Por Elizabeth Warren, es senadora demócrata por Massachusetts.
Nadie debería equivocarse sobre lo que ha pasado en los últimos días en el sistema bancario estadounidense: estos recientes colapsos bancarios son resultado directo de la suavización de las normas financieras de los dirigentes en Washington.
Tras la crisis financiera de 2008, el Congreso aprobó la Ley Dodd-Frank para proteger a los consumidores y asegurar que los grandes bancos nunca pudieran volver a hundir la economía y destruir millones de vidas. Los altos ejecutivos de Wall Street y sus ejércitos de abogados y grupos de presión odiaban esta ley. Gastaron millones en intentar derrumbarla, y, cuando perdieron, gastaron millones más en tratar de debilitarla.
Greg Becker, director ejecutivo del Silicon Valley Bank (SVB), fue uno de los muchos ejecutivos poderosos que presionaron en el Congreso para debilitar la ley. En 2018, ganaron los grandes bancos. Con el apoyo de los dos partidos, el presidente Donald Trump firmó una ley para revertir algunas partes fundamentales de la Ley Dodd-Frank. Los reguladores, incluido el presidente de la Reserva Federal estadounidense, Jerome Powell, agravaron aún más la situación, al dejar que las entidades financieras se cargaran de riesgo.
Bancos como el SVB —que antes de que los reguladores lo cerraran el viernes se había convertido en el 16.º mayor banco de Estados Unidos— consiguieron que les suavizaran los requisitos severos, basándose en la irrisoria afirmación de que, en realidad, los bancos como ellos no eran grandes y, por tanto, no necesitan una supervisión fuerte.
Yo luché contra esos cambios. En vísperas de la votación en el Senado en 2018, advertí: “Washington está a punto de ponerles más fácil a los bancos que eleven el riesgo, más fácil que pongan en riesgo a nuestros electores, más fácil que pongan en peligro a las familias estadounidenses, solo para que los consejeros delegados de estos bancos puedan tener un nuevo avión corporativo y añadir otra planta a su nueva sede corporativa”.
Ojalá me hubiese equivocado. Pero, el viernes, los ejecutivos del SVB estaban muy ocupados pagando bonificaciones congratulatorias horas antes de que la Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC, por su sigla en inglés) se apresurara a hacerse cargo de su institución en colapso, alarmando a innumerables empresas y organizaciones sin ánimo de lucro con cuentas en el banco ante la posibilidad de no poder pagar sus facturas ni a sus empleados.
El SVB sufrió una mezcla tóxica de gestión del riesgo y supervisión endeble. Por su parte, el banco dependía de un grupo concentrado de empresas tecnológicas con grandes depósitos, lo que generaba una proporción anormalmente elevada de depósitos no asegurados. Esto significaba que la debilidad de un solo sector de la economía podía amenazar la estabilidad del banco.
En vez de gestionar ese riesgo, el SVB canalizó esos depósitos hacia bonos a largo plazo, lo que dificultó la respuesta del banco ante una retirada de fondos. El SVB, al parecer, no se protegió contra el riesgo evidente de la subida de los tipos de interés. Este modelo de negocio era estupendo para los beneficios a corto plazo del SVB, que se dispararon casi el 40 por ciento en los últimos tres años, pero ahora sabemos cuál es su costo.
El colapso del SVB desencadenó un contagio inminente que los reguladores pensaron que debían contener, lo que los llevó a la decisión de disolver el Signature Bank. Signature había publicitado su seguro de la FDIC mientras se creaba una base de clientes inclinada hacia las arriesgadas firmas de criptomonedas.
Si el Congreso y la Reserva Federal no hubiesen revertido las medidas de supervisión más estrictas, el SVB y Signature habrían estado sujetos a unos mayores requisitos de liquidez y capital para resistir a los choques financieros. Se les habría exigido que realizaran pruebas de estrés periódicas para sacar a la luz sus vulnerabilidades y apuntalar sus negocios. Pero, como esos requisitos se derogaron, cuando un pánico bancario como los de siempre golpeó al SVB, el banco no pudo resistir la presión, y el colapso de Signature le siguió de cerca.
El domingo por la noche, los reguladores anunciaron que asegurarían todos los depósitos tanto del SVB como del Signature y que se devolvería la cantidad completa. No solo a pequeñas empresas y organizaciones sin ánimo de lucro, sino también a compañías milmillonarias, criptoinversores y las mismas firmas de capital riesgo que en primera instancia desencadenaron el pánico bancario que afectó al SVB, todo en nombre de la prevención de nuevos contagios.
Los reguladores han dicho que serán los bancos, y no los contribuyentes, los que sufraguen el costo del respaldo federal necesario para proteger los depósitos. Veremos si es cierto. Pero no es sorpresa que los estadounidenses estén escépticos ante un sistema que mantiene en el limbo a millones de prestatarios de créditos estudiantiles, pero interviene de la noche a la mañana para asegurar que las criptoempresas milmillonarias no pierdan ni un centavo en los depósitos.
Nunca se debería haber permitido que estas amenazas se materializaran. Debemos actuar para impedir que vuelvan a suceder.
En primer lugar, el Congreso, la Casa Blanca y los reguladores bancarios deben revertir la peligrosa desregulación de la era Trump. La derogación de las leyes de 2018 que suavizaron las normas para bancos como el SVB debe ser una prioridad inmediata para el Congreso. Asimismo, la desastrosa “adaptación” de estas normas por parte de Powell ha puesto nuestra economía en peligro, y tiene que acabar de inmediato.
Los reguladores bancarios también deben mirar con detenimiento debajo del capó de nuestras instituciones financieras, para ver dónde pueden acechar otros peligros. Los funcionarios electos, incluidos los republicanos del Senado que, días antes del colapso del SVB, presionaron a Powell para que evitara unas normas más estrictas sobre el capital, deben exigir ahora una supervisión más fuerte, no más débil.
En segundo lugar, los reguladores deberían reformar el seguro de depósitos para que, tanto en esta crisis como en el futuro, las empresas que intentan pagar sus nóminas y realizar otras transacciones financieras ordinarias estén plenamente cubiertas, al tiempo que se asegura que el costo de proteger a los mayores depositantes recaiga sobre las instituciones financieras que plantean el mayor riesgo. Las grandes empresas con miles de millones en depósitos no asegurados nunca más deberían esperar, ni recibir, el apoyo gratuito del Estado.
Por último, si queremos desincentivar que este tipo de conducta de riesgo vuelva a producirse, es crucial que no se recompense a sus responsables. Los accionistas del SVB y de Signature resultarán afectados, pero sus ejecutivos también deben rendir cuentas. Becker, del SVB, se llevó a casa 9,9 millones de dólares de remuneración el año pasado, incluida una bonificación de 1,5 millones de dólares por impulsar la rentabilidad del banco, y también su riesgo. Joseph DePaolo, de Signature, recibió 8,6 millones de dólares. Deberíamos recuperar todo esto, junto con las bonificaciones pagadas a otros ejecutivos de estos bancos. Cuando sea necesario, el Congreso debería facultar a los reguladores para recuperar los salarios y las bonificaciones. Los fiscales y los reguladores deberían investigar si algún ejecutivo utilizó información privilegiada o infringió otras leyes civiles o penales.
Estos colapsos bancarios eran totalmente evitables, si el Congreso y la Reserva Federal hubiesen hecho su trabajo y mantenido las regulaciones bancarias severas en vigor desde 2018. El SVB y el Signature han desaparecido, y ahora Washington debe actuar con rapidez para evitar la próxima crisis.
Elizabeth Warren es senadora de Estados Unidos por Massachusetts.
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