30 NOV 2019 - 00:42 CET
El presidente de EE UU, Donald Trump, junto a un pavo, símbolo de Acción de Gracias LOREN ELLIOT REUTERS
Así que no les bastaba la imaginaria “guerra contra la Navidad”. Donald Trump y Fox News acusan ahora a los progresistas de librar también una guerra contra el día de Acción de Gracias, basándose en... pues bueno, en nada. ¿Pero entienden Trump y su panda de intolerantes siquiera de qué va Acción de Gracias? Si lo hicieran, odiarían esta fiesta, una de las más estadounidenses.
Al fin y al cabo, los peregrinos eran refugiados que huían de la persecución de la monarquía inglesa, que en aquel tiempo era todavía un régimen autocrático. Eran, en otras palabras, exactamente la clase de gente a la que Trump y compañía quieren prohibirle la entrada.
Es más, el retrato tradicional de la primera Acción de Gracias es un momento de tolerancia racial y multiculturalismo: inmigrantes europeos compartiendo un festín con nativos americanos. Ese momento no duró: buena parte de la población nativa de Nueva Inglaterra fue eliminada a lo largo de las siguientes décadas. Y es muy posible que ese desenlace fuese inevitable. Pero seguimos celebrando el relato de un encuentro amable entre razas y culturas.
Acción de Gracias se convirtió en fiesta oficial gracias a una proclamación firmada en 1863 por Abraham Lincoln. La firmó pocos meses después de rubricar la Proclamación de Emancipación y solo unas semanas antes de pronunciar el discurso de Gettysburg, en el que declaró que Estados Unidos es una nación dedicada a la idea de que todos los hombres han nacido iguales. De modo que la Acción de Gracias que ahora celebramos también conmemora la lucha contra la esclavitud.
Tranquiliza saber que, salvo los intolerantes, el resto del país parezca comprometido con una sociedad abierta
Por último, Acción de Gracias es enteramente aconfesional. La proclamación de Lincoln daba gracias al Dios Todopoderoso, pero se mostraba vaga respecto a la naturaleza del Todopoderoso. No hay nada en la fiesta que la reserve a los fieles de una religión en particular, o de hecho, a una religión oficial, y está abierta a todas las culturas. The New York Times informaba hace poco sobre la creciente popularidad del pavo de Acción de Gracias preparado al estilo del pato asado chino; nada más fiel al espíritu de la fiesta.
Acción de Gracias es, en resumen, una fiesta verdaderamente estadounidense. No solo es específica de nuestro país, sino que es también una celebración de los valores que de hecho hacen grande a Estados Unidos: la apertura a personas con apariencia y formas de actuar distintas, la tolerancia religiosa, la simpatía hacia los perseguidos, la creencia en la igualdad humana.
Cierto que con demasiada frecuencia solo honramos estos valores de boquilla; en la historia del país ha habido muchos capítulos oscuros. Pero siempre nos las hemos apañado para salir de la oscuridad. A veces esa salida nos ha llevado muchas generaciones; la era de Jim Crow en el Sur duró casi un siglo, y ni siquiera hoy ha desaparecido por completo. Así y todo, una y otra vez, desde los abolicionistas hasta el movimiento por los derechos civiles, pasando por el sufragio femenino y los derechos LGTBI, los ideales de Estados Unidos han acabado por prevalecer, y hemos vuelto a los valores fundamentales de nuestra nación.
Atravesamos ahora uno de esos capítulos oscuros. Trump y compañía son, sin duda, nacionalistas blancos cuyos valores se asemejan mucho más a los de los autoritarios europeos de sangre y tierra que a la tradición estadounidense. Y todo el Partido Republicano parece dispuesto a respaldar a Trump, por mucho que este traicione por completo no solo los valores sino también los intereses estadounidenses.
Es más, tampoco hay ninguna garantía de que salgamos de este capítulo oscuro como la nación que éramos. Es verdad que Trump es un presidente inusualmente impopular; pero su tasa de aprobación, que ronda el 40% o un poco más, es en todo caso más alta que la que registraba Viktor Orban mientras desmantelaba la democracia húngara. Y Trump, al igual que los nacionalistas blancos europeos, hace lo posible por eliminar las barreras que supuestamente debían limitar el abuso de poder, al tiempo que deslegitima cualquier oposición.
Pero, aunque un número alarmante de estadounidenses parece satisfecho con este programa autoritario y esta aceptación de la intolerancia, tranquiliza que el resto del país parezca comprometido con una sociedad abierta.
Los esfuerzos de Trump por extender el miedo a las personas de tez oscura parecen haberse vuelto de hecho contra él: la creencia popular de que los inmigrantes realizan una aportación positiva a Estados Unidos se encuentra en el punto más alto desde hace décadas.
Asimismo, aunque Trump pueda tener tantos partidarios como los cada vez más numerosos autócratas extranjeros, afronta una resistencia mucho más decidida. La oposición a la Fidesz en Hungría o al Partido de la Ley y la Justicia en Polonia parece desmoralizada y desorganizada desde el comienzo; la oposición a Trump ha sido, en conjunto, animosa y cohesiva. Y esto no se debe solo a las personalidades; por impresionantes que sean Nancy Pelosi y Adam Schiff, tanto la victoria demócrata en las elecciones de mitad de mandato como la eficacia del proceso de destitución reflejan en última instancia la determinación con la que muchos estadounidenses de a pie sostienen nuestros valores fundamentales.
Dicho esto, bien podríamos perderlo todo. Pero también era así cuando Lincoln convirtió el día de Acción de Gracias en fiesta nacional. Mientras él celebraba las virtudes de Estados Unidos, el país seguía en el abismo de la guerra civil, y a pesar de Gettysburg y Vicksburg, la victoria de la Unión no estaba ni mucho menos garantizada. La cuestión es que Acción de Gracias no es la celebración de un triunfo nacional; es la celebración de los mejores ángeles de la naturaleza estadounidense. Por eso es una fiesta que los verdaderos patriotas, que creen en los valores fundacionales de nuestra nación, deberían amar, y que gente como Trump y sus seguidores deberían odiar.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía
© The New York Times, 2019
Traducción de News Clips
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