El objetivo de Trump y los republicanos al abandonar el acuerdo de París no es otro que acabar con el legado de Obama
El presidente de EE UU, Donald Trump, escucha al director de la Agencia de Protección Ambiental Scott Pruitt tras anunciar la salida de EE UU de los acuerdos de París. KEVIN LAMARQUE REUTERS
Ahora que Donald Trump está haciendo todo lo que está en sus manos para destruir las esperanzas mundiales de controlar el cambio climático, dejemos clara una cosa: esto no tiene nada que ver con el interés nacional de Estados Unidos. A la economía estadounidense, en particular, le iría bien con el Acuerdo de París. No se trata de nacionalismo; es, principalmente, puro resentimiento.
En cuanto a la economía: a estas alturas, pienso, tenemos una idea bastante de buena de cómo sería una economía de bajas emisiones. Estoy seguro de que los expertos en energía disentirán en los detalles, pero las líneas generales no son difíciles de describir. Sin duda, sería una economía que utilizaría la electricidad: coches eléctricos, calefacción eléctrica, y algún que otro motor de combustión interna. El grueso de esa electricidad procedería, a su vez, de fuentes no contaminantes: eólica, solar y, sí, probablemente nuclear.
Por supuesto, no siempre sopla el viento o brilla el sol cuando las personas necesitamos energía. Pero hay múltiples formas de solventar ese problema: una red potente, capaz de trasladar electricidad a donde haga falta; almacenamiento de diversas formas (baterías, pero también centrales hidroeléctricas de bombeo); precios dinámicos que animen a los clientes a utilizar menos energía cuando escasea y más cuando abunda; y alguna capacidad de respuesta —probablemente derivada de generadores de gas natural, que provocan unas emisiones relativamente bajas— para hacer frente a los posibles desequilibrios restantes.
¿Cómo sería la vida en una economía que hubiese hecho esa transición energética? Casi indistinguible de la vida en la que tenemos ahora. La gente seguiría conduciendo coches, viviría en casas con calefacción en invierno y aire acondicionado en verano, y vería videos sobre superhéroes y gatitos graciosos. Habría muchas turbinas eólicas y paneles solares, pero la mayoría haríamos caso omiso de ellos, igual que hacemos en la actualidad con las chimeneas de las centrales eléctricas convencionales.
¿Y no sería más cara la energía en esta economía alternativa? Seguramente, pero la diferencia no sería muy grande: los avances tecnológicos han reducido drásticamente el coste de los sistemas solares y eólicos, y parece que lo mismo está empezando a suceder con el almacenamiento de energía.
Por otro lado, habría ventajas compensatorias. Principalmente, se reducirían en gran medida los efectos perjudiciales de la contaminación atmosférica para la salud, y es muy posible que la disminución de los gastos sanitarios compensase por sí sola los costes de la transición energética, incluso sin tener en cuenta toda esa mandanga del salvar a la civilización del catastrófico cambio climático.
La cuestión es que, si bien abordar el cambio climático de la forma prevista por el Acuerdo de París parecía un difícil problema económico y técnico, hoy en día parece bastante fácil. Ya tenemos casi toda la tecnología necesaria, y podemos estar casi seguros de que la restante se desarrollará. Evidentemente, la transición a una economía de bajas emisiones, la eliminación progresiva de los combustibles fósiles, llevaría tiempo, pero eso no sería un problema siempre que la senda estuviese clara.
¿Por qué entonces hay tanta gente de derechas decidida a bloquear las medidas climáticas e incluso intenta sabotear los avances conseguidos en materia de nuevas fuentes de energía? Que no me digan que les preocupa de verdad la inherente incertidumbre de los pronósticos climáticos. Toda decisión política a largo plazo debe tomarse teniendo en cuenta un futuro incierto (obvio); hay el mismo consenso científico en cuanto a este tema que el que se pueda ver respecto a cualquier otro. Y en este caso, podemos decir que la incertidumbre refuerza el argumento a favor de tomar medidas, porque los costes si nos equivocamos son asimétricos: si hacemos demasiado, habremos derrochado algo de dinero; si hacemos demasiado poco, condenaremos a la civilización.
Y que no me digan que lo que les importa son los mineros del carbón. Cualquiera que se preocupase de verdad por esos mineros haría campaña a favor de proteger sus prestaciones de salud y sus pensiones por incapacidad y por jubilación, e intentaría proporcionar oportunidades de empleo alternativas, en lugar de fingir que la irresponsabilidad medioambiental les devolverá de algún modo los puestos de trabajo perdidos a causa de la minería a cielo abierto.
Aunque no tenga nada que ver con los puestos de trabajo en el carbón, el antiecologismo de la derecha sí está relacionado en parte con proteger los beneficios de este sector, que en 2016 dio un 97% de sus aportaciones políticas a los republicanos.
Sin embargo, como he dicho, hoy en día la lucha contra la acción climática se guía principalmente por el puro resentimiento. Si se fijan en la actual retórica derechista (incluidas las tribunas de opinión escritas por funcionarios de alto rango de Trump), encontrarán una profunda hostilidad hacia cualquier noción de que determinados problemas requieren una acción colectiva distinta de matar gente y hacer saltar cosas por los aires.
Aparte de esto, buena parte de la derecha actual parece guiarse sobre todo por el rencor hacia los progresistas, más que por cuestiones concretas. Si los progresistas están a favor de algo, ellos se declaran en contra. Si los progresistas lo odian, es bueno. Y a esto hay que añadirle el antintelectualismo de las bases republicanas, para quienes el consenso científico es un inconveniente, no una ventaja, y puntos extras si además socava cualquier cosa relacionada con el presidente Barack Obama.
Y si todo esto parece demasiado mezquino y vengativo como para constituir la base de decisiones políticas trascendentales, piensen en la personalidad del hombre que ocupa la Casa Blanca. ¿Hace falta que diga algo más?
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2017.
Traducción de News Clips.
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