Nací en la calle Jesús María, entre mulatas, carbonera y rumbas, cerca de la entonces embajada de España, que lucía orgullosa en su fachada símbolos fascistas. Allí se asentaron mis ancestros llegados de Galicia y aunque sé que esto nada importa más allá de mi apellido, lo anoto porque para asomarse al tema de los ddhh en Cuba, cada quien lo hace desde su altar y el mío parte de aquella callejuela por donde la policía dispersaba a noctámbulos o vendedores informales solamente haciendo sonar contra el piso los garrotes de madera dura que portaban. Solo eso, anticipo de golpiza sin reclamos, y la gente se recogía rápido. Eran los años 50 del siglo pasado, había multipartidismo, latifundios repartidos entre caciques criollos y magnates estadounidenses, y el paradigma consistía en ascender a cualquier precio entre ricos, menos ricos, pobres y menesterosos. Había caído la dictadura de Machado; antes de terminar el decenio Batista daría otro golpe de Estado; no hacían moda los ddhh; y Estados Unidos tampoco vio necesidad de sancionar al país cuando debutó la nueva dictadura.
Mis hijos saben de aquello por relatos, yo viví el terror entre los míos. La oposición al régimen se hizo a tiros -con multipartidismo incluido no había espacio civilizado que propiciara un cambio-, mientras EU mantenía su apoyo a Batista y surgía el primer escuadrón de la muerte que conoció América Latina con Masferrer al frente. Solo por ser sospechoso de pensar contrario al régimen, no por irse de guerrillas, la vida era un suspiro.
Ahí están los cimientos de mi altar, de ahí parten mis vivencias en este año de pandemia, de crisis y reformas económicas a raja tabla, de colas y disgustos, de bloqueo estadounidense reforzado y de una especie de guerra de símbolos que tiene como mascarón de proa a los ddhh, puestos de moda en lo que a mi país respecta cuando Batista y Masferrer huyeron para morir en Marbella y en Miami sin que importaran los derechos de los cientos que mataron o mandaron a matar, y sobre todo cuando comenzó otra manera de organizar la vida, también entre bombazos y tiros promovidos por una agencia federal de EU. Era inadmisible que en esta parte del planeta se osara abrir un camino distinto al del multipartidismo, el latifundio y la subordinación a Washington. Al triunfó de la revolución hace 62 años, cuando los ddhh seguían sin ser moda, muchos fueron a los montes a alfabetizar a miles (no se puede hablar de derechos sin saber leer y escribir) y se aplicó después la primera reforma agraria, en el inicio de un empeño: restituir la dignidad nacional. Y así comenzó la gran pelea.
Ha habido luces en seis décadas; salud y educación gratuitas; electrificación del país; hijos de limpiabotas que se hicieron científicos, impulsando el desarrollo de ese sector de élite (¿son ddhh?). Y también cuentan las sombras, porque la seguridad nacional fue puesta por delante de cualquier cosa; estar en guerra no declarada con la primera potencia mundial no es juego y organizar la sociedad como a un ejército ha dejado múltiples heridas. Hay de todo como en cualquier parte, pero la diferencia radica, quizá, en que a Alemania no se le ocurre imponerle a España cómo resolver la desobediencia callejera por la detención de un rapero antimonárquico, ni a EU se le indica desde afuera cómo arreglar el entuerto del asalto al Capitolio. No obstante, es sabido, desde 1959 Cuba es otro mundo y quienes se opusieron y se oponen al rumbo escogido por los más, cuentan con la bendición del Norte envuelta en ese manto que sirve para todo y que hoy se vende como defensa de los ddhh y de la libertad de expresión.
Creo en el diálogo por el bien de la Nación y me resulta imposible predecir cuándo se trancará el dominó en Cuba, aunque yendo por donde andamos adelanto esta sensación: la revolución que se ganó a tiros, con el sacrifico de varias generaciones, es probable que nunca se entregue de gratis.
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