Habla mucho del estado del debate la propuesta del presidente de armar a los maestros
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. EVAN VUCCI AP
El miércoles, después de escuchar los desgarradores relatos de quienes habían perdido hijos y amigos en el tiroteo de la escuela de Parkland —mientras sujetaba una ficha con frases hechas para expresar consuelo— Donald Trump propuso su respuesta: armar a los maestros.
Nos dice algo sobre el estado de nuestro discurso nacional el que esta no se encontrase siquiera entre las reacciones más viles y estúpidas ante esta atrocidad. No, ese mérito les corresponde a las afirmaciones de muchas figuras conservadoras en el sentido de que los estudiantes afligidos estaban siendo manipulados por fuerzas siniestras, o incluso que eran actores pagados.
Así y todo, la horrible idea de Trump, tomada directamente del guion de la Asociación Nacional del Rifle, resultaba profundamente reveladora, y la revelación va más allá de los problemas con el control de armas. Lo que está teniendo lugar ahora mismo en Estados Unidos no es solo una guerra cultural. Para buena parte de la derecha actual, se trata de una guerra contra el concepto mismo de comunidad, de sociedad que emplea la institución que denominamos Estado para ofrecer ciertas protecciones básicas a todos sus miembros.
Antes de seguir, permítanme recordarles lo obvio: sabemos muy bien cómo limitar la violencia con armas de fuego, y armar a los civiles no forma parte de la respuesta.
Ninguna otra nación avanzada experimenta masacres con la misma frecuencia que nosotros. ¿Por qué? Porque averiguan los antecedentes de quienes aspiran a poseer un arma, limitan la posesión de armas en general y prohíben las armas de asalto que permiten a un asesino (siempre es un hombre) matar a docenas de personas antes de que alguien pueda abatirlo. Y sí, estas normativas funcionan.
Fíjense en el caso de Australia, que solía experimentar matanzas esporádicas con arma de fuego similares a las estadounidenses. Tras un ejemplo especialmente aterrador, acontecido en 1996, el Gobierno prohibió las armas de asalto y recompró dichas armas a quienes ya disponían de ellas. No ha vuelto a haber masacres desde entonces.
Por otro lado, todo aquel que imagine que podemos contar con que unos aficionados portadores de armas salven a todos frente a un enloquecido asesino armado con una semiautomática —en lugar de matarse unos a otros o a otras personas en medio de la confusión— ha visto demasiadas películas de acción malas.
Pero, como he dicho, las armas no son la única cuestión. Para ver por qué, piensen en el ejemplo utilizado a menudo para ilustrar el tratamiento tan extraño que les damos: la manera en que tratamos la propiedad y el manejo de automóviles.
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