Por Joseph Stiglizt
CUARTA PARTE
LAS CAUSAS DE QUE AUMENTEN
LAS DESIGUALDADES EN ESTADOS UNIDOS
Siempre han existido desigualdades.
Siempre existirán. La pregunta que plantean estos artículos es
por qué las desigualdades —en todas sus dimensiones— han aumentado tanto en los
últimos 35 años. La Gran Recesión, sin duda, contribuyó enormemente (aunque,
como veremos en la próxima sección, en parte también fue consecuencia de
ellas), pero las tendencias estaban ya presentes mucho antes.
Cada aspecto
de la desigualdad —la creciente riqueza de los de arriba, el aumento de la
pobreza, el debilitamiento de la clase media— tiene sus propias explicaciones.
En la zona alta tienen una parte cada vez mayor del capital y la inmensa
mayoría de las ganancias que este produce. Pero lo que hay que preguntarse es
por qué es así. En un artículo anterior hemos explicado el concepto de
captación de rentas: hay dos maneras de enriquecerse, aumentando el tamaño de
la tarta económica del país y aumentando el tamaño de la propia porción en
relación con las de los demás (y en la lucha por obtener una porción más grande,
la tarta incluso puede empequeñecer). El aumento de la riqueza en la parte alta
está relacionado sobre todo con el incremento de la captación de rentas. Los
directivos empresariales están quedándose con una parte más grande de la tarta
corporativa, pero no porque de pronto se hayan vuelto más productivos.
La
financiarización —la importancia creciente del sector financiero en la
economía— ha sido esencial, no sólo para la inestabilidad cada vez mayor de la
economía, como demostró la Gran Recesión, sino para el aumento de las
desigualdades. También se ha extendido el poder monopolístico y el desarrollo
de empresas con poder global de mercado (Apple, Google, Microsoft) y, en
algunos casos, incluso el de empresas con más poder local de mercado (Walmart,
Amazon).
En el
apartado anterior destacamos una serie de aspectos de las desigualdades en
Estados Unidos, incluidas la falta de igualdad en el acceso a la sanidad y la
educación y la pobreza entre los niños. La consecuencia de estas injusticias es
que las desigualdades se transmiten de generación en generación y los hijos de
los privilegiados comienzan la vida con una ventaja importante. Las faltas de
igualdad de oportunidades son al mismo tiempo causa y consecuencia de las
desigualdades de rentas. No es extraño que las desigualdades aumenten con el
tiempo, porque Estados Unidos sufre cada vez más segregación económica: los hijos de los ricos van a escuelas
bien dotadas y los de los pobres, a escuelas que muchas veces apenas pueden
funcionar.
El aumento de
la desigualdad de rentas antes de impuestos e ingresos por transferencia,
aunque es considerable, no es mucho mayor en Estados Unidos que en algunos
otros países avanzados. Lo que diferencia nuestra situación es lo poco que
hacemos para remediarlo. Otros han hecho más esfuerzos para mitigar las
desigualdades.
En artículos
anteriores de este libro hemos insistido en que las desigualdades son una
opción: las leyes de la economía son las mismas en unos países que en otros,
pero se manifiestan de maneras muy distintas. Cada ley y cada norma, cada gasto
público, cada decisión política puede repercutir en las desigualdades. En la
siguiente parte lo demostraremos con varios de los encendidos debates políticos
en los que está enzarzado Estados Unidos. La sección anterior también ofrecía
varios ejemplos: en este país hemos decidido financiar la enseñanza superior de
una manera totalmente diferente a otros, y eso hace que el acceso a la
universidad sea más difícil para los pobres e incluso para la clase media. En El precio de la desigualdad abordo otros
ejemplos, como el hecho de que nuestras leyes de bancarrota —las leyes que
especifican qué ocurre cuando una empresa o un individuo no puede pagar todo lo
que debe— favorecen al sector
financiero y discriminan a los pobres que tratan de ascender mediante préstamos
que les permitan obtener una educación.
Los
artículos de esta sección no tocan más que una parte de la historia. No hablan
de que la falta de igualdad de acceso a la educación y logros académicos es al
mismo tiempo una consecuencia y una causa de nuestras crecientes desigualdades
de rentas y riqueza; ni de que una nutrición inadecuada y la dificultad de
acceso a la atención sanitaria para los pobres (y cada vez más, incluso para la
clase media) también pueden perpetuar las desigualdades; ni de que la mayor
exposición de los niños pobres a los riesgos medioambientales puede tener el
mismo efecto. Tampoco examinan hasta qué punto la falta de igualdad en el
acceso a la justicia contribuye asimismo a ello.
En lugar de
eso, estos artículos se centran en dos temas concretos: la ayuda corporativa y
nuestro sistema tributario. El título del primer ensayo, escrito poco después
de que se rescatara a los bancos, es muy elocuente, «El socialismo para ricos
en Estados Unidos». Es bien sabido que «socialismo» es una palabra denostada en
Estados Unidos, igual que «ayudas». Pero cómo, si no, calificar los
megarrescates de los bancos de nuestro país. No seguimos las reglas del
capitalismo, porque entonces los banqueros, accionistas y poseedores de
obligaciones serían los que habrían pagado por sus errores. Quienes critican mi
opinión dicen que teníamos que
rescatar a los bancos. Es verdad. Pero no teníamos que rescatar a los
banqueros, los accionistas ni los poseedores de bonos. El ensayo no sólo
demuestra que el sistema tributario es injusto; también explica cómo
distorsiona nuestra economía y genera niveles más altos de desigualdad de
rentas, tanto después de impuestos como antes de impuestos. Si los
especuladores están sujetos a tipos fiscales más bajos que los que viven de su
trabajo, se estimula la especulación. En abril de 2014 testifiqué ante el
Senado sobre el aumento de las desigualdades en Estados Unidos. Un senador
preguntó cómo podía explicar a sus representados por qué un fontanero debía
pagar más impuestos que alguien que obtuviera unos ingresos comparables gracias
a los rendimientos de la especulación a largo plazo. Era una pregunta retórica,
por supuesto, y ninguno de los asistentes, ni republicanos ni demócratas, pudo
darle respuesta.
Más en
general, otros artículos anteriores explicaban que las desigualdades en lo alto
están relacionadas con la explotación y la captación de rentas, y aquí explico
de qué manera nuestro sistema tributario fomenta estas actividades, debilita la
economía y aumenta las desigualdades. En Estados Unidos, cuando se aproxima el
fin del plazo para entregar la declaración de la renta, cada 15 de abril, hay
siempre una avalancha de artículos sobre nuestro sistema tributario. «Un
sistema fiscal en contra del 99 por ciento» demuestra que nuestro régimen de
impuestos no es sólo un poco injusto, sino que está sesgado en contra de la
inmensa mayoría de la población. Como los de más arriba no pagan todos los
impuestos que les corresponderían, la carga que soportan los demás es mayor; y
eso significa que los ricos pueden guardarse —y reinvertir— sus ganancias y ser
cada vez más ricos. Warren Buffett señaló en una ocasión que era injusto que él
pagara menos impuestos que su secretaria. Lo que no dijo fue que a lo que se
refería era probablemente a la proporción entre sus impuestos y sus ingresos materializados. Todos los años, obtiene
un salario pequeño (en relación con sus ingresos globales), recibe dividendos e
intereses y materializa ciertas
plusvalías. Pero suele tener además inmensas ganancias de capital no materializadas. Los activos que posee
aumentan de valor y, mientras no venda sus acciones y otros títulos de
propiedad, no tiene que pagar impuestos. De modo que, si los ricos conservan
sus activos, pueden incrementar su valor, año tras año, sin pagar ningún impuesto. Y luego pueden
transmitírselos a sus hijos; y estos, a sus hijos. Mientras no se venda ese
patrimonio, nunca tendrán que pagar impuestos. Y si un bisnieto lo vende, no
tendrá que tributar más que por el incremento de valor desde que los heredó;
toda la plusvalía de las generaciones anteriores queda totalmente exenta. (Es
cierto que puede haber impuestos de transmisión, pero una gestión astuta sabe
evitarlos o, por lo menos, reducirlos al mínimo).
Escribí
estos artículos antes de que se denunciaran los escándalos de evasión de
impuestos a escala mundial. Hasta entonces, General Electric era el mejor
ejemplo de gran empresa que había logrado no pagar los impuestos que le
correspondían. Pero entonces estallaron los casos de Apple y Google, la noticia
de que dos compañías de Silicon Valley, famosas por su capacidad innovadora en
tecnología, habían hecho gala del mismo talento a la hora de evadir impuestos.
Se aprovecharon de la globalización, de la facilidad para mover el dinero por
todo el mundo. Apple aseguró que sus beneficios, en realidad, ¡podían
atribuirse a unos cuantos trabajadores en Irlanda! La honradez y el sentido de
la justicia parecen escasear más que el talento. Estas empresas estaban
deseando tomar pero no dar: al fin y al cabo, su éxito depende de Internet, que
se creó gracias al dinero del Gobierno. Si no reponemos con la investigación
básica la reserva de ideas que luego pueden aprovechar las empresas, las
innovaciones dejarán de fluir. Pero para eso hace falta el dinero de los
impuestos. Google y Apple han demostrado que el mismo comportamiento miope y
egoísta que era endémico en el sector financiero puede manifestarse también en
Silicon Valley.
«Falacias de
la lógica de Romney» lo escribí en medio de la indignación que despertó el
vídeo de un discurso de Mitt Romney, entonces candidato republicano a la
presidencia (eran unos comentarios que él había hecho en privado). En él decía
que el 47 por ciento de los estadounidenses no pagaban impuestos y los llamó
«aprovechados». Lo irónico era, por supuesto, que el propio Romney había
conseguido evitar pagar los que le correspondían, utilizando un resquicio legal
en el código tributario que permitía a los miembros del sector del capital
privado pagar unos impuestos muy inferiores a los de un fontanero que ganase un
dinero similar. (Hubo otra cuestión que no tuve tiempo de mencionar en el
artículo. Romney reconoció que guardaba gran parte de su patrimonio en las
Islas Caimán. Se supone que Estados Unidos tiene los mejores mercados
financieros del mundo, al menos para servir los intereses de los ricos. No creo
que tuviera su dinero en las Islas Caimán porque le ofrecieran unos servicios
más extraordinarios —aparte de la falta de transparencia— que los de Wall
Street. Pero nunca se dignó a dar una explicación a sus conciudadanos). Este
artículo explica más en concreto cuál era el fallo de la lógica de Romney, por
qué se equivocó al criticar al «47 por ciento».
Con todas
las noticias sobre los «brotes verdes» de recuperación económica, los bancos de
Estados Unidos están tratando de rechazar los intentos de regularlos. Aunque
los políticos hablan de que están decididos a emprender reformas regulatorias
para evitar que se reproduzca la crisis, este es un ámbito en el que conviene
leer la letra pequeña, y los bancos reunirán todas las fuerzas que les quedan
para asegurarse de tener un amplio margen de maniobra que les permita seguir
como antes.
El viejo
sistema era muy cómodo para los banqueros (aunque no para sus accionistas), así
que ¿por qué van a aceptar los cambios? Los esfuerzos para rescatarlos pensaron
tan poco en el tipo de sistema financiero que queremos después de la crisis que
acabaremos teniendo un sistema bancario menos competitivo y en el que los
bancos que eran demasiado grandes para dejarlos caer serán todavía más grandes.
Es sabido
desde hace tiempo que los bancos estadounidenses demasiado grandes para quebrar
son también demasiado grandes para manejarlos. Ese es uno de los motivos por
los que varios de ellos han tenido un comportamiento tan lamentable. Como el
Gobierno garantiza los depósitos, tiene un papel muy importante en la
reestructuración (a diferencia de otros sectores). Normalmente, cuando quiebra
un banco, el Estado diseña una reestructuración financiera y, si tiene que
poner dinero, por supuesto, adquiere un interés en su futuro. Las autoridades
saben que, si esperan demasiado, es muy probable que los bancos zombis o casi
zombis —que tienen poco o ningún patrimonio, pero a los que se trata como si
fueran instituciones viables— «se jueguen todo a la resurrección». Si hacen
grandes apuestas y ganan, se llevan los beneficios; si pierden, la factura la
paga el Estado.
Esto no es
mera teoría; es una lección que aprendimos con un gran coste durante la crisis
de las cajas de ahorro de los años ochenta. Cuando el cajero automático dice
que hay «fondos insuficientes», el Gobierno no quiere que eso signifique que el
banco —no nuestras cuentas— no tiene dinero, así que interviene antes de que
esté vacío del todo. En una reestructuración financiera, los accionistas suelen
quedarse sin nada y los poseedores de bonos se convierten en los nuevos
accionistas. A veces, el Estado debe suministrar más dinero; a veces busca a un
nuevo inversor que se haga cargo del banco quebrado.
Sin embargo,
la administración de Obama ha introducido un nuevo concepto: demasiado grande
para ser reestructurado. El Gobierno alega que sería un caos si intentáramos
que estos grandes bancos se atengan a las reglas habituales. Cundiría el pánico
en los mercados. De modo que no sólo no podemos tocar a los titulares de bonos,
sino que ni siquiera podemos tocar a los accionistas, a pesar de que la mayor
parte del valor actual de las acciones refleja la apuesta por el rescate del
Gobierno.
Creo que
este punto de vista está equivocado. Creo que Obama ha cedido a las presiones
políticas y los intentos de atemorizar de los grandes bancos. Como
consecuencia, el Estado ha confundido rescatar a los banqueros y sus
accionistas con rescatar a los bancos.
La
reestructuración ofrece la oportunidad de empezar de nuevo: los posibles nuevos
inversores (en capital o en instrumentos de deuda) tendrán más confianza, otros
bancos estarán más dispuestos a prestarles dinero y ellos estarán más
dispuestos a prestar a otros. Los titulares de bonos saldrán ganando con una
reestructuración ordenada y, si el valor de los activos es verdaderamente mayor
del que el mercado (y los analistas externos) creen, al final cosecharán los
beneficios.
Lo que está
claro es que los costes actuales y futuros de la estrategia de Obama son muy
elevados, y, hasta ahora, no ha logrado su discreto objetivo de reanimar los
créditos. El contribuyente ha tenido que aportar miles de millones de dólares,
y asumir miles de millones más en garantías, unas facturas que habrá que pagar
en el futuro.
Reescribir las reglas de la economía
de mercado —en un sentido que ha beneficiado a quienes habían hecho
tanto daño a la economía mundial— no sólo es costoso desde el punto de vista
financiero. Para la mayoría de los estadounidenses es también terriblemente
injusto, sobre todo después de ver que los bancos desviaban los miles de
millones que tenían el propósito de permitir la reanudación de los préstamos al
pago de primas y dividendos desproporcionados. La ruptura del contrato social
no es algo que pueda tomarse a la ligera.
Pero esta
nueva forma de capitalismo de imitación, en el que las pérdidas se socializan y
los beneficios se privatizan, está condenada al fracaso. Los incentivos están
distorsionados. No hay disciplina de mercado. Los bancos demasiado grandes para
la reestructuración saben que pueden jugar con impunidad, y ahora que la
Reserva Federal ha emitido dinero a unos tipos de interés casi nulos, existen
fondos más que suficientes para hacerlo.
Algunos
denominan a este nuevo régimen económico «socialismo de características
estadounidenses». Pero al socialismo le preocupan las personas corrientes.
Estados Unidos ha dado escasa ayuda a los millones de ciudadanos que están
perdiendo sus hogares. Los trabajadores que pierden su empleo no reciben más
que 39 semanas de prestaciones limitadas, y después se quedan sin ayudas. Y en
la mayoría de los casos, perder el empleo significa perder el seguro de salud
también.
Estados
Unidos ha ampliado su red de protección a las empresas de una forma sin
precedentes, desde los bancos comerciales a los bancos de inversiones, luego a
los seguros, y ahora a los automóviles, sin que se vea el límite. Esto no es
socialismo, sino una extensión de las históricas ayudas corporativas. Los ricos
y los poderosos recurren al Gobierno para que les ayude cada vez que pueden,
mientras que las personas necesitadas tienen escasa protección social.
Debemos
dividir los bancos demasiado grandes para dejarlos quebrar; no existen pruebas
de que estos gigantes ofrezcan beneficios sociales proporcionales a los costes
que suponen para los demás. Y si no los dividimos, entonces tenemos que poner
límites estrictos a sus actividades. No se puede permitir que sigan haciendo lo
que hacían, jugar con el dinero de otros.
Pero esto
plantea otro problema de estos bancos demasiado grandes para quebrar y para ser
reestructurados: tienen un poder político excesivo. Sus presiones han
funcionado siempre bien, primero para que los desregularan y luego para que los
contribuyentes pagaran las labores de limpieza. Ahora confían en que les sirvan
otra vez para seguir teniendo la libertad de hacer lo que quieren, sin tener en
cuenta los riesgos para los contribuyentes y la economía. No podemos
permitirnos el lujo de que sea así.
Leona
Helmsley, la propietaria de una cadena hotelera que fue condenada por evasión
de impuestos federales en 1989, era tristemente famosa por muchas cosas; entre
otras, por haber dicho, al parecer, que «los impuestos sólo los paga la gente
pequeña».
Como
declaración de principios, es muy posible que esta cita le granjeara a la
señora Helmsley, fallecida en 2007, el título de Reina de la Mezquindad. Ahora
bien, como predicción sobre la justicia de la política fiscal estadounidense,
su comentario fue probablemente premonitorio.
Hoy, fecha
en la que termina el plazo para presentar la declaración de la renta de las
personas físicas, es un día en el que los estadounidenses deberían hacer una
pausa para reflexionar sobre nuestro sistema tributario y la sociedad que
genera. A nadie le agrada pagar impuestos, pero todo el mundo, salvo los
libertarios más extremistas, está de acuerdo en que, como dijo Oliver Wendell
Holmes, los impuestos son el precio que pagamos por tener una sociedad
civilizada. Sin embargo, desde hace varios decenios, la carga de pagar ese
precio está repartida de manera cada vez más injusta.
Aproximadamente
seis de cada diez personas creen que el sistema tributario es injusto, y tienen
razón: dicho sin rodeos, los más ricos no pagan todo lo que debieran. Los 400
contribuyentes más ricos, con unos ingresos medios de más de 200 millones de
dólares, pagan menos del 20 por ciento de su renta en impuestos, mucho menos
que los que son simplemente millonarios, que pagan alrededor del 25 por ciento,
y más o menos lo mismo que los que sólo ganan entre 200 000 y 500 000 dólares.
En 2009, 116 de los 400 más ricos —casi la tercera parte— pagaron menos del 15
por ciento de su renta en impuestos.
A los
conservadores les gusta señalar que los pagos de impuestos de los
estadounidenses más ricos constituyen una gran parte de los ingresos totales.
Es verdad, como debe serlo en cualquier sistema tributario progresivo, es
decir, un régimen que grava a los ricos con tipos más altos que a los que
tienen ingresos modestos. También es verdad que, como las rentas de los más
ricos han crecido de forma increíble en los últimos años, sus impuestos totales
también se han disparado. Ocurriría incluso aunque hubiera un tipo fiscal plano
para todo el mundo.
Lo que
debería escandalizarnos e indignarnos es que, a medida que el 1 por ciento más
rico se ha ido enriqueciendo cada vez más, los tipos fiscales que pagan, en la
práctica, han disminuido enormemente. Nuestro sistema tributario es mucho menos
progresivo de lo que fue durante gran parte del siglo XX. El tipo
marginal superior del impuesto sobre la renta alcanzó su máximo con el 94 por
ciento durante la Segunda Guerra Mundial, y permaneció en el 70 por ciento
durante los años sesenta y setenta; hoy es del 39,6 por ciento. La equidad
fiscal ha empeorado mucho en los treinta años transcurridos desde la
«revolución» de Reagan en los años ochenta.
Ciudadanos
por la Justicia Fiscal, una organización que propugna un sistema fiscal más
progresivo, calcula que en 2010, teniendo en cuenta los impuestos federales,
estatales y locales, el 1 por ciento más rico pagó ligeramente más del 20 por
ciento de todos los impuestos de Estados Unidos, aproximadamente la misma
proporción de las rentas que obtuvieron; un resultado nada progresivo.
Con unos
tipos fiscales tan bajos en la práctica —y, sobre todo, con el tipo fiscal del
20 por ciento para las rentas de las ganancias de capital—, no es ninguna gran
sorpresa que la proporción de las rentas que va a parar al 1 por ciento más
rico se haya duplicado desde 1979 ni que la proporción que va a manos del 0,1
por ciento más rico casi se haya triplicado, según los economistas Thomas
Piketty y Emmanuel Saez. Si recordamos que el 1 por ciento más rico de los
estadounidenses posee alrededor del 40 por ciento de la riqueza del país, la
situación es todavía más inquietante.
Si estas cifras no les parecen injustas,
comparémoslas con las de otros países ricos.
Estados
Unidos destaca entre los países de la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económico, el club de los países ricos del mundo, por su bajo tipo
marginal superior. Tener unos tipos
tan bajos no es esencial para el crecimiento; Alemania, por ejemplo, ha
conseguido mantener su posición de centro de fabricación avanzada a pesar de
que su tipo marginal superior supera considerablemente al de Estados Unidos. Y
en general, nuestro tipo fiscal superior empieza a aplicarse con rentas mucho
más altas. Dinamarca, por ejemplo, tiene un tipo fiscal superior de más del 60
por ciento, que se aplica a cualquiera que gane más de 54 900 dólares. El tipo
superior en Estados Unidos, 39,6 por ciento, no se aplica hasta que la renta
individual alcanza 400 000 dólares (o 450 000 dólares en el caso de una
pareja). Sólo tres países de la OCDE —Corea del Sur, Canadá y España— tienen
umbrales más altos.
La mayor
parte del mundo occidental ha experimentado un aumento de las desigualdades en
los últimos decenios, aunque no tanto como Estados Unidos. Pero la mayoría de
los economistas está de acuerdo en que un país con excesivas desigualdades no
puede funcionar bien, y muchos países han utilizado sus códigos fiscales para
ayudar a «corregir» la distribución de rentas y riqueza en el mercado. Estados
Unidos no lo ha hecho, o al menos no de forma significativa. Los bajos tipos
que gravan a los más ricos contribuyen a agudizar y perpetuar las desigualdades
y la falta de igualdad de oportunidades. Se trata de una burda inversión de los
tradicionales ideales estadounidenses de meritocracia, unos ideales que todos
nuestros dirigentes, de cualquier tendencia, continúan profesando.
Con los
años, algunos ricos han tenido un gran éxito a la hora de obtener un trato
especial y han trasladado una parte cada vez mayor de la carga de financiar los
gastos nacionales —defensa, educación, programas sociales— a otros.
Irónicamente, las que más éxito han tenido son varias de nuestras compañías
multinacionales, que reclaman al Gobierno que negocie tratados comerciales
favorables para poder entrar con facilidad en los mercados extranjeros y
defender sus intereses comerciales en todo el mundo, pero luego utilizan esas
bases en otros países para eludir pagar impuestos.
General
Electric se ha convertido en el símbolo de las empresas multinacionales con
sede en Estados Unidos pero que casi no pagan impuestos —su tipo medio de
impuesto de sociedades, en la práctica, fue inferior al 2 por ciento entre 2002
y 2012—, igual que Mitt Romney, el candidato republicano a las presidenciales
de 2012, se convirtió en el símbolo de los ricos que no pagan lo que les
corresponde cuando reconoció que no había pagado más que el 14 por ciento de
impuestos sobre la renta en 2011, al mismo tiempo que estaba quejándose de que
el 47 por ciento de los estadounidenses eran unos aprovechados. Ni General
Electric ni Mitt Romney han infringido ninguna ley fiscal, que yo sepa, pero
los escasos impuestos que han pagado ofenden el más elemental sentido de la
justicia de cualquier estadounidense.
Al estudiar
estos datos hay que ser precavidos, porque suelen reflejar los impuestos como
porcentaje de las rentas declaradas. Y los códigos tributarios no exigen la
declaración de todo tipo de rentas. Para los ricos, ocultar esos activos se ha
convertido en un deporte de lo más selecto. Muchos se aprovechan de las Islas
Caimán o algún otro paraíso fiscal para eludir los impuestos (pueden estar
seguros de que no es por el buen tiempo). No tienen que declarar ninguna renta
hasta que no vuelven a traer («repatriar») los activos a Estados Unidos. Y
tampoco las ganancias del capital se declaran como rentas más que cuando se
materializan.
Si los
bienes se transmiten a los hijos o los nietos al morir, no se pagan impuestos
jamás, gracias a un peculiar resquicio legal llamado «incremento en la base del
coste en el momento de morir». Sí, los privilegios fiscales de ser rico en
Estados Unidos se prolongan después de muertos.
Cuando los
ciudadanos ven las disposiciones especiales en la ley tributaria —para las
segundas residencias, pistas de carreras, fábricas de cerveza, refinerías de
petróleo, fondos especulativos y estudios de cine, entre muchos otros bienes o
sectores favorecidos—, es normal que se sientan desilusionados con un sistema
impositivo tan lleno de recompensas específicas. Evidentemente, estos
resquicios legales y estas prebendas, en su mayoría, no han salido de la nada;
normalmente se ha creado para lograr contribuciones de campaña de donantes
influyentes, o para agradecerles las ya hechas. Se calcula que las
disposiciones fiscales especiales ascienden a unos 123 000 millones de dólares
al año, y el precio de las lagunas que permiten los paraísos fiscales no está
muy a la zaga. El mero hecho de eliminar estas cláusulas sería una ayuda enorme
para cumplir los objetivos de reducción del déficit que exigen los
conservadores fiscales preocupados por el volumen de la deuda pública.
Pero otro
motivo de injusticia es el tratamiento fiscal que recibe el llamado interés
devengado. Algunos financieros de Wall Street pueden pagar impuestos en función
de los tipos previstos para las ganancias del capital, más bajos, por rentas
procedentes de manejar activos para fondos de capital privado o fondos
especulativos. ¿Por qué va a recibir la administración de activos financieros
un trato diferente que la gestión de personas o la realización de
descubrimientos? Por supuesto, los miembros del sector dicen que son
esenciales. Pero también lo son los médicos, abogados, profesores y cualquier
otro que contribuye a que funcione nuestra compleja sociedad. Dicen que son
necesarios para la creación de empleo. Pero la verdad es que muchas firmas de
capital privado que han sabido aprovechar el resquicio del interés devengado,
en realidad, han destruido empleo; se les da muy bien reestructurar empresas
para «ahorrar» en costes de mano de obra, a menudo a base de llevarse el empleo
al extranjero.
Los
economistas suelen evitar la palabra «justo»; la justicia, como la belleza,
está en los ojos del que mira. Pero la injusticia del sistema tributario
estadounidense ha aumentado tanto que no es sincero aplicarle cualquier otra
etiqueta.
Tradicionalmente,
los economistas se han ocupado menos de los problemas de la igualdad que de
otros más prosaicos, el crecimiento y la eficiencia. Y también en este aspecto
nuestro sistema tributario saca mala nota. Nuestro crecimiento fue mayor en la
época de los tipos superiores marginales altos que desde 1980. Los economistas
—incluso los de instituciones internacionales tradicionales y conservadoras
como el Fondo Monetario Internacional— han empezado a darse cuenta de que el
exceso de desigualdades es malo para el crecimiento y la estabilidad. El
sistema tributario puede ser un factor considerable a la hora de moderar esas
desigualdades. Pero el nuestro hace verdaderamente poco al respecto. Una de las
razones de nuestro mal comportamiento económico es la gran distorsión que causa
el sistema tributario en nuestra economía. Lo único en lo que todos los
economistas están de acuerdo es en que los incentivos son importantes: si se
bajan los impuestos a la especulación, habrá más especulación. Hemos arrastrado
a nuestros jóvenes de más talento a los chanchullos financieros en lugar de crear
empresas reales, hacer verdaderos descubrimientos, ofrecer servicios genuinos a
los demás. Se dedica más esfuerzo a la «captación de rentas» —quedarse con una
porción más grande de la tarta económica del país— que a agrandar el tamaño de
la tarta.
En los
últimos años, los estudios han vinculado los tipos impositivos, la lentitud en
el crecimiento y el aumento de las desigualdades. Recordemos que los bajos
tipos fiscales para los más ricos, en teoría, debían estimular el ahorro y el
esfuerzo y, por tanto, el crecimiento económico. No fue así. En realidad, la
tasa de ahorro de las familias descendió a su nivel más bajo, casi cero,
después de las dos tandas de rebajas fiscales sobre los dividendos y las
ganancias del capital, aprobadas por el presidente George W. Bush en 2001 y
2003. Lo que hicieron los tipos fiscales bajos fue incrementar los rendimientos
de la captación de renta, que se reforzaron, lo cual quería decir que el
crecimiento se desaceleró y las desigualdades aumentaron. Esta pauta se ha
observado en distintos países. En contra de las advertencias de quienes desean
preservar sus privilegios, los países que han incrementado la franja a la que
se aplica el máximo tipo no han crecido más despacio. Y en nuestro propio país
tenemos otra prueba: si los esfuerzos de los más ricos estuvieran produciendo
una mejoría del motor de toda nuestra
economía, sería esperable que todo el mundo se beneficiara. Si se dedicaran a
la captación de rentas, a medida que aumentaran sus ingresos, esperaríamos que
disminuyeran los de otros. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido. Las rentas
de la clase media, e incluso la baja, se han estancado o han disminuido.
Pruebas aparte, hay sólidos argumentos intuitivos a favor de la idea de que los
tipos fiscales han promovido la captación de rentas a expensas de la creación
de riqueza. Existe una satisfacción intrínseca en el hecho de crear una empresa
nueva, ampliar los horizontes de nuestro conocimiento y ayudar a otros. En
cambio, es muy desagradable pasar días enteros refinando prácticas deshonestas
y engañosas que arrebatan dinero a los pobres, como solía ocurrir en el sector
financiero antes de la crisis de 2007-2008. Creo que la inmensa mayoría de los
estadounidenses, si pudiera, preferiría lo primero que lo segundo. Pero nuestro
sistema tributario inclina la balanza. Aumenta los rendimientos netos de
dedicarse a una de esas actividades poco agradables y nos ha ayudado a ser una
sociedad de captación de rentas.
No tiene por
qué ser así. Podríamos tener un régimen fiscal mucho más sencillo sin todas las
distorsiones, una sociedad en la que quienes recortan cupones para vivir
pagasen los mismos impuestos que alguien con los mismos ingresos que trabaje en
una fábrica; en la que alguien que obtenga sus ingresos de salvar empresas pagasen
los mismos impuestos que un médico que lo gana salvando vidas; en la que
alguien que gana dinero gracias a las innovaciones financieras pagase los
mismos impuestos que alguien que investiga para crear innovaciones reales
capaces de transformar nuestra economía y nuestra sociedad. Podríamos tener un
régimen tributario que fomentase las cosas positivas como el esfuerzo y el
ahorro y disuadiera de hacer cosas malas como la captación de rentas, el juego,
la especulación financiera y la contaminación. Ese sistema fiscal recaudaría
mucho más dinero que el actual, y no tendríamos que sufrir todas las peleas que
hemos vivido de bloqueos, precipicios fiscales y amenazas de acabar con
Medicare y la Seguridad Social. Estaríamos en una situación fiscal sólida, al
menos, durante los próximos veinticinco años.
Las
consecuencias de los fallos de nuestro sistema fiscal no son sólo económicas.
Nuestro régimen se basa mucho en el cumplimiento voluntario de nuestras
obligaciones. Si los ciudadanos creen que el sistema es injusto, ese
cumplimiento no será tan voluntario. Más en general, el Estado tiene un papel
importante no sólo en la protección social, sino también con inversiones en
infraestructuras, tecnología, educación y sanidad. Sin esas inversiones,
nuestra economía será más débil y crecerá más despacio.
La sociedad
no puede funcionar bien sin un mínimo sentido de solidaridad y cohesión
nacional, y ese sentimiento de propósito común también depende del sistema
tributario. Si los estadounidenses creen que el Gobierno es injusto, que es un
Gobierno del 1 por ciento, por el 1 por ciento, para el 1 por ciento, la fe en
nuestra democracia desaparecerá.
El mundo
entero miraba con expectación a Tim Cook, jefe de Apple, declarar que su
empresa había pagado todos los impuestos que debía, lo que al parecer
significaba que había pagado todos los impuestos que estaba obligado a pagar.
Por supuesto, se trata de dos cosas muy diferentes. No tiene nada de extraño
que una empresa que dispone de los recursos y la inventiva de Apple haga cuanto
pueda para evitar pagar (dentro de los límites de la legalidad) todos los
impuestos posibles. Si bien, en el caso Citizens United, el Tribunal Supremo
dictaminó que las grandes empresas son personas jurídicas, con todos los
derechos concomitantes, esta ficción legal no las dotó de sentido de la
responsabilidad moral, pero sí están dotadas de la capacidad de Plastic Man
para estar en todas partes y en ninguna al mismo tiempo: en todas partes cuando
se trata de vender sus productos, y en ninguna cuando se trata de declarar los
beneficios derivados de esas ventas.
Al igual que
Google, Apple se ha beneficiado enormemente de lo que los Gobiernos de Estados
Unidos y de otros países occidentales suministran: mano de obra altamente
cualificada y con formación universitaria, apoyada tanto de forma directa por
el Estado como indirectamente (mediante caritativas y generosas deducciones).
La investigación fundamental de la que dependen sus productos se ha beneficiado
de innovaciones financiadas por los contribuyentes: Internet, sin la cual no
podrían existir. Su prosperidad depende en parte de nuestro sistema legal,
comprendida ahí la enérgica defensa de los derechos de propiedad industrial;
solicitaron al Estado (y obtuvieron de él) que obligase a países de todo el
mundo a adoptar nuestros criterios, en algunos casos con un elevado coste en
vidas humanas y bienestar de quienes viven en mercados emergentes y países en
vías de desarrollo. Sí, aportaron talento y capacidad de organización, por los
que obtuvieron un merecido prestigio. No obstante, aunque Newton al menos tuvo
la modestia de reconocer que debía sus logros al hecho de haberse aupado sobre
los hombros de gigantes, estos titanes de la industria no tienen el menor
escrúpulo en vivir de gorra, aprovechándose generosamente de las subvenciones
que ofrece nuestro sistema, pero sin que estén dispuestos a contribuir de forma
correspondiente. Sin apoyo público, las fuentes de las que brotan la innovación
y el crecimiento futuros se secarán, por no hablar ya de lo que sucederá con
nuestra sociedad, cada vez más dividida.
Ni siquiera
es cierto que unas tasas impositivas sobre sociedades más elevadas harían
contraerse necesariamente las inversiones de manera significativa. Como ha
demostrado Apple, puede financiar lo que quiera endeudándose, y eso incluye el
pago de dividendos, otra estratagema para evitar pagar la parte de impuestos
que le corresponde. Ahora bien, los pagos de intereses son desgravables, lo que
significa que en la medida en que las inversiones se financian a través del
endeudamiento, los costes de capital y los beneficios cambian de manera
concomitante, sin ningún efecto adverso sobre las inversiones. Y dada la baja
tasa impositiva sobre las ganancias de capital, la rentabilidad de las
inversiones obtiene un trato todavía más favorable. Otros aspectos del código
fiscal —como la depreciación acelerada y el tratamiento fiscal de los gastos de
investigación y desarrollo— devengan aún más beneficios.
Va siendo
hora de que la comunidad internacional afronte la realidad: nuestro régimen
fiscal global es incontrolable, injusto y distorsionador. Ha desempeñado un
papel fundamental en la génesis de la desigualdad cada vez mayor que azota
actualmente a los países más avanzados, con Estados Unidos a la cabeza y el
Reino Unido siguiéndole a escasa distancia. Es el adelgazamiento del sector
público lo que ha sido decisivo para que nuestro país dejase de ser la tierra
de las oportunidades, y un lugar donde hoy en día las perspectivas de futuro de
un niño dependen más de los ingresos y la formación de sus padres que en otros
países avanzados.
La
globalización nos ha hecho cada vez más interdependientes. Las grandes beneficiarias
de la globalización han sido las grandes empresas internacionales, no, por
ejemplo, el trabajador medio
estadounidense o el de muchos otros países que, en parte bajo la presión de la
globalización, han visto cómo sus ingresos se ajustaban plenamente a la
inflación (incluyendo ahí la reducción de los precios provocada por la
globalización) y bajaban un año tras otro, hasta el punto de que los ingresos
de un trabajador varón a tiempo completo son menores que los de hace cuatro
décadas. Nuestras multinacionales han aprendido a explotar la globalización en
todos los sentidos de esa expresión, comprendida ahí la explotación de las
lagunas fiscales que les permiten rehuir sus responsabilidades sociales
planetarias.
Estados
Unidos no podría tener un sistema de impuestos sobre sociedades funcional si
hubiéramos optado por un sistema de precios de transferencia (en el que las
empresas «se inventan» los precios de los bienes y servicios que una parte
compra a la otra, lo que permite contabilizar los beneficios en un estado u
otro). Tal y como están las cosas, es evidente que Apple puede trasladar los
beneficios de un sitio a otro para evitar los impuestos estatales
californianos. Estados Unidos ha desarrollado un sistema formulario en el que
los beneficios globales se asignan en función del empleo, las ventas y los
bienes de capital. No obstante, hay margen de sobra para ajustar aún más el
sistema en respuesta a la mayor facilidad para mover los beneficios de sitio,
ahora que una de las principales fuentes de «valor añadido» real es la
propiedad industrial.
Hay quien ha
insinuado que si bien las fuentes de producción (de valor añadido) son
difíciles de identificar, sus destinos lo son menos (si bien, debido a los
reenvíos, esto no está tan claro), por lo que proponen un sistema basado en los
destinos. Ahora bien, un sistema semejante no sería necesariamente justo, ya
que no proporcionaría ingreso alguno a los países que soportaron los costes de
producción. Sin embargo, está claro que un sistema basado en los destinos sería
mejor que el actual.
Aun cuando
Estados Unidos no se viera recompensado por sus contribuciones científicas
globales públicamente subvencionadas y la propiedad industrial acumulada sobre
esa base, al menos el país sería recompensado por su consumismo desenfrenado,
que ofrece incentivos a tales innovaciones. Sería positivo que pudiera
obtenerse un acuerdo internacional sobre la fiscalidad de los beneficios
empresariales. A falta de un acuerdo semejante, cualquier país que amenazara
con imponer una fiscalidad empresarial justa sería castigado: la producción (y
el empleo) irían a parar a otros lugares. En algunos casos, los Estados pueden
marcarse un farol. Otros quizá consideren que el riesgo es demasiado alto. Pero
de lo que no se puede escapar es de la clientela.
Por sí solo,
Estados Unidos podría hacer mucho para propiciar una reforma: a cualquier
empresa que vendiera bienes allí se le podría obligar a pagar un impuesto sobre
sus beneficios globales —digamos a una tasa del 30 por ciento sobre la base de
un balance general consolidado— pero con una deducción por impuestos por
beneficios empresariales pagados en otras jurisdicciones (hasta un determinado
límite). En otras palabras, Estados Unidos se establecería como garante de un
régimen global de impuestos mínimos. Puede que hubiera quien optara por vender
fuera de Estados Unidos, pero dudo que fueran muchos.
El problema
de la evasión fiscal por parte de las empresas multinacionales es de mayor
calado y requiere reformas más a fondo, entre ellas lidiar con los paraísos
fiscales que reciben ese dinero y facilitan su blanqueo. Google y Apple
contratan a los mejores abogados, que saben cómo evadir impuestos sin saltarse
la ley. Ahora bien, en nuestro sistema no debería haber lugar para países cómplices
con la evasión fiscal. ¿Por qué habrían de ayudar los contribuyentes alemanes a
rescatar a los ciudadanos de un país cuyo modelo empresarial se ha basado en la
evasión fiscal y las espirales descendentes? ¿Y por qué deberían los ciudadanos
de ningún país permitir que sus empresas se aprovechen de esos países
depredadores?
Decir que
Google o que Apple se aprovecharon sin más del sistema vigente sería dejarles
irse de rositas demasiado fácilmente: este sistema no surgió por sí solo.
Empresas como General Electric presionaron para obtener, y obtuvieron,
disposiciones que les permitieron eludir todavía más impuestos. Presionaron
para obtener, y obtuvieron, cláusulas de amnistía que les permitieron llevar de
nuevo su dinero a Estados Unidos a una tasa reducida especial, con la promesa
de invertir el dinero en el país, y se las ingeniaron para averiguar cómo
ajustarse a la letra de la ley a la vez que eludían su espíritu y su intención.
Si Apple y Google simbolizan las oportunidades que brinda la globalización, sus
actitudes en materia de evasión fiscal las han convertido en empresas
emblemáticas de lo que puede ir y está yendo con ese sistema.-
Continuará
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