Dani Rodrik is Professor of International Political Economy at Harvard University’s John F. Kennedy School of Government. He is the author of The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economyand, most recently, Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science.
CAMBRIDGE – Últimamente, parece haber surgido un consenso en las élites empresariales y políticas del mundo respecto de cómo encarar la reacción antiglobalizadora que populistas como Donald Trump han sabido explotar tan bien. Afirmar confiadamente que la globalización beneficia a todos es ya cosa del pasado; ahora las élites admiten que la globalización genera ganadores y perdedores. Pero la respuesta correcta no es detenerla o revertirla, sino compensar a los segundos.
Nouriel Roubini ha expresado en pocas palabras el nuevo consenso: sostiene que “la reacción contra la globalización (…) puede ser contenida y gestionada a través de políticas que compensen a los trabajadores por sus daños y costos colaterales. Sólo mediante la promulgación de dichas políticas, los perdedores de la globalización empezarán a pensar que, con el transcurso del tiempo, ellos también podrán unirse a las filas de los ganadores”.
Este argumento parece sumamente razonable, en sentido tanto económico cuanto político. Hace mucho que los economistas saben que la liberalización del comercio internacional genera redistribución de ingresos y pérdidas absolutas para alguna gente, aunque mejore el desempeño económico general del país en cuestión. De modo que la única forma en que los tratados de libre comercio pueden mejorar inequívocamente el bienestar nacional es si los ganadores compensan a los perdedores. Esto también asegura el apoyo de más votantes al libre comercio, así que tiene sentido políticamente.
Antes del Estado de bienestar, la tensión entre apertura y redistribución se resolvía mediante la emigración masiva de trabajadores o la reimposición de medidas proteccionistas, especialmente en el sector agrícola. Pero con el surgimiento del Estado de bienestar, aquella limitación se volvió menos apremiante, lo que permitió una mayor liberalización del comercio. Hoy los países avanzados que están más expuestos a la economía internacional son también los que tienen redes de protección y programas de seguridad social (Estado de bienestar) más amplios. Una investigación realizada en Europa probó que los perdedores de la globalización en un país tienden a apoyar programas sociales e intervenciones del mercado laboral más activos.
Que la oposición al libre comercio hoy no ocupe un lugar más destacado en el debate político europeo se debe en parte a que en este continente esos mecanismos de protección social siguen siendo sólidos (a pesar de su debilitamiento en años recientes). No es exagerado decir que el Estado de bienestar y la apertura económica han sido durante gran parte del siglo XX las dos caras de una misma moneda.
En comparación con la mayoría de los países europeos, Estados Unidos llegó tarde a la globalización. Hasta hace poco, su gran mercado interno y su relativo aislamiento geográfico lo protegían bastante bien de las importaciones, especialmente procedentes de países de bajos salarios. Al mismo tiempo, su Estado de bienestar había sido siempre poco desarrollado.
Cuando en los ochenta Estados Unidos comenzó a abrirse a las importaciones de México, China y otros países en desarrollo, lo esperable hubiera sido que siguiera el modelo europeo. En vez de eso, bajo influencia del reaganismo y del fundamentalismo de mercado, el país tomó la dirección opuesta. Como señala Larry Mishel, presidente del Instituto de Política Económica estadounidense: “No prestar atención a los perdedores fue deliberado. En 1981, uno de los primeros blancos de los ataques de Reagan fue el vigoroso programa de Asistencia para el Ajuste Ocupacional (TAA), cuyos pagos compensatorios semanales redujo”.
El daño continuó en gobiernos demócratas posteriores. En palabras de Mishel, “si los partidarios del libre comercio realmente hubieran pensado en la clase trabajadora, podrían haber apoyado una amplia variedad de políticas para sostener el crecimiento de los salarios: pleno empleo, negociación colectiva, fuerte regulación laboral, un alto salario mínimo, etc.”. Y hubieran podido hacer todo esto “antes de generar ‘perturbaciones’ debidas a la liberalización del comercio con países de bajos salarios”.
¿Puede Estados Unidos invertir rumbo ahora y adoptar el nuevo consenso? Allá por 2007, el politólogo Ken Scheve y el economista Matt Slaughter exhortaron a instituir en Estados Unidos “un New Deal para la globalización”, que vinculara “la participación en la economía mundial con una redistribución sustancial de los ingresos”. En Estados Unidos, según los autores, esto suponía adoptar un sistema tributario federal mucho más progresivo.
Slaughter había sido funcionario de un gobierno republicano (durante la presidencia de George Bush, hijo). Una muestra del grado de polarización de la política estadounidense es que hoy es inimaginable una propuesta similar surgida de un círculo republicano. El intento de Trump y sus aliados congresistas de desvirtuar el programa de seguro de salud del expresidente Barack Obama es prueba de la determinación de los republicanos de reducir en vez de ampliar los mecanismos de protección social.
El consenso actual respecto de la necesidad de compensar a los perdedores de la globalización presupone que los ganadores tendrían un motivo racional de interés propio para hacerlo, ya que el apoyo de los perdedores sería esencial para mantener la apertura económica. Pero la presidencia de Trump reveló una perspectiva alternativa: la globalización, al menos como se la entiende hoy, inclina el equilibrio de poder político en favor de quienes tienen habilidades y recursos que les permitan sacar provecho de la apertura, y debilita cualquier influencia organizada que los perdedores hayan tenido en un primer momento. Como Trump bien demostró, es fácil poner el descontento incipiente con la globalización al servicio de una agenda totalmente diferente, más acorde con los intereses de las élites.
La política de compensación está siempre sujeta a un problema que los economistas llaman “inconsistencia temporal”. Antes de la adopción de una política nueva (por ejemplo, un tratado de libre comercio), los beneficiarios tienen motivos para prometer compensación a los perdedores. Pero una vez instituida, ya no tendrán mucho interés en cumplir lo prometido, sea porque un cambio de rumbo sería costoso para todos o porque el equilibrio de poder subyacente ahora los favorece.
El tiempo de la compensación ya pasó. Incluso si era una propuesta viable hace dos décadas, ya no es una respuesta práctica a los efectos negativos de la globalización. Para reintegrar a los perdedores, es necesario pensar en cambiar las reglas de la globalización misma.
Traducción: Esteban Flamini
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