficios y violaron un acuerdo
comercial bilateral entre Suiza y Uruguay. En este sentido, los recientes
acuerdos comerciales recuerdan a las Guerras del Opio, durante las cuales las
potencias occidentales exigieron con éxito a China que se mantuviera abierta al
opio porque estas lo consideraban fundamental para corregir lo que de otro modo
hubiese supuesto un gran desequilibrio comercial.
Las
cláusulas ya incorporadas a otros acuerdos comerciales se están empleando en
otras partes para socavar las normativas medioambientales y de otro tipo. Los
países en vías de desarrollo pagan un alto precio por aceptar esas cláusulas,
pero las pruebas de que a cambio obtengan mayores inversiones son escasas y
controvertidas. Y aunque estos países sean las víctimas más evidentes, la misma
cuestión también podría convertirse en un problema para Estados Unidos. Cabe
imaginar que las grandes empresas de nuestro país pudieran fundar sucursales en
algún país de la Cuenca del Pacífico, invertir en Estados Unidos a través de
esas sucursales y luego emprender acciones contra su propio Estado ejerciendo
unos derechos en calidad de empresa «extranjera» de los que no habrían gozado como
empresas estadounidenses. De nuevo, no se trata sólo de una posibilidad
teórica. Ya existen indicios de que las empresas están decidiendo cómo
canalizar su dinero hacia diferentes países en función de dónde poseen una
posición legal más sólida en relación con el Estado.
Existen
otras cláusulas nocivas. Estados Unidos se ha estado esforzando por disminuir
el coste de la atención sanitaria. Ahora bien, el TPP dificultaría más la
introducción de los genéricos, y por tanto haría subir el precio de las medicinas.
En los países más pobres, no se trata sólo de mover dinero hacia las arcas de
las grandes empresas: miles de personas morirían de manera innecesaria. Por
supuesto, hay que recompensar a los investigadores. Para eso tenemos un sistema
de patentes. No obstante, se supone que el sistema de patentes equilibra
cuidadosamente los beneficios de la protección intelectual con otro objetivo
valioso: facilitar más el acceso al conocimiento. Ya he escrito en otras
ocasiones sobre cómo se ha abusado del sistema por parte de aquellos que buscan
patentes para los genes que predisponen a las mujeres a padecer cáncer de mama.
El Tribunal Supremo acabó rechazando esas patentes, pero no antes de
que muchas mujeres sufrieran innecesariamente. Los acuerdos comerciales ofrecen
más oportunidades aún para los abusos en las patentes.
La inquietud
va en aumento. Una posible lectura de los documentos filtrados de las
negociaciones hace pensar que el TPP facilitaría a los bancos estadounidenses
la venta de derivados arriesgados en todo el mundo, preparando quizá así el
terreno para la misma clase de crisis que condujo a la Gran Recesión.
Pese a todo
esto, hay quienes apoyan apasionadamente el TPP y los acuerdos semejantes,
entre otros muchos economistas. Lo que hace posible ese apoyo son teorías
económicas falsas y desacreditadas que todavía siguen en circulación
fundamentalmente porque sirven a los intereses de los sectores más adinerados.
El libre
comercio fue uno de los dogmas de la ciencia económica durante los primeros
años de la disciplina. Sí, hay ganadores y perdedores, rezaba la teoría, pero
los primeros siempre pueden compensar a los segundos, de modo que el libre
comercio (o el comercio aún más libre) beneficia a todo el mundo. Esta
conclusión, por desgracia, se basa en numerosos supuestos, gran parte de los
cuales son sencillamente falsos.
Las teorías
más antiguas, por ejemplo, simplemente hacían caso omiso de los riesgos, y
daban por supuesto que los trabajadores podían trasladarse ininterrumpidamente
de un empleo a otro. Se daba por supuesto que la economía funcionaba con pleno
empleo, de manera que los trabajadores desplazados por la globalización podrían
trasladarse rápidamente de sectores de baja productividad (que habían
prosperado simplemente porque la competencia extranjera se mantenía a raya
mediante aranceles y otras restricciones comerciales) a sectores de
productividad elevada. Sin embargo, cuando hay un nivel de paro elevado, y
sobre todo cuando un alto porcentaje de los desempleados son parados de larga duración
(como es el caso ahora), no cabe tanta autocomplacencia.
En la
actualidad hay veinte millones de estadounidenses a los que les gustaría tener
un empleo a jornada completa pero que no lo consiguen. Millones de ellos han
dejado de buscar empleo, de tal modo que existe un verdadero riesgo de que los
individuos desplazados de empleos de baja productividad en un sector protegido
acaben convirtiéndose en miembros de nula productividad del inmenso ejército de
los parados. Eso perjudica hasta a quienes han conservado sus puestos de
trabajo, pues un nivel de desempleo mayor presiona a la baja sobre los
salarios.
Podemos
discutir sobre si nuestra economía no está funcionando del modo en que se
supone que debería hacerlo, ya sea por falta de demanda agregada o porque los
bancos, más interesados en especular y en manipular los mercados que en ofrecer
créditos, no están proporcionando fondos adecuados a las pequeñas y medianas
empresas. Ahora bien, sean cuales sean los motivos, lo cierto es que esos
acuerdos comerciales sí corren el riesgo de aumentar el desempleo.
Unos de los
motivos de que estemos en tan mal estado es que hemos gestionado mal la
globalización. Nuestras políticas económicas animan a subcontratar los empleos:
los bienes producidos en ultramar gracias a la mano de obra barata pueden ser
devueltos a Estados Unidos a bajo precio. De manera que los trabajadores
estadounidenses comprenden que tienen que competir con los del extranjero, y su
poder de negociación se debilita. Ese es uno de los motivos por los que los
ingresos medios de los trabajadores varones a tiempo completo es inferior del
que era hace cuarenta años.
La política
estadounidense actual agrava estos problemas. Incluso en las mejores
circunstancias, la vieja teoría del libre comercio sostenía que los ganadores
podían compensar a los perdedores, no que lo harían efectivamente. Y no lo han
hecho. Todo lo contrario. Los defensores de los acuerdos comerciales suelen
decir que para que Estados Unidos sea competitivo, no sólo será necesario reducir
los salarios, sino también los impuestos y el gasto público,
sobre todo en aquellos programas que benefician a los ciudadanos de a pie.
Deberíamos aceptar el dolor a corto plazo, dicen, porque a largo plazo todos
nos beneficiaremos. Ahora bien, existen pocos indicios de que los acuerdos
comerciales vayan a conducir a un crecimiento más veloz o más asentado, o de
que a largo plazo vayan a beneficiar a la mayoría de trabajadores.
Los críticos
del TPP son tan numerosos porque tanto el proceso como la teoría subyacente
están en quiebra. Ha surgido oposición no sólo en Estados Unidos, sino también
en Asia, donde las conversaciones han entrado en punto muerto.
Al encabezar
un rechazo total a la autoridad de vía rápida para el TPP, el líder de la
mayoría en el Senado, Harry Reid, nos ha dado un respiro a todos. Quienes
consideran que los acuerdos comerciales enriquecen a las grandes empresas a
expensas del 99 por ciento parecen haber salido victoriosos de esta escaramuza.
No obstante, se está librando una guerra más amplia para garantizar que la
política comercial —y más en general, la globalización— se diseñe de manera que
incremente el nivel de vida de la mayoría de los estadounidenses. El desenlace
de esa guerra sigue siendo incierto.
En esta
serie he insistido reiteradamente sobre dos cuestiones: la primera es que el
alto nivel de desigualdad de Estados Unidos hoy en día y su enorme incremento
durante los últimos treinta años es el resultado acumulado de un surtido de
políticas, programas y leyes. Dado que el propio presidente en persona ha hecho
hincapié en que hacer frente a la desigualdad debería ser la prioridad número
uno del país, cada nueva política, programa o ley deberían de analizarse desde
la perspectiva de su impacto sobre la desigualdad. Acuerdos como el TPP han
contribuido significativamente a esta desigualdad. Las grandes empresas quizá
se beneficien, e incluso cabe la posibilidad —aunque esté lejos de quedar
garantizado— de que el producto interior bruto, medido de acuerdo con los
parámetros convencionales, aumente. No obstante, es probable que el bienestar
de los ciudadanos corrientes acuse el golpe.
Y esto me
lleva a la segunda cuestión que he subrayado reiteradamente: la economía de
goteo es un mito. Enriquecer a las grandes empresas —como pretende hacer el
TPP— no ayudará necesariamente a quienes están en la parte central del espectro
social, y ya no digamos a quienes se encuentran en la parte inferior.
Continuará
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