J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research.
BERKELEY – En su libro El capital en el siglo XXI, el economista francés Thomas Piketty destaca los contrastes llamativos en América del Norte y Europa cuando se compara la Edad de Oro que precedió a la Primera Guerra Mundial con las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Durante el primer período, el crecimiento económico era lento, la riqueza predominante se heredaba, los ricos dominaban el ámbito político y la desigualdad económica era extrema (como también lo eran las desigualdades raciales y de género).
Pero todo cambió después de la conmoción causada por la Segunda Guerra Mundial. El crecimiento del ingreso se aceleró, la riqueza, en su gran mayoría, se ganaba (ya sea de forma justa o injusta), el ámbito político pasó a estar bajo el dominio de la clase media y la desigualdad económica era modesta (a pesar de aún quedaba un largo camino para alcanzar las igualdades raciales y de género). El Occidente parecía haber entrado en una nueva era. Sin embargo posteriormente, durante la década de 1980, estas tendencias parecían estar cambiando constantemente, regresando hacia a la que fue la norma antes de la Primera Guerra Mundial.
La tesis central de Piketty es que no deberíamos sorprendernos por esto. Se debe esperar nuestro retorno a los patrones económicos y políticos de la Edad de Oro a medida que las economías de América del Norte y Europa regresan a lo que es normal para una sociedad capitalista.
En una economía capitalista, Piketty argumenta, es normal que una gran parte de la riqueza se herede. Es normal que su distribución sea altamente desigual. Es normal que una élite plutocrática, una vez constituida, utilice su poder político para dar forma a la economía de una manera que permita que sus miembros capturaren una gran parte de los ingresos de una sociedad. Y, es normal que el crecimiento económico sea lento; al fin de cuentas, el crecimiento rápido necesita de la destrucción creativa; y, debido a que lo se tendría que destruir es la riqueza de los plutócratas, es poco probable que se aliente tal destrucción.
Desde la publicación de su libro, el argumento de Piketty ha sido objeto de ataques feroces. La mayoría de las críticas son, en el mejor de los casos, mediocres; para mí, son más reflexiones sobre el poder económico y político de una plutocracia naciente que esfuerzos intelectuales serios y comprometidos sobre el tema.
Sin embargo, de manera independiente a esta cacofonía, dos corrientes críticas sugieren que Piketty pudiese estar equivocado, tanto con respecto a las características normales de una economía capitalista, como sobre dónde podemos estar dirigiéndonos en lo que se refiere a la desigualdad.
El campeón moderno de la primera corriente de ataques críticos es Matthew Rognlie, un estudiante graduado en el MIT; sin embargo, cabe mencionar que a pesar de que su argumentación es actual, la misma tiene un pedigrí largo e impresionante. Entre otros fundamentos, esta línea de razonamiento se basa en los libros de John Maynard Keynes: Las consecuencias económicas de la paz, publicado el año 1919, y su obra del año 1936 La Teoría general del empleo, el interés y el dinero.
Rognlie concuerda con Piketty (tal como lo haría Keynes) con respecto a que la operación normal del capitalismo produce una clase social que acumula riqueza, misma que, como resultado, se consolida en una distribución de pico superior puntiagudo. Sin embargo, él no concuerda sobre lo que sucede a continuación. Rognlie argumenta que la creciente concentración del capital es, en cierta medida, auto-corregible, ya que produce una caída proporcionalmente mayor en la tasa de ganancias.
Una distribución desigual de la riqueza, según este punto de vista, produce lo que Keynes denominó como “la eutanasia del rentista, y, en consecuencia, la eutanasia del poder opresivo acumulado de los capitalistas que les permite explotar el valor de escasez del capital”. El resultado es una economía con una distribución del ingreso relativamente igual y un sistema gubernamental en el que los ricos tienen relativamente una voz menos influyente. Mi respuesta a esta línea de razonamiento es un tajante “tal vez”.
El abanderado de la segunda corriente de ataques críticos no es nada más ni nada menos que el propio Piketty – no por algo que él hubiese escrito, sino por cómo se ha comportado desde que se convirtió en una celebridad y en un intelectual públicamente reconocido.
El libro de Piketty estimula una respuesta pasiva. Retrata las fuerzas que favorecen la formación de una plutocracia dominante como fuerzas que son tan fuertes que únicamente pueden ser contrarrestadas por guerras mundiales y revoluciones globales – e incluso así, la corrección es sólo temporal.
Pero Piketty no se está comportando como un cronista pasivo del destino inevitable. Él está actuando como si creyese que es posible oponer resistencia a las fuerzas que él describe en su libro. Si nos fijamos en lo que Piketty hace – en lugar de fijarnos en lo que escribe – parece evidente que Piketty cree que podemos construir nuestro propio destino de manera colectiva, a pesar de que las circunstancias no sean las que él, o nosotros, elegiríamos.
Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.
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