Alguien debería asumir un papel incómodo que nos pregunte por el rumbo de esta gran transformación
Investigaciones en un laboratorio de la provincia de Buenos Aires.JUAN MABROMATA / AFP
Hay palabras que operan como verdaderos fetiches sociales. Son conceptos que gozan de un extraordinario prestigio a pesar de que nadie pueda perfilar de un modo claro y preciso cuál es su significado. A veces son ideas a cuya promoción se destinan generosísimos fondos y su mera invocación parece nutrir de una solemne autoridad a quien las pronuncia. Innovación, probablemente, sea una de ellas. Pocas veces se ha conseguido apuntalar una convicción mesiánica tan potente y fascinada en torno a una única palabra. No importa hacia donde miren, siempre habrá algún gurú advirtiendo delante de una pantalla gigante una urgente necesidad por adelantarnos al mundo que viene. Sospechen de ellos: mueven las manos igual que los magos.
Los desarrollos tecnocientíficos y el efecto multiplicador que ha tenido el conocimiento sobre nuestra capacidad de acción nos han convertido en animales cada vez más capaces a la hora de satisfacer nuestras necesidades y apetitos. Pero no debemos olvidar que en no pocas ocasiones nuestros deseos se han caracterizado por ser desmesurados y terribles. El animal carencial que retratara Platón en su Protágoras se ha convertido en un animal cada vez más hábil, lo que no ha dejado de generar consecuencias aterradoras. Auschwitz o la gran mancha de basura del Pacífico son también, no lo olvidemos nunca, consecuencias de la innovación.
Esta innovación, a pesar de lo que muchos creen, no tiene una valencia moral específica. Ya en el contexto clásico encontramos numerosos precedentes que nos advierten de lo que en términos técnicos se denomina la falacia ad novitatem. La confianza en que una idea sea necesariamente mejor por el mero hecho de ser más reciente es sencillamente absurda. El afán de novedades no sólo atraviesa nuestras costumbres, sino también, y esto es lo peligroso, nuestras políticas, optimizando sin descanso distintos medios para fines inexistentes. Si la ciencia y la tecnología nos hacen cada vez más capaces en términos materiales, parece imprescindible que las disciplinas humanísticas nos ayuden a responder por qué y para qué queremos multiplicar nuestra capacidad de influencia.
Uno de los ámbitos donde la ambición acrítica por la innovación y el desarrollo han demostrado su condición más amenazante y lesiva para nuestra democracia la constatamos en la articulación de los nuevos espacios de deliberación pública. La promesa transversal y democratizadora de las redes sociales ha terminado en convertirse, como ya certifican los expertos, en un nuevo Leviatán. No son sólo las fake news el problema, sino que es incluso la ingente sobreexposición a los datos veraces y siempre nuevos lo que aturde nuestra conciencia. La voracidad informativa por el futuro inmanente nos hace adictos, nos dispersa y nos exalta, anulando el uso del tiempo reflexivo y sobrecargando de reacciones emotivas un debate cada vez menos racional.
Sectores próximos a la gestión de la información, la investigación y el dato son quizá los escenarios más tentadores para disponer nuestra ilimitada pulsión innovadora. En términos literales la noticia es siempre deudora de su condición novedosa y toda ciencia aspira a decirse siempre nueva. Si, como pomposamente se advierte a veces, la investigación aspira a ampliar las fronteras del conocimiento, son pocas las ocasiones en las que nos interrogamos por la forma o la silueta con el que queremos roturar el nuevo perímetro de nuestros saberes. Un conocimiento puramente innovativo resulta tan ingenuo como temerario. Tal vez por este motivo los grandes nombres de nuestra ciencia, desde Bernardo de Chartres hasta Isaac Newton, apostaron por conocer más allá, pero subidos siembre a hombros de gigantes.
Es obvio que nuestro reflejo consumista se ha dirigido también al ámbito de la ciencia y el conocimiento. La obsolescencia programada no afecta sólo a los electrodomésticos sino, también, y esto es lo terrible, a nuestras ideas. Más allá del frenesí acelerado y de la adoración tecnofílica, se impone como solución urgente introducir algunos matices en nuestra apuesta por la innovación. La ciencia y el conocimiento cada vez se antojan más urgidos, más acelerados, más productivos, pero no existe una sola región de lo humano donde la crítica, la sospecha y una dosis de quietud no se demuestren efectivas. La innovación no es una excepción y sin una crítica emancipatoria, humanista e ilustrada con la que orientar los fines de nuestra capacidad transformadora estaremos, a cada paso, más cerca de ser devorados por nuestra criatura.
La rentabilidad industrial, ideológica e incluso espiritual de la innovación exigen reconstruir un contrapeso prudencial que permita detener el vigor electrizante de esta falsa promesa encarnada en un ídolo de coltán. Allí donde demasiadas voces nos instan a adelantarnos al futuro alguien debería asumir un papel incómodo para preguntarnos acerca del rumbo de esta gran transformación. Ya lo certificó T. S. Eliot: hemos perdido el conocimiento entre tanta información pero, sobre todo, hemos perdido la capacidad para distinguir el conocimiento de la verdadera sabiduría.
Elena Herrero-Beaumont es profesora de Ética Corporativa en IE University y fundadora y directora de Ethosfera. Diego S. Garrocho Salcedo es vicedecano de Investigación de la Facultad de Filosofía y Letras y profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
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