Ricardo Torres • 30 de Mayo, 2017
LA HABANA. En diciembre de 2017, se estarán cumpliendo tres años de los anuncios realizados por los gobiernos de Cuba y Estados Unidos. Estos acontecimientos suponen la mayor ruptura al “status quo” que se había establecido entre ambas naciones durante casi seis décadas. Son llamativos por el hecho en sí mismo, pues aunque era esperable que algo como eso ocurriera en algún momento y habían cambiado muchas cosas desde entonces, nada realmente cambiaba.
El simbolismo y la importancia de esos hechos han propiciado una explosión de literatura, análisis, debates y eventos de todo tipo. Este trabajo no va a enumerar la lista de acuerdos firmados ni las empresas de ese país que tienen negocios en Cuba. Cabe apuntar que es posible que los gobiernos de entonces hayan cometido un error estratégico durante la ventana de oportunidad de dos años que tuvieron a su disposición para cimentar esta relación. Ambas partes asumieron con demasiada certeza y premura el supuesto de que contarían con al menos cuatro años más para continuar limando asperezas y construir confianza. Lamentablemente, esa ilusión se evaporó el 8 de noviembre de 2016. En el fondo, todo el mundo sabe que en una elección entre dos candidatos a cada uno le corresponde una probabilidad del 50%, que se vuelve aún más incierta en el peculiar modelo electoral norteamericano. La sorpresa terminó en un maratón diplomático entre diciembre de 2016 y enero de 2017, cuando la administración de Obama terminaba su mandato.
Ahora soplan vientos de cambio, y uno no puede sino sorprenderse de la acumulación de argumentos vencidos que se han diseminado para torcer lo desandado en los dos años anteriores. Un sector minoritario en Estados Unidos viene sosteniendo que las políticas de Obama constituyen una concesión al gobierno cubano. Se habla de que el turismo internacional favorece solamente a los militares y que todos los recursos que se generan van a parar a manos del Estado. También se dice que Cuba nacionalizó muchas propiedades y que es una dictadura, lo que requiere cierto tipo de tratamiento especial de parte de ese país. Hay que reconocer que la creatividad de ciertos sectores es infinita.
A lo largo de sesenta años los argumentos para sostener las sanciones se han movido desde las nacionalizaciones (cuyas compensaciones el gobierno de Estados Unidos siempre se rehusó a negociar como parte del desconocimiento del gobierno cubano y la apuesta por el cambio de régimen), el apoyo a las guerrillas progresistas, la conversión en un satélite soviético, la protección y fomento al terrorismo, las violaciones a los derechos humanos, la reticencia a promover el desarrollo del sector privado, entre otras muchas. Cada vez que alguno se agota, se recurre a un sucesor.
El discurso público sostiene que todo esto se hace para “liberar” al pueblo cubano y defender sus “intereses”. Uno se pregunta a qué proporción del pueblo cubano le estarán preguntando sobre sus verdaderos intereses. Como parte de ese fenómeno, uno a menudo escucha a varios políticos hablando de una Cuba y un pueblo que no conocen. Es realmente increíble la ignorancia mutua que gobierna el discurso desde ambas orillas. Cada una se resiste a aceptar que estas imágenes estereotipadas no constituyen una buena base para un vínculo saludable.
Desafortunadamente, la Guerra Fría y su impronta han venido a contaminar excesivamente unos lazos históricos con episodios desagradables. Pero claro, se sabe que las sanciones, el aislamiento y el castigo sí sirven a unos intereses, en este caso unos muy estrechos de una exigua minoría, que rayan casi en la revancha y la venganza. No los del pueblo norteamericano, y muchos menos los del pueblo cubano.
De este lado del Estrecho también hay cuestiones que requieren una discusión seria. Algunos sectores en Cuba se han opuesto vehementemente al acercamiento a Estados Unidos sobre la base de sostener que es imposible alcanzar relaciones “normales” con tal vecino. Están frescos todavía los acontecimientos que rodearon a la visita del presidente Obama, y el desenfoque que produjo en el adelantamiento de este proceso.
Pero hay un pequeño detalle que se deja fuera del análisis. Si lo que algunos consideran normalidad es una quimera, ¿cómo exactamente se imaginan que Cuba puede mejorar sus relaciones con Estados Unidos? ¿Qué sería suficientemente bueno para esos sectores y cuál sería la trayectoria óptima para hacerlo posible? La conclusión es que solo estaremos satisfechos si los norteamericanos expresan su devoción por el Partido Comunista y aceptan reparar los costos del embargo con intereses, incluyendo la retirada de Guantánamo, a cambio de nada.
Probablemente eso demuestra un nacionalismo devoto incuestionable, pero es un absurdo en la realidad geopolítica cubana. Algo como eso nunca va a ocurrir. Sería más provechoso empezarnos a imaginar cómo puede iniciarse la construcción de una relación “más balanceada” con un país que ocupa una posición singular en el mundo, y que está a noventa millas de nuestras costas, lo que lo convierte inevitablemente en un socio que no puede ser ignorado para siempre. Es difícil imaginar alguna nación, en primer lugar aquellas cercanas a Estados Unidos, que no tengan reservas en relación a la manera en que los estadounidenses conducen sus vínculos en el ámbito internacional.
Es bien conocido que aún dentro del limitado marco actual, ya Estados Unidos ocupa una posición relevante dentro del panorama económico de esta Isla. Piénsese en el comercio (sobre todo la importación de alimentos), el turismo internacional, las remesas, las telecomunicaciones, el intercambio académico y científico, y el aprovisionamiento que se trae desde ese país, y el efecto combinado llega a varios miles de millones de dólares. El levantamiento del bloqueo, sin lugar a dudas multiplicará esas posibilidades varias veces, y lo hará probablemente muy rápido.
Por si fuera poco, varios aspectos de nuestra realidad tampoco contribuyen a crear una relación más balanceada. Una economía vulnerable, que carece de los mecanismos para insertarse adecuadamente en el mundo actual no es necesariamente un activo en la mesa de negociaciones. La capacidad de absorción de nuestro lado es muy cuestionable. Mírese lo que ya sucede con el turismo internacional, en un escenario que todavía arroja números conservadores en relación al potencial. Por otro lado, la casi ausencia de un debate serio sobre la realidad norteamericana, que evite los extremos del exilio o la propaganda ideológica no propicia una base objetiva para avanzar.
La desconfianza de Cuba no es infundada, tiene hondas raíces históricas. La enorme asimetría entre nuestros países refuerza el temor a la dependencia económica, a una posición subalterna, que son causas legítimas del pueblo cubano. Nuestra historia ha mostrado en demasiadas ocasiones que hemos salido muy mal parados de esas situaciones. La influencia económica puede conducir al apalancamiento político. Todo ello requiere la debida atención, pero otras cuestiones también deben ser tenidas en cuenta. Los verdaderos intereses del pueblo cubano, resumidos en loables aspiraciones de prosperidad, tolerancia y participación no deberían ser secuestrados por un discurso político desactualizado. Las jóvenes generaciones de cubanos están mirando atentamente. Es frustrante que se hable tanto del pueblo cubano y de sus intereses y se le pregunte y escuche tan poco.
A la nueva administración solo le bastaría poner en práctica lo que discutió recientemente el Secretario Tillerson en el Departamento de Estado, cuando refirió que Estados Unidos no debe imponer sus valores a otras naciones. A los de este lado, comenzar a imaginarse un mundo en el que podamos coexistir civilizadamente con Estados Unidos, incluso en su calidad de gran potencia internacional.
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